J. M. Coetzee
nació en Ciudad del Cabo en 1940 y se crió en Sudáfrica y
Estados Unidos. Fue profesor de literatura en la Universidad de Ciudad del
Cabo, traductor, lingüista, crítico literario y, sin duda, uno de los
escritores
más importantes que ha dado estos últimos años Sudáfrica. En 1974 publicó
su primera novela, Dusklands. Le siguieron En medio de ninguna parte
(1977),
con la que ganó el CNA, el primer premio literario de las letras sudafricanas;
Esperando a los bárbaros (1980), también premiada con el CNA; Vida y época
de
Michael K. (1983), que le reportó su primer Booker Prize y el Prix Étranger
Femina; Foe (1986); La edad de hierro (1990); El maestro de Petersburgo
(1994);
Desgracia (1999), que le valió un segundo Booker Prize, el premio más
presti-
gioso de la literatura en inglés, Infancia (Mondadori, 2000) y Juventud
(2002).
También le han sido concedidos el Jerusalem Prize y The Irish Times
International Fiction Prize. En 2003 le fue concedido el Premio Nobel de
Literatura.
The Master of Petersburg
Se sienta en el cuarto de su
hijo con el traje blanco sobre el regazo, respira muy
quedo, intenta perderse de
alguna forma, intenta evocar un ánimo que ciertamente no
puede haber abandonado aún
los alrededores.
Pasa el tiempo. De la
habitación contigua, a través del tabique, le llegan las voces
amortiguadas de la mujer y
la niña, los sonidos de la mesa que una de las dos estará po-
niendo. Deja el traje a un
lado, llama a la puerta. Las voces callan bruscamente. Entra.
—Me marcho —dice.
—Como verá, estamos a punto
de cenar. Si quiere cenar con nosotras, es usted
bienvenido.
Los alimentos que le ofrece
son bien sencillos: sopa, patatas con sal, mantequilla.
—¿Cómo vino mi hijo a
alojarse con usted? —le pregunta en un momento dado. Aún
pone todo su cuidado en
llamarle mi hijo: si pronuncia su nombre, se echará a temblar.
Ella vacila, él entiende por
qué. Podría decirle: era un joven agradable, enseguida nos
cayó muy bien. Pero el
obstáculo es ese cayó: es el canto rodado que bloquea el paso.
Hasta que no haya una manera
de eludir la palabra en lo que tiene de esencia escueta del
pasado, ella no podrá
decirla delante de él.
—Nos lo recomendó un
inquilino anterior —dice al fin. Y eso es todo.
Le sorprende por lo delicada
que es, delicada como el ala de una mariposa. Es como
si entre la piel y las
enaguas, entre la piel y el dorso de las medias negras que sin duda
lleva calzadas, se
interpusiera una fina capa de ceniza, de modo que, al soltársele a la
altura de los hombros, las
prendas que viste se le deslizarían al suelo sin que mediase
ningún gesto de persuasión.
Le gustaría verla desnuda,
ver desnuda a esa mujer en el último florecer de su
juventud.
No es lo que podría
entenderse por una mujer educada, aunque ¿cabe oír alguna vez
un ruso más bellamente
hablado que el suyo? Su lengua es como un ave que aletea en su
boca: suaves plumas, suave
batir de alas.
En la hija no percibe ni un
atisbo de esa suave sequedad de la madre. Muy al
contrario, hay en ella algo
líquido, algo propio de una cervatilla, confiada y, sin embargo,
nerviosa cuando estira el
cuello para olisquear la mano del desconocido, tensa y
preparada para alejarse de
un brinco. ¿Cómo puede esa mujer morena haber engendrado
a una niña tan rubia? A
pesar de todo, los signos están ahí y son reveladores: los dedos
pequeños, casi sin formar,
lustrosos, como los de los santos bizantinos; la finura
esculpida de la frente,
inclusive ese aire de melancolía caprichosa.
¡Qué raro es que en una niña
un rasgo pueda adquirir su forma perfecta, mientras
que en su madre o en su
padre bien parece mera copia!
La niña alza la mirada un
instante, se encuentra con la suya, que la sondea, y aparta
los ojos sumida en la
confusión. En él surge un impulso iracundo. Quiere tomarla por el
brazo y zarandearla. ¡Mírame
bien, niña! Eso es lo que quisiera decirle: ¡mírame bien,
aprende!
A él se le cae el cuchillo
al suelo. Con gesto agradecido, lo busca a tientas,
agachándose. Es como si la
piel se le hubiese caído a tiras de la cara, como si muy a su
pesar las encarase a las dos
cubierto por una máscara espantosa y ensangrentada.
La mujer vuelve a hablar.
—Matryona y Pavel
Alexandrovich eran buenos amigos —dice con firmeza y con
cuidado. Y a la niña le
pregunta—: Él te dio clases, ¿verdad que sí?
—Me enseñó francés y alemán.
Sobre todo francés.
Matryona: no es el nombre
más adecuado para ella. Es nombre de vieja, de viejecita
con cara de ciruela pasa.
—Me gustaría que tuvieras
algo de él dice. Algo que te sirva para recordarlo.
Una vez más, la niña levanta
los ojos con su mirada de aturdimiento, y lo
inspecciona como inspecciona
un perro a un desconocido, sin oír apenas lo que le dice.
¿Qué está ocurriendo? Llega
la respuesta: no puede imaginar que yo sea el padre de
Pavel. Está procurando ver a
Pavel en mí, pero no puede. Y piensa más aún: para ella,
Pavel todavía no ha muerto.
En algún recóndito lugar de su interior él sigue con vida,
respira su cálido y dulce
aliento de juventud. En cambio, esta negrura mía, esta barba,
este ser huesudo debe de ser
para ella tan repugnante como la muerte en persona: la
muerte, con las caderas
huesudas y los dientes largos, de un palmo al menos, con el
soniquete de los tobillos
que chocan entre sí al caminar.
No siente deseos de hablar
de su hijo. De oírle hablar de él sí, desde luego, pero no
de hablar él.
Aritméticamente, hace diez días que Pavel ha muerto. Con cada día que
pasa, los recuerdos que aún
puedan flotar en el aire como las hojas de otoño van cayendo
al barro, y allí son
pisoteados, o se los lleva el viento por los cielos cegadores. Solamente
él aspira a recoger y a
conservar esos recuerdos. Todos los demás suscriben el orden que
impone la muerte primero, el
duelo y el llanto después, y luego el olvido. Si no
olvidamos, dicen, pronto el
mundo no será más que una inmensa biblioteca. Pero solo de
pensar que Pavel pueda ser
pasto del olvido monta en cólera, se convierte en un toro
viejo e irritable, de mirada
fulminante, peligroso.
Quiere oír anécdotas. Y la
niña está milagrosamente a punto de contar una.
—Pavel Alexandrovich —mira
de reojo a su madre, como si quisiera confirmar que
tiene permiso para
pronunciar el nombre muerto —dijo que solamente se iba a quedar
un poco más en Petersburgo,
y que después se marcharía a Francia.
Se calla. Él espera con
impaciencia a que prosiga.
—¿Por qué quería irse a
Francia? —pregunta la niña, dirigiéndose ahora solamente a
él—. ¿Qué hay allá en
Francia?
—¿En Francia?
—No quería ir a Francia.
Solamente quería irse de Rusia —contesta él—. Cuando uno
es joven, se muestra
impaciente con todo lo que lo rodea. Uno es impaciente con la
madre patria, porque la
madre patria le parece vieja, revenida. Quiere ver cosas nuevas,
conocer nuevas ideas. Uno
piensa que en Francia, en Alemania o en Inglaterra hallará el
futuro que su propio país,
de puro monótono, nunca le podría proporcionar.
La niña frunce el ceño. Él
dice Francia, dice madre patria, pero ella oye otra cosa muy
distinta, algo que repta
bajo las palabras: el rencor.
—Mi hijo tuvo una educación
azarosa —dice dirigiéndose no a la niña, sino a la
madre—. Tuve que llevarlo de
una escuela a otra, por una razón muy sencilla. No se le-
vantaba nunca por las
mañanas. No había forma humana de despertarle. Puede que esté
haciendo una montaña de un
grano de arena, no lo sé, pero nadie puede contar con
matricularse en una escuela
si luego no asiste a las clases.
¡Qué cosa tan extraña para
decirla en un momento como este! No obstante, mira
ahora a la hija, y vuelve a
la carga.
—Su francés no era muy
fiable, seguramente te habrás dado cuenta de eso. Tal vez
por eso quisiera ir a
Francia, para mejorar su dominio del francés.
—Solía leer muchísimo —dice
la madre—. A veces, la lámpara de su cuarto se
quedaba encendida toda la
noche —habla con voz baja, neutra—. A nosotras no nos im-
portaba; siempre fue muy
considerado con nosotras. Le teníamos cariño a Pavel
Alexandrovich, ¿verdad que
sí?
Le dedica a la niña una
sonrisa que a él le parece una caricia.
Fue. Ya lo ha sacado a
relucir.
Frunce el ceño.
—Lo que aún no consigo
entender es...
Se hace un silencio
embarazoso, que él ni siquiera intenta paliar. Muy al contrario, se
eriza como un lobo que
guardase a su cachorro. Cuidadito, piensa: ¡corres grave peligro
si pronuncias una sola
palabra contra él! Yo soy su padre y su madre, yo lo soy todo para
él, y más aún. Hay algo
contra lo que desea enfrentarse, dar la cara, gritar si es preciso.
¿Qué es? ¿Quién es el
enemigo al que desafía de ese modo?
Del fondo de su garganta, de
allí donde no alcanza a sofocarlo, emana un sonido, un
gemido. Se cubre la cara con
las manos; las lágrimas le corren entre los dedos.
Oye que la mujer se levanta
de la mesa. Espera a que la niña también se retire, pero
no lo hace.
Al cabo de un rato, se seca
los ojos y se suena la nariz.
—Lo siento —le susurra a la
niña, que sigue sentada ahí, con la cabeza inclinada
sobre el plato vacío.
Cierra la puerta del cuarto
de Pavel después de entrar. ¿Lo siente? No, la verdad es
que no lo siente. Lejos de
sentirlo, le puede la rabia contra todo el que está vivo, rabia de
que su hijo esté muerto.
Siente rabia sobre todo contra esa niña, a la que por su misma
mansedumbre desearía
descuartizar miembro a miembro.
Se tumba en la cama, con los
brazos cruzados en tensión sobre el pecho, intentando
expulsar el demonio que se
está apoderando de él. Sabe que ahora mismo a nada se
parece tanto como a un
cadáver tendido, y que lo que él llama demonio bien puede ser
poco más que su alma
apesadumbrada, que bate las alas. Pero estar vivo es en estos
momentos una especie de
náusea. Desea estar muerto. Más aún: extinguido, aniquilado.
En cuanto a la vida que haya
al otro lado de la muerte, no tiene ninguna fe. Cuenta
con pasar la eternidad a la
orilla de un río, con ejércitos de otras almas muertas, es-
perando una barcaza que
nunca ha de llegar. El aire será frío y húmedo, las negras aguas
del río lamerán la orilla,
la ropa que lleve se le pudrirá sobre los hombros y le caerá en
andrajos a los pies, nunca
volverá a ver a su hijo.
Con los dedos fríos y
cruzados sobre el pecho, vuelve a contar los días. Es así como
se siente al cabo de diez
días.
La poesía podría devolverle
a su hijo. Tiene cierta idea del poema que le haría falta,
una idea de su música, pero
él no es poeta: es más bien un perro que ha perdido el
hueso, que escarba aquí y
allá.
Espera a que el brillo de la
luz que se cuela por debajo de la puerta se haya apagado,
y luego sale sin hacer ruido
del cuarto para volver a su alojamiento. (…)
4. EL TRAJE BLANCO
Ha llegado noviembre, y con
él las primeras nieves. El cielo está lleno de aves
acuáticas que emigran hacia
el sur.
Se ha instalado en el cuarto
de Pavel; en cuestión de días ha pasado a ser parte de la
vida del edificio. Los niños
ya no dejan de jugar para volverse a mirarlo cuando pasa,
aunque todavía bajan un poco
la voz. Saben quién es ¿Quién es? Es el infortunio, el
padre del infortunio.
A diario se dice que tiene
que regresar a la isla de Yelagin, a la tumba. Pero no lo
hace.
Escribe a su mujer, a
Dresde. Sus cartas son tranquilizadoras, pero están vacías de
sentimiento.
Pasa las mañanas en el
cuarto, mañanas completamente en blanco, que terminan por
destilar su propio placer,
insidioso y mortal. Por las tardes recorre las calles, aunque
rehuye la zona que hay
alrededor de la calle Meshchanskaya y de Voznesensky Prospekt
por miedo a que alguien lo
reconozca; suele hacer un alto de una hora en un salón de té,
siempre en el mismo.
En Dresde acostumbraba a leer
los periódicos rusos, pero ahora ha perdido todo
interés por el mundo que lo
rodea. Su mundo se ha contraído; su mundo le cabe ahora
dentro del pecho.
Por consideración hacia Anna
Sergeyevna regresa al cuarto solo cuando ha
anochecido. Hasta que lo llaman
a cenar, permanece sin hacer ningún ruido en ese
cuarto que es y no es suyo.
Está sentado en la cama con
el traje blanco sobre el regazo. No lo ve nadie. No ha
cambiado nada. Siente el
cordón del amor que va de su corazón al de su hijo, tan tangible
como si fuera una soga.
Siente que esa soga se retuerce y le aprieta el corazón. Se le
escapa un fuerte gemido.
«¡Sí!», susurra como bienvenida al dolor; estira las manos y da
otra vuelta más a la soga.
La puerta se abre a sus
espaldas. Sobresaltado, se da la vuelta, inclinado todavía
sobre sus rodillas, feo, con
el traje hecho un amasijo entre las manos.
—¿Quiere cenar ya? —pregunta
la niña.
—Gracias, pero hoy prefiero
estar a solas.
Vuelve poco después.
—¿Le apetece un poco de té?
Se lo puedo traer yo misma.
Trae con solemnidad una
tetera, un azucarero y una taza sobre una bandeja.
—¿Es ese el traje de Pavel
Alexandrovich?
Deja a un lado el traje y
asiente.
Ella se planta al alcance de
su mano y lo mira mientras sorbe el té. Al él vuelven a
sorprenderle la finura de
sus sienes y de sus pómulos, los ojos líquidos y oscuros, las
cejas morenas, el cabello
rubio como el maíz. Nota un atropello de emociones
contradictorias, como dos
olas que revientan una contra otra: el apremio de protegerla, el
apremio de azotarla por el
mero hecho de estar viva.
Vale más que esté encerrado,
piensa. Tal como me encuentro, no soy apto para tratar
con la humanidad.
Espera a que la niña diga
algo; quiere que hable. Es una exigencia impensable para
hacérsela a una niña, pero a
pesar de todo formula su demanda. Alza la mirada hacia
ella. Nada hay velado. La
mira fijamente con lo que solo puede ser desnudez.
Por un instante, ella lo
mira también a los ojos. Luego aparta la mirada, retrocede con
perplejidad, hace una rara y
torpe reverencia, y sale corriendo del cuarto.
Él se da cuenta, incluso a
medida que se desarrolla, de que este es un incidente que
nunca olvidará, y que
incluso un buen día tal vez lo recree en sus escritos. Le embarga
una vergüenza pasajera,
aunque superficial y transitoria. Primero en su escritura y ahora
en su vida, la vergüenza
parece haber perdido poder, como si su sitio lo hubiese
ocupado una pasividad ciega
y amoral que no se arredra ante ningún extremo. Es como
si por el rabillo del ojo
viese que las nubes avanzan hacia él a una velocidad terrorífica.
Son nubes de tormenta. Todo
lo que se interponga en su camino será arrasado. Con
temor, pero también con algo
de excitación, espera a que arrecie la tormenta.
A las once en punto según su
reloj, sin anunciarse, sale del cuarto. La cortina está
echada a la entrada de la
alcoba en que duermen Matryona y su madre, aunque Anna
Sergeyevna sigue en pie,
sentada ante la mesa, cosiendo a la luz de la lámpara. Cruza la
habitación y se sienta
frente a ella.
Tiene diestros los dedos,
sus movimientos son precisos. Él aprendió a zurcir en
Siberia por pura necesidad,
pero nunca podría zurcir con esa gracia y esa fluidez. En sus
dedos, una aguja es una
curiosidad, una flecha liliputiense.
—La luz es demasiado escasa
para una labor tan fina —murmura.
Ella inclina la cabeza como
si fuese a decirle: lo he oído. Pero también podría haber
repuesto: ¿y qué pretende
que haga?
—¿Es Matryona su única hija?
Ella lo mira directamente. A
él le gusta esa mirada directa. Le gustan sus ojos, que no
son ni mucho menos dulces.
—Tuvo un hermano, pero murió
cuando era muy pequeño.
—De modo que entiende lo que
significa...
—No, no lo entiendo.
¿Qué quiere decir? ¿Que la
muerte de un niño pequeño es más fácil de soportar? Ella
no se lo explica.
—Si me lo permite, le
regalaré una lámpara mejor que esa. Es una pena que arruine
la vista siendo aún tan
joven.
Ella inclina la cabeza como
si fuera a decirle: gracias por haberlo pensado, no le
obligaré a cumplir la
promesa.
Tan joven: ¿qué pretende
decir?
Sabe desde hace algún tiempo
que cuando lleguen las palabras que vienen a
continuación, él no hará el
menor intento por contenerlas.
—Tengo verdadera ansia por
hablar de mi hijo —dice—, pero mayor es el ansia por
que los otros me hablen de
él.
—Era un joven espléndido
—aventura ella— Lamento que lo tratásemos tan poco
tiempo. Acto seguido, como
si se diera cuenta de que no es suficiente, añade: A
Matryona le leía cuando ella
se acostaba. Ella se pasaba el día esperando el momento en
que él le leyese. Los dos se
tenían verdadero cariño.
—¿Qué leían?
—Ahora me acuerdo de El
gallito de oro. Cosas de Krylov. También le enseñó algunos
poemillas en francés. Aún
sabe recitar uno o dos.
—Es bueno que tenga usted
libros en casa —Hace un gesto hacia una estantería en la
que habrá veinte o treinta
volúmenes—. Es bueno para una niña que está en edad de
crecer, claro.
—Mi marido era impresor.
Bueno, trabajaba en una imprenta. Leía mucho; la lectura
era su principal recreación.
Esos libros son solo unos pocos de los muchos que tenía.
Cuando vivía, la casa estaba
repleta de libros, ya no cabían más —titubea unos
momentos—. Tenemos un libro
suyo, Pobres gentes. Era uno de sus preferidos.
Se hace el silencio. La
lámpara empieza a titilar. Ella baja la llama y deja en la mesa
su labor. Las esquinas de la
estancia se inundan de sombras.
—Tuve que pedirle a Pavel
Alexandrovich que no invitase a sus amigos a su cuarto
por las noches —dice ella—.
Ahora lo lamento. Fue por una vez que no nos dejaron
dormir; estuvieron charlando
y bebiendo hasta muy altas horas de la noche. Tenían
algunos amigos bastante
rudos.
—Sí, era demócrata en sus
amistades. Sabía cómo hablar con la gente llana de las
cosas que más les importaban.
La gente llana tiene hambre de ideas. Él nunca les habló
con desprecio.
La luz es cada vez más
escasa; el pabilo empieza a humear. Una salva de palabras,
piensa él, restregadas allí
donde más duele. Y yo ¿quiero curarme de veras?
—Era una persona muy seria a
pesar de su juventud —insiste él—. Pensaba mucho
en Rusia, en las condiciones
en que aquí se vive. Le importaban las cosas que les
importan a las gentes de a
pie.
Hay una larga pausa. Un
homenaje, piensa: le estoy rindiendo homenaje, por
vacilante que sea, por muy
tarde que llegue, y también intento que ella le rinda su ho-
menaje. ¿Por qué no?
—Llevo algún tiempo
preguntándome por lo que dijo el otro día —dice ella con aire
pensativo—. ¿Por qué contó
aquello de que Pavel no se despertaba a tiempo de ir a la
escuela?
—¿Por qué? Pues porque
aunque no parezca ahora importante, desbarató en buena
parte su vida. Debido a su
incapacidad de madrugar tuve que llevarlo de escuela en
escuela. Por eso no se matriculó
en la universidad. Al final, se encontró aquí en
Petersburgo, en los márgenes
más alejados de la vida estudiantil, en donde realmente no
se le había perdido nada, ya
que no pertenecía por derecho propio a ese medio social. Y
no era por simple pereza,
no. Lo que pasaba es que era imposible que se levantara: ni a
gritos, ni a sacudidas, ni
con amenazas, ni con súplicas. ¡Era como proponerse despertar
a un oso en plena
hibernación!
—Lo entiendo. Hay niños que
nunca se acostumbran a la escuela, pero no es eso. Me
refería a otra cosa.
Perdóneme que se lo diga, pero lo que me trastornó cuando le oí
contarlo fue lo enojado que
parecía estar usted con él todavía hoy.
—¡Pues claro que estaba
enojado! Su madre murió, debe de recordarlo, cuando tenía
quince años. No fue fácil
ocuparme yo solo de su educación. Tenía mejores cosas que
hacer, antes de ponerme a
convencer a un muchacho de esa edad para que se levantara a
tiempo, y menos aún tratarlo
con mano izquierda. Si Pavel hubiese concluido sus
estudios, como todo hijo de
vecino, nada de esto habría ocurrido.
—¿De esto?
Él hace un gesto impaciente
con un brazo, como si borrase de un plumazo la
vivienda, la ciudad de
Petersburgo, incluso la gran bóveda de la noche que se yergue
sobre ellos dos.
Ella lo mira con calma y con
tesón; es bajo esa mirada cuando él empieza a entender
con todas sus consecuencias
lo que ha dicho. Se adueña de él un temblor que empieza
por la mano derecha. Se
levanta y comienza a caminar por la habitación, con las manos
cruzadas a la espalda. Algo
viene de camino, algo cuyo nombre mismo procura rehuir.
Intenta decir algo, pero le
sale una voz estrangulada. Me estoy conduciendo como un
personaje de libro, piensa.
Pero ni siquiera le sirve de ayuda burlarse de sí mismo. Le
tiemblan los hombros. Sin
hacer ruido, comienza a llorar.
En un libro, la mujer
reaccionaría ante su pena con una oleada de compasión. Esta
mujer no actúa así. Se
sienta ante la mesa, bajo la luz titilante, con la mirada huidiza y la
labor en el regazo. Es
tarde, no hay nadie que los vea, la niña está durmiendo.
¡Maldito sea el corazón!, se
dice él. ¡Malditas emociones! ¡La piedra angular no es el
corazón, ni cómo se siente
el corazón, sino la muerte y cómo se siente el muchacho
muerto!
En este momento accede a la
más clara de las visiones, una visión en la que Pavel le
sonríe, o se sonríe de su
mal humor, de sus lágrimas y su histrionismo, y también de lo
que se oculta bajo su
histrionismo. No es una sonrisa despectiva, sino una sonrisa de
amistad y de perdón. Él lo
sabe, piensa: ¡lo sabe y no le importa! Le atraviesa una oleada de
gratitud, de alborozo y de
amor. ¡Ahora es seguro que tendré un ataque! También lo piensa,
pero es a él a quien no le
importa. Renuncia a contener las lágrimas; a tientas vuelve
junto a la mesa, esconde la
cabeza entre los brazos y suelta un alarido de pesar tras otro.
Nadie le acaricia el
cabello, nadie le murmura al oído una palabra de consuelo. Pero
cuando al fin alza la
cabeza, a la vez que con torpeza rebusca el pañuelo en el bolsillo, es
la niña, Matryona, la que se
halla ante él y la que lo observa con atención. Lleva un
camisón blanco; el pelo bien
cepillado le cae sobre los hombros. No puede por menos
que notar los pechos que
despuntan tras la tela. Él intenta sonreírle, pero la expresión de
la cara con que ella lo mira
no cambia lo más mínimo. Ella también lo sabe, piensa. Ella
sabe qué es falso y qué es
verdadero; si no, con esa mirada honda se propone
averiguarlo.
Se recupera. Mientras
derrama las últimas lágrimas, su mirada se entrelaza con la de
la niña. En ese instante
pasa algo entre ellos dos, algo ante lo cual él se encoge como si le
hubiera atravesado un hierro
al rojo vivo. Luego, los brazos de su madre la envuelven, se
oye una palabra en un
suspiro, la niña se retira a la cama.
5. MAXIMOV
—Buenos días. He venido a
reclamar —le sorprende la firmeza de su voz— las
pertenencias de mi hijo. Mi
hijo sufrió un accidente el mes pasado, y la policía se hizo
cargo de algunos de sus
objetos personales.
Desdobla el resguardo y lo
posa sobre el mostrador. Según Pavel perdiese la vida
antes o después de la
medianoche, el impreso está fechado el mismo día o al día
siguiente de su muerte. Solo
hace referencias a «cartas y otros papeles».
El sargento inspecciona el resguardo
con recelo.
—12 de octubre. Aún no ha
pasado un mes. El caso aún no estará resuelto.
—¿Cuánto tardará en
resolverse?
—Puede que dos meses, tal
vez tres. Puede que sea un año, quién sabe. Depende de
las circunstancias.
—No hay circunstancias. No se
trata de un crimen.
Sujetando el papel con el
brazo extendido, el sargento sale de la oficina. Cuando
regresa, se le nota una
mayor hosquedad.
—¿Se llama usted, señor...?
—Isaev. Su padre.
–Sí, señor Isaev. Si hace el
favor de sentarse, lo atenderán enseguida.
Se le encoge el corazón.
Simplemente esperaba que le entregaran las pertenencias de
Pavel para salir de allí
cuanto antes. Lo que menos le interesa, por ser un lujo que no
puede permitirse, es que la
policía le preste la más mínima atención.
—Dispongo de poco tiempo
para esperar —dice tajantemente.
—Sí, señor. Estoy seguro de
que el investigador lo recibirá muy pronto. Siéntese,
póngase cómodo.
Consulta su reloj, se sienta
en el banco, mira a su alrededor con fingida impaciencia.
Es temprano; no hay más que
otra persona en la antesala, un joven vestido con un sucio
sobretodo de pintor de
brocha gorda. Sentado con la espalda muy erguida, parece
dormido. Tiene los ojos
cerrados y la boca abierta; emite un ronquido apagado.
Isaev. En su interior aún no
se ha asentado la confusión. ¿No sería preferible desechar
cuanto antes la historia de
Isaev, antes de quedar atascado en ella? ¿Cómo iba a
explicarlo? «Sargento, se ha
cometido un leve error. Las cosas no son del todo como
parecen. En cierto modo, yo
no soy Isaev. El Isaev cuyo nombre que razones de mi sola
incumbencia he empleado
hasta ahora, y son razones que no detallaré aquí y ahora, si
bien son razones
perfectamente fundadas, lleva muerto algunos años. No obstante, yo
eduqué a Pavel Isaev como si
fuese mi propio hijo, y lo quiero como si fuera sangre de
mi sangre y carne de mi
carne. En ese sentido llevamos el mismo apellido, o al menos
deberíamos llevarlo. Esos
papeles que él ha dejado son para mí de un valor incalculable.
Esa es la razón de que haya
venido.» ¿Y si reconociese esta realidad sin que nadie se lo
hubiera pedido? ¿Y si nadie
sospechara nada en ningún momento? ¿Y si hubiesen estado
a punto de devolverle los
papeles, y al saberlo optasen por retenerlos? «Vaya, vaya. ¿Qué
tenemos aquí? ¿Es que hay
gato encerrado?»
Mientras permanece sentado,
sin decidirse entre confesar o seguir adelante con la
impostura, al sacar el reloj
y mirarlo con gesto de contrariedad, procurando pasar por un
impaciente y atareado hombre
de negocios incómodo en esa sala cerrada, en uno de
cuyos rincones humea una
estufa, tiene la premonición de un síncope, y en ese mismo
gesto reconoce que un
síncope sería una artimaña, la artimaña más infantil de todas para
salir de una situación
comprometida, al tiempo que en algún rincón cae de golpe la
sombra molesta de un
recuerdo: no cabe duda, ha estado antes aquí, en esta misma ante-
sala, o en una muy parecida,
y también tuvo un episodio o un desmayo. Pero ¿a qué se
debe que recuerde el
episodio tan remotamente? ¿Qué tiene que ver ese recuerdo con el
olor de la pintura fresca?
—¡Esto es demasiado!
Los ecos de su grito rebotan
por la sala. El pintor que dormitaba se despierta
sobresaltado; el sargento
del mostrador alza la mirada sorprendido. Él intenta disimular
su propia confusión.
—Lo que quiero decir —dice
bajando la voz— es que ya no puedo esperar más, que
tengo una cita a la que no
puedo faltar, ya se lo he dicho.
Se ha puesto en pie y se ha
abrochado el abrigo cuando el sargento lo llama a gritos.
—El consejero Maximov lo
recibirá ahora mismo, señor.
En el despacho al cual es
conducido no hay ningún banco de respaldo alto. Al
margen de un enorme sofá
cuya tapicería es de imitación de piel, está amueblado al
estilo neutro de los
edificios oficiales. El consejero Maximov, investigador judicial
encargado del caso de Pavel,
es un hombre calvo, con la planta rechoncha que tendría
una campesina, y que no para
de moverse hasta estar cómodamente sentado, momento
en el que abre ante él un
abultado cartapacio y se pone a leer largo y tendido, mur-
murando algo para sus
adentros, mientras sacude la cabeza de vez en cuando.
—Triste asunto... Triste
asunto, ya lo creo...
Por fin levanta la mirada.
—Mis más sinceras
condolencias, señor Isaev.
¡Isaev! ¡Es hora de tomar
una decisión!
—Gracias. Verá, he venido a
pedir que me sean devueltos los papeles de mi hijo. Me
doy cuenta de que el caso no
está cerrado, pero no entiendo por qué pueden tener interés
para su investigación unos
papeles privados, ni tampoco veo qué relevancia pueden
tener para su... proceder.
—¡Sí, sí, desde luego que
sí! Como usted bien dice, son papeles privados. De todos
modos, dígame una cosa:
cuando habla de papeles, ¿a qué se refiere exactamente? ¿De
qué papeles se trata?
Los ojos del hombre despiden
un brillo acuoso. Tiene blancas las pestañas, como las
de un gato.
—¿Cómo quiere que lo sepa?
Los papeles se los llevaron del cuarto de mi hijo, yo
aún no los he visto. Serán
cartas, papeles...
—Así que usted no los ha
visto, y sin embargo cree que no pueden ser de ningún
interés para nosotros. Lo
entiendo. Entiendo que un padre quiera creer que los papeles
de su hijo son cuestión
puramente personal, o al menos cuestión de familia. Sí, le
entiendo bien. No obstante,
se está llevando a cabo una investigación... Puede que no
pase de ser mera formalidad,
pero es una formalidad cuyo cumplimiento la ley exige, y
que no puede por tanto darse
por concluida con un simple chasquido con los dedos, con
un simple gesto, como si no
hubiera pasado nada. Y los papeles son parte de la
investigación. Por lo
tanto...
Une las yemas de los dedos
de ambas manos, inclina la cabeza, parece sumirse en
profundos pensamientos.
Cuando de nuevo levanta la mirada ya no sonríe en cambio,
ostenta una expresión de
absoluta determinación.
—Le creo —dice—, desde luego
que le creo. Y también creo tener una solución que
satisfará a las dos partes.
Como el caso no está cerrado, sino que, a decir verdad, apenas
acaba de abrirse, no puedo
devolverle los papeles, pero sí voy a permitirle que los vea.
Estoy de acuerdo con usted:
es injusto, es sumamente injusto arrebatárselos a la familia
en un momento tan trágico
como este, y mantenerlos por un tiempo fuera de su alcance.
Con un gesto súbito, como el
del jugador de cartas que liga una baza ganadora,
extrae una sola hoja del
cartapacio y la coloca delante de él.
Es una lista de nombres,
nombres rusos, solo que escritos con caracteres latinos.
Todos ellos empiezan por
«A».
—Debe de haber un error. Esa
no es la caligrafía de mi hijo.
—¿Que no es la caligrafía de
su hijo? Hum...— Maximov retira la hoja y la examina—
. En tal caso, ¿tiene usted
alguna idea de quién puede ser, señor Isaev?
—No reconozco esa
caligrafía, pero puedo asegurarle que no es la de mi hijo.
Del final del cartapacio,
Maximov selecciona otra página y la desliza sobre la mesa.
—¿Y esta otra?
Ni siquiera le hace falta
leerla. ¡Qué estúpido!, piensa. Le abruma cierto sonrojo, un
leve mareo. Su voz, al
hablar, diríase que llega desde muy lejos.
—Es una carta que yo le
escribí. Yo no soy Isaev. Solamente utilicé el nombre...
Maximov mueve una mano como
si quisiera espantar una mosca, como si desechase
sus palabras, como si
exigiera silencio; sin embargo, él se sobrepone al mareo y concluye
su declaración.
—Utilicé el nombre pensando
en no complicar más las cosas, nada más que por eso.
Pavel Alexandrovich. Isaev
es mi hijastro, el único hijo de mi difunta esposa. Pero para
mí es como si fuera mi
propio hijo. Aparte de a mí mismo no tiene a nadie en el mundo.
Maximov le quita la carta,
que él sostenía con manos trémulas, y de nuevo la
examina. Es la última carta
que le escribió desde Dresde, una carta en la que regañaba a
Pavel por gastar demasiado
dinero. ¡Qué mortificación, estar ahí sentado mientras la lee
un perfecto desconocido!
¡Qué mortificación, haberla escrito de su puño y letra! ¿Cómo
iba uno a saber, cómo iba él
a saber qué día habría de ser el último?
—«Tu padre que te quiere,
Fiodor Mijailovich Dostoievski» —murmura el
magistrado antes de mirarle
a la cara—. Hablemos, pues, con claridad. Usted no es Isaev.
Usted es Dostoievski.
—Sí. Ha sido una treta, un
error estúpido, pero inofensivo, que ahora de veras
lamento.
—Comprendo. No obstante,
viene usted aquí y afirma ser... En fin, ¿hay que utilizar
esa fea expresión?
Utilicémosla cautelosamente, por así decir, al menos de momento, a
falta de otra mejor. Afirma
ser el padre del difunto Pavel Alexandrovich Isaev y solicita
que le sean devueltas sus
pertenencias, cuando lo cierto es que no es usted esa persona.
Esto no tiene buena pinta,
¿verdad que no?
—Ya le he dicho que fue un
error que ahora lamento amargamente. Pero el difunto sí
es mi hijo, y yo soy su
custodio legal.
—Hum. Veo aquí que tenía
veintiún años, veintidós casi, en el momento de su
fallecimiento. Si hablamos
con propiedad, el mandato judicial que le garantiza la
custodia ya había expirado.
Un hombre de veintiún años es su propio dueño y señor, ¿no
es así? Legalmente, es una
persona libre.
Es esta burla la que
finalmente le aguijonea. Se pone en pie.
—No he venido aquí para
hablar de mi hijo con desconocidos —dice, levantando el
tono de voz—. Si insiste
usted en retener sus papeles, dígamelo directamente, que yo
daré otros pasos encaminados
a obtener su devolución.
—¿Que si insisto en retener
los papeles? ¡Por supuesto que no! Mi querido señor,
hágame el favor de sentarse.
¡Por supuesto que no, qué cosas tiene! Por el contrario, me
gustaría muchísimo que
examinase usted los papeles, tanto en su beneficio como en el
nuestro. El consejo que
pudiera usted darnos al respecto sería muy de agradecer, mucho.
Para empezar, veamos esto.
—Coloca ante él una docena de hojas escritas por las dos
caras, la lista completa de
nombres, cuya primera página ya había visto, la
correspondiente a los que
empiezan por «A». No es la caligrafía de su hijo, ¿verdad?
—No.
—Desde luego, eso lo
sabemos. ¿Tiene idea de quién puede ser la caligrafía?
—No la reconozco.
—Pertenece a una mujer joven
que actualmente reside en el extranjero. Su nombre es
lo de menos, aunque tengo la sensación de que si se lo dijera se quedaría usted bastante
sorprendido. Es amiga y
colaboradora de un hombre llamado Nechaev, Sergei
Gennadevich Nechaev. ¿No le
dice nada ese nombre?
—No conozco personalmente a
Nechaev, y dudo mucho que mi hijo lo conociera.
Nechaev es un conspirador y
un insurrecto, cuyos planes repudio con total con-
tundencia.
—Dice usted que no lo conoce
personalmente, pero lo cierto es que usted ha tenido
contacto con él.
–No, no he tenido contacto
con él. Asistí una vez a una reunión abierta al público, en
Ginebra, en la cual tomaron
la palabra numerosas personas, entre ellas Nechaev. Hemos
estado juntos en la misma
sala, a eso se reduce todo el trato que he tenido con él.
—¿Cuándo fue esa reunión?
—Fue en el otoño de 1867. La
reunión fue convocada por la Liga para la Paz y la
Libertad, tal como se hace
llamar esa organización. Asistí a ella abiertamente y sin ta-
pujos, en calidad de ruso y
de patriota, para enterarme de lo que pudiera decirse de
Rusia desde todos los puntos
de vista. El hecho de que oyera hablar a ese joven llamado
Nechaev no quiere decir, ni
mucho menos, que respalde sus ideas. Por el contrario, se lo
repito, rechazo todo aquello
que defiende, y esto es algo que he sostenido en infinidad de
ocasiones, tanto en público
como en privado.
—¿Incluyendo el bienestar
del pueblo? ¿No defiende Nechaev el bienestar del
pueblo? ¿No es eso lo que se
esfuerza por lograr?
—No consigo entender a qué
viene la vehemencia con que me formula estas
preguntas. Nechaev defiende
en primer lugar y por encima de todo el derrocamiento
violento de todas las
instituciones de la sociedad, en nombre de un principio de
igualdad, de felicidad igual
para todos o, si no, de desdicha igual para todos. No es ese
un principio que haya
intentado siquiera justificar. A decir verdad, parece que desprecia
la justificación en general
y que la considera una pérdida de tiempo, un inútil empeño
del intelecto. Por favor, le
ruego que no intente relacionarme con Nechaev.
—Muy bien, acepto sus
argumentos. De todos modos, debería añadir que me
sorprende, pues nunca le
hubiese imaginado yo como un apasionado defensor de los
principios. En fin, vayamos
al grano. La lista que tiene delante ... ¿no reconoce ninguno
de esos nombres?
—Reconozco algunos, un
puñado.
—Es una lista de las
personas que han de ser asesinadas, tan pronto se dé la señal
convenida, en nombre de la
Venganza del Pueblo, que es la organización clandestina
que, como bien sabe usted,
ha creado Nechaev. Los asesinatos tiene por objeto precipitar
una revuelta generalizada
que conduzca al derrocamiento del Estado. Si pasa usted al
final de esas hojas,
encontrará un apéndice según el cual hay relaciones de personas que,
subsiguientemente, una vez
logrado ese derrocamiento, han de ser condenadas a una
ejecución sumarísima. Entre
ellas se encuentran los altos funcionarios judiciales, todos
los oficiales de policía,
los oficiales de la Tercera Sección con el rango de capitán o rangos
superiores... Esa lista fue
encontrada entre los papeles de su hijo.
Tras haber puesto sobre la
mesa esta información, Maximov inclina la silla hacia
atrás y sonríe
amistosamente.
—¿Significa eso que mi hijo
es un asesino?
—¡Por supuesto que no! ¿Cómo
iba a serlo, si nadie ha sido asesinado? Lo que tiene
usted ahí delante solamente
es, por así decir, un borrador, un borrador especulativo. De
hecho, en mi opinión, y es
la opinión de un particular, esa es la lista que bien podría
haber elaborado un joven con
motivos de queja contra la sociedad en general en el
espacio de una sola tarde,
puede que como forma de darse tono ante la mujer misma a la
que está dictando. Así se
jacta de su poder sobre la vida y la muerte, de un poder
completamente ilusorio. No
obstante, el asesinato, la trama del asesinato, es una
amenaza directa contra los
altos funcionarios del Estado, y eso ya es una cuestión más
grave. ¿No está de acuerdo?
—Muy grave. Su deber está
bien claro, no creo que requiera mis consejos. Si Nechaev
regresa a su país natal, en
cuanto llegue tiene usted que arrestarlo. En lo que se refiere a
mi hijo, ¿qué se puede
hacer? ¿También va a arrestarlo?
—¡Ja, ja! ¡Como broma no
está mal, Fiodor Mijailovich! No, no podemos arrestarlo
por más que quisiéramos,
pues ya se ha ido a un lugar mejor que este. Pero ha dejado
algunas cosas aquí. Ha
dejado papeles, más papeles de los que debiera poseer cualquier
conspirador que se precie.
También nos ha dejado algunos interrogantes. Por ejemplo,
¿por qué se quitó la vida?
Permítame que se lo pregunte directamente. ¿Por qué cree
usted que se quitó la vida?
La sala da vueltas ante sus
ojos. El rostro del investigador parece elevarse como un
enorme globo de color rosa.
—Él no se quitó la vida
—susurra—. Usted no ha entendido nada, no sabe nada de
él.
—¡Por supuesto que no! De su
hijastro y de las vicisitudes de su existencia no he
entendido ni un adarme, ni
tampoco pretendo saber nada. Lo que sí espero entender, en
un sentido material e
inquisitivo, es qué motivos le impulsaron a morir. Por ejemplo,
¿había sido amenazado? ¿Le
amenazó uno de sus correligionarios con denunciarle? Y el
miedo a las consecuencias de
la denuncia ¿le inquietó tanto que llegó a quitarse la vida?
¿O es acaso posible que no
se quitara la vida? ¿Es posible que, por razones que aún
desconocemos, fuese tenido
por traidor a la causa de la Venganza del Pueblo y fuera
asesinado entonces de una
manera particularmente cruel? Esas son algunas de las
preguntas que no me puedo
quitar de la cabeza. Esa es la razón por la cual he
aprovechado esta fortuita
ocasión de hablar con usted, Fiodor Mijailovich. Y es que si
usted no le conoce, habiendo
sido su padrastro y su protector durante tantos años, en
ausencia de sus padres
naturales, ¿quién le conoce?
»Además, cómo no, hay que
tratar el asunto de la bebida. ¿Estaba habituado a beber
en abundancia, o es algo que
solo hizo recientemente, debido a las tensiones propias de
su vida de conspirador?
—No le comprendo. ¿Por qué
hablamos de la bebida?
—Porque la noche en que
murió había bebido muchísimo. ¿No lo sabía usted?
Él menea la cabeza con gesto
aturdido.
—Está muy claro, Fiodor
Mijailovich, que hay muchas cosas que usted desconoce.
Vamos, permítame ser sincero
con usted. Tan pronto supe que había venido usted para
reclamar los papeles de su
hijo, metiéndose, por así decir, en la boca del lobo, estuve
seguro, o casi seguro, de
que no tenía usted la menor sospecha de que hubiese nada
indigno o pernicioso. Y es
que si hubiera sabido usted que existía una relación entre su
hijastro y la banda criminal
de Nechaev, es totalmente seguro que no habría venido
usted. Al menos, es seguro
que habría dejado bien claro desde el primer momento que
solamente deseaba reclamar
las cartas cruzadas entre usted mismo y su hijastro, nada
más. ¿Me sigue?
—Sí, yo...
—Y como ya están en su poder
las cartas que pudo enviarle su hijastro, eso habría
supuesto que solamente
deseaba usted la devolución de las cartas que usted mismo le
hubiese escrito. En cambio,
¿por qué...?
—Las cartas, desde luego,
pero también todo lo demás, todo lo que sea de naturaleza
estrictamente privada. ¿Qué
sentido puede tener que lo hostigue usted ahora como a un
perro?
—¡Eso me pregunto yo! Qué
trágico... En fin, volvamos al asunto de los papeles.
Usted utiliza la expresión
«de naturaleza estrictamente privada». Se me ocurre en cambio
que, habida cuenta de las
actuales circunstancias, es difícil precisar qué significa «de
naturaleza estrictamente
privada». Por supuesto que debemos respetar a los muertos,
que debemos hacer valer los
derechos que su hijastro ya no está en situación de
defender, en este caso el
derecho a la decencia y a la intimidad. La posibilidad de que
después de nuestra defunción
venga un desconocido a husmear entre nuestras pertenen-
cias, a abrir nuestros
cajones, a violar los sellos, a leer cartas íntimas... Sería una
posibilidad harto dolorosa
para cualquiera de nosotros, no me cabe duda. Por otra parte,
en algunos casos podríamos
preferir que fuese un desconocido sin el menor interés el
que desempeñase este feo
pero necesario oficio. ¿Estaríamos más cómodos ante la idea
de que nuestros asuntos más
íntimos fueran abiertos, cuando las emociones aún están a
flor de piel, ante la mirada
cándida de una esposa, de una hermana, de una hija? Mejor,
en ciertos aspectos, que se
ocupe de esto un desconocido, alguien que no pueda sentirse
ofendido, ya que nada somos
para él, ya que también estará endurecido, por la natu-
raleza de su profesión, y
protegido contra las ofensas de todo tipo por una costra que
solo dan los años de
ejercicio de la profesión.
«Claro está que esto en cierto
modo no es más que hablar por hablar, ya que al fin y a
la postre es la ley la que
dispone, la ley de sucesión: los herederos son los que toman
plena posesión de los
papeles privados y de todo lo demás. Y en caso de que alguien
muera sin haber nombrado a
su heredero, las reglas de la consanguinidad bastan para
zanjar todo lo que haya que
zanjar.
»Así pues, las cartas
cruzadas entre miembros de una misma familia, estamos de
acuerdo, son papeles
privados que han de tratarse con la apropiada discreción. En cam-
bio, las comunicaciones
recibidas del extranjero, las comunicaciones de naturaleza
sediciosa, las listas de
personas señaladas para proceder a su asesinato, por ejemplo, no
son de ninguna manera
papeles privados. Aquí, sin embargo, nos encontramos con un
caso muy curioso.
Está hojeando el cartapacio,
mientras con las uñas tamborilea sobre la mesa de
manera irritante.
–Aquí nos encontramos con un
caso muy curioso, un caso muy curioso repite en un
murmullo. Un cuento —anuncia
inesperadamente—. ¿Qué puede decirse de un cuento,
de una obra de ficción?
¿Diría usted que un cuento es un asunto privado y personal?
—Es un asunto privado, total
y absolutamente privado y personal de un autor, hasta
que sea dado a conocer al
mundo entero.
Maximov le lanza una mirada
burlona, y luego desliza sobre la mesa lo que ha
estado leyendo. Es un
cuaderno de ejercicios como los que usan los niños en la escuela,
de páginas pautadas.
Reconoce a primera vista la caligrafía inclinada, el arrastre de los
ganchos y las tildes. Es la
escritura de un huérfano, piensa: tendré que aprender a
amarla. Coloca la mano sobre
la página con ademán protector.
—Léalo dice con indolencia
su antagonista.
Intenta leer, pero no puede
concentrarse; cuanto más lo intenta, más se fija
exclusivamente en los
detalles de la caligrafía. Además, tiene la mirada empañada por
las lágrimas. Se las seca
con una manga para que no caigan sobre el papel y emborronen
la página. «Desiertos de
nieve sin una sola huella», lee, y siente deseos de corregir la
redundancia del tópico.
Trata sobre un hombre a la intemperie, sobre el frío. Sacude la
cabeza y cierra el cuaderno.
Maximov lo alcanza y se lo
quita con amabilidad. Vuelve las páginas y al final
encuentra lo que busca;
luego lo desliza de nuevo sobre la mesa.
—Lea esta parte —le dice—,
no son más que una o dos páginas. Nuestro héroe es un
joven condenado por
conspiración y traición, que ha sido desterrado a Siberia. Escapa de
la prisión y logra llegar a
la casa de un terrateniente, en donde una criada, una
campesina, le ofrece refugio
y alimento sin que nadie lo sepa. Son jóvenes los dos, entre
ellos nacen sentimientos
románticos, etcétera. Una noche, el terrateniente, que ha sido
retratado como un grosero
que se entrega sin freno a todos los placeres de la
sensualidad, intenta forzar
a la muchacha. Ese es el pasaje cuya lectura le sugiero.
De nuevo sacude la cabeza.
Maximov recupera el
cuaderno.
—El joven no puede tolerar
el espectáculo ni un minuto más. Sale de su escondite e
interviene —comienza a leer
en voz alta—. «Karamzin», que es el terrateniente, «se dio la
vuelta sobre los talones y
soltó un bufido. "¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?"
Luego se fijó en el uniforme
gris hecho andrajos, en la argolla rota que aún lleva sujeta al
tobillo "¡Aja, eres uno
de esos!", exclamó. "¡Muy pronto me ocuparé de ti!" Se dio la
vuelta y salió bamboleándose
de la estancia.» Esa es la palabra que utiliza,
«bambolearse». Me gusta. El
terrateniente es descrito como un bruto con cara de
pequinés, de orejas peludas
y piernas cortas y gruesas. No es de extrañar que nuestro
héroe se sienta ofendido:
¡la vejez y la fealdad manosean a su bella criada! Toma un
hacha que encuentra junto a
la chimenea. «Con todas sus fuerzas, estremeciéndose,
desplomó de un solo golpe el
hacha contra el pálido cráneo del hombre. A Karamzin se
le doblaron las rodillas
bajo su peso. Con un gran resoplido, como un animal, cayó cuan
largo era sobre el suelo de
la cocina, con los brazos en cruz y un temblor en los dedos
que por fin quedaron
quietos. Sergei», que así se llama nuestro héroe, «se quedó clavado
en el sitio, con el hacha
ensangrentada en la mano, incapaz de dar crédito a lo que había
hecho. En cambio, Marfa»,
que es la heroína, «con una presencia de ánimo que él no
esperaba, agarró un paño
húmedo y lo colocó bajo la cabeza del hombre, para que la
sangre no se derramase por
todo el suelo.» Simpático toque de realismo, ¿no le parece?
»En fin, el resto del cuento
es poco más que un esbozo, así que le ahorraré la lectura.
Posiblemente, cuando ya no
queda ni rastro del obsceno Karamzin, la inspiración de
nuestro autor comenzó a
flaquear. Sergei y Marfa arrastran el cuerpo y lo arrojan a un
pozo que no se usa desde
hace años. Luego emprenden viaje en plena noche
«absolutamente resueltos»;
esa es la frase que usa. No está del todo claro que se
propongan huir. Pero
permítame mencionar un último detalle. Sergei no abandona el
arma del crimen, sino que se
la lleva consigo. ¿Para qué?, le pregunta Marfa. Cito
textualmente su respuesta:
«Porque es el arma del pueblo ruso, nuestro medio de
defensa y nuestro medio de
cobrarnos venganza». El hacha ensangrentada, la venganza
del pueblo... La alusión no
podría ser más diáfana, ¿no cree?
Mira a Maximov con
incredulidad.
—No puedo creer lo que estoy
oyendo —susurra— ¿De veras se propone
instrumentar este escrito
como prueba contra mi hijo? ¡Si no es más que un cuento, una
fantasía, escrita en la
privacidad de su cuarto!
—¡Oh, no, Fiodor
Mijailovich, no! ¡Ni mucho menos! ¡Me interpreta usted mal! —
Maximov se arrellana en su
sillón y menea la cabeza con aparente aflicción—. Está fuera
de toda consideración el
hostigar a su hijastro (por utilizar la palabra que ha usado usted
antes). El caso está
cerrado, al menos en el sentido que más importa. Le he leído esta
fantasía, como usted mismo
la llama, simplemente como indicación de lo muy
profundamente que había
caído él bajo la influencia de los partidarios de Nechaev, que
sabe el cielo a cuántos
jóvenes impresionables y volubles han descarriado, sobre todo
aquí, en Petersburgo, casi
todos ellos, para colmo, de buena familia. Diría incluso que es
una auténtica epidemia esto
del nechaevismo. Una epidemia, o quizá tan solo una moda.
—No, no tiene nada de moda.
Lo que usted llama nechaevismo es algo que siempre
ha existido en Rusia, aunque
fuera con otros nombres. El nechaevismo es tan ruso como
el bandolerismo. Pero yo no
he venido para hablar de Nechaev y sus partidarios. He
venido por una razón muy
simple: a llevarme los papeles de mi hijo. ¿Me los puedo
llevar? Si no es así, ¿puedo
retirarme?
—Puede retirarse, es usted
libre de retirarse, por descontado. Ha estado usted en el
extranjero y ha regresado a
Rusia con un nombre falso. No le pediré el pasaporte que
enteran de que está aquí en
Petersburgo, también son igualmente libres, por supuesto,
para dar los pasos que
estimen oportunos. Eso no es asunto mío; es un asunto entre ellos
y usted. Le repito que es
muy libre de marcharse de este despacho. No obstante, le
prevengo de que no puedo de
ninguna manera conspirar con usted para mantener en pie
su treta. Doy por sentado
que lo entiende.
—En este momento, para mí
nada tiene tan poca importancia como el dinero. Si he
de ser acosado por viejas
deudas, así sea.
—Ha sufrido usted una grave
pérdida y se encuentra bajo de ánimo, por eso adopta
esa actitud. Lo entiendo
perfectamente. Pero no olvide que tiene esposa y una hija que
dependen por entero de
usted. Aunque solamente sea por ellas, no puede usted
permitirse la insensatez de
abandonarse al destino. En lo que respecta a su solicitud de
devolución de estos papeles,
con pesar debo denegársela. No pueden ser devueltos, pues
forman parte de un asunto
policial aún por resolver, en el cual se investiga la relación de
su hijastro con los
partidarios de Nechaev. (…)
9. NECHEAV
[…]—Me han mostrado las
listas de las personas señaladas para ser ejecutadas —dice.
La finesa lo observa con los
ojos entornados.
—Esas listas están en poder
de la policía... Espero que se dé cuenta. Se las llevaron
del cuarto de Pavel. Lo que
deseo preguntar es si cada uno de ustedes tiene simplemente
un determinado número de
personas que asesinar, o si hay en esas listas personas en
concreto que están asignadas
a cada uno de ustedes, solamente a cada uno. Y, de ser este
el caso, quiero saber si se
cuenta con que estudien a esas personas antes de proceder, y
que se familiaricen con
ellas, con su vida cotidiana. ¿Las espían ustedes en sus casas?
La finesa intenta decir
algo, pero él empieza a recobrar la vida, y su voz se alza sobre
la de la joven.
—De ser así, ¿no se
familiarizan forzosamente con su víctima más incluso de lo que
sería deseable? ¿No pasan a
ser como alguien que ha sido llamado de la calle, un
mendigo, por ejemplo, al que
se le ofrecen cincuenta kopeks a cambio de que liquide a
un pobre viejo y ciego, un
mendigo que toma la soga y hace el nudo corredizo y acaricia
al perro para que se calme,
que murmura dos o tres palabras, y que al hacerlo nota cómo
fluye una corriente de
sentimientos, de modo que desde ese instante y en lo sucesivo el
perro y él ya no son
desconocidos, y lo que tendría que haber sido un simple trabajo
rápido se ha vuelto la más
negra de las traiciones, una traición tal, de hecho, que el ruido
que hace el perro cuando es
ahorcado, cuando él lo ahorca, lo obsesiona después durante
días enteros, sin que pueda
olvidar ese gañido de sorpresa, que se traduce por un ¿Por
qué tú? ¿No les disuadiría
semejante idea?
Mientras ha estado hablando,
la mujer alta ha regresado. Se ha arrodillado en la
esquina más alejada de la
habitación, doblando sábanas, enrollando un colchón. La
finesa, por otra parte, ha
recobrado plenamente la vida. Sus ojos despiden chispas, se
muere de ganas de hablar.
Pero él prosigue.
—Y si un simple perro es
capaz de eso, ¿qué poder de obsesionarles no tendrán los
hombres y las mujeres que
ustedes se propongan liquidar? Me da la impresión de que
por muy científicamente que
se seleccionen esos enemigos del pueblo, carecen ustedes
de un medio de matarlos que
sea realmente eficaz, un medio que no ponga en peligro
sus propias almas. Por
ejemplo: ¿quién era el propuesto para ser la primera víctima de
Pavel? ¿A quién tenía el
deber de matar?
—¿Por qué lo pregunta? ¿Por
qué lo quiere saber?
—Porque me propongo ir a
casa de esa persona y arrodillarme ante la puerta, para
dar gracias de que Pavel
nunca llegara hasta allí.
—Entonces, ¿se alegra de que
Pavel fuera asesinado?
—Pavel no está muerto.
Habría muerto, pero gracias a una inmensa fortuna huyó
con vida.
Por vez primera habla la
otra mujer.
—¿No quiere venir a sentarse
aquí, Fiodor Mijailovich? —le dice a la vez que señala
la mesa situada junto a la
ventana, en la cual hay dos sillas.
—Es mi hermana —explica la
finesa.
—Hermanas, sí, pero no de
los mismos padres— dice la otra. Sus risas son cómodas,
naturales.
Tiene acento de Petersburgo,
tiene la voz grave. Una voz adiestrada. Le invade la
sensación de que la ha
conocido antes. ¿Será una cantante? ¿No la conocería entonces de
los tiempos en que iba a la
Ópera? No, no cabe duda de que es demasiado joven para
eso.
Ocupa una de las sillas;
ella se sienta frente a él. La mesa es estrecha; sus pies se
tocan un instante, y él
cambia de postura.
Aunque ella está de espaldas
a la ventana, ahora comprende por qué lleva tantísimo
maquillaje. Tiene la piel
totalmente picada de viruela. Qué pena, se dice, no es una
belleza, pero pese a todo
sigue siendo bien parecida.
El pie de ella de nuevo toca
el suyo y descansa en el suelo rozándole el interior del
suyo.
Una turbadora excitación le
recorre el cuerpo. Igual que el ajedrez, piensa: dos
jugadores frente a frente,
en una pequeña mesa, ejecutan sus movimientos con toda
deliberación. ¿Es esa
intencionalidad lo que le excita, el pie contrario levantado como si
fuera un peón y colocado
frente al suyo? Y la tercera persona, el vigilante que no ve, la
inocente que mira a donde no
debe: ¿también desempeña su papel? Intencionalidad y
relumbrón, un relumbrón que
tiene visos de resultar a su manera apasionante. ¿Dónde
habrán aprendido tanto de
él, de sus deseos?
Una cantante, una contralto:
una reina contralto.
—Usted conocía a mi hijo
—dice.
—Era un mero seguidor, una
mascota.
Está familiarizado con este
término y le duele. Una mascota: un advenedizo en los
círculos estudiantiles, útil
para hacer los recados y poco más.
—Pero ¿era amigo suyo?
Ella se encoge de hombros.
—La amistad es algo
afeminado. No nos hace ninguna falta la amistad.
Afeminado: ¡extraña palabra
en labios de una mujer! Ya empieza a tener la sensación
de que sabe más de lo que
desea saber. El pie sigue apoyado contra el suyo, pero ahora
hay algo inerte en su
presión, inerte y pesado, amenazador incluso. Deja de ser un pie
para ser una bota. Pavel no
se prestaría a estos juegos. La visión de Pavel vuelve en toda
su intensidad: Pavel
caminando hacia él, con la joven al lado, su novia, que queda sin
embargo ocluida. Pavel
sonríe, y su sonrisa dimana una especie de gloria. ¡Mi amigo!,
piensa. Un feroz amor le
retuerce el corazón. Y esto, piensa, ¿es esto lo que he de aceptar en
vez de ti, y encima
conformarme?
—Si no les hace ninguna
falta la amistad, Dios les asista —murmura.
Se levanta de la mesa y da
la espalda a las dos mujeres. ¿Qué aspecto tendré?, se
pregunta. No hay espejos a
su alcance. Cuando vuelve a sentarse, las lágrimas que lo
amenazaban han desaparecido.
—¿Qué hicieron con mi hijo?
—pregunta con voz apagada.
La mujer se apoya con los
codos sobre la mesa y lo traspasa con su mirada azul. A
través de la capa de
maquillaje, en los cráteres del mentón, descubre cañones que la
cuchilla no ha llegado a
afeitar. Y la espesura de las cejas unidas sobre el puente de la
nariz es excesiva. Cualquier
mujer habría optado por depilárselas, cualquier mujer le
habría dicho que lo hiciera.
¿Será la finesa también un muchacho, un chaval regordete?
De golpe se siente asqueado
por los dos.
Ella, o él, le habla. Es
Nechaev en persona, de eso no le cabe la menor duda. El
disfraz se le hace de
improviso transparente. El recuerdo le llega con súbita claridad: en
el vestíbulo del salón en
que se celebraba el Congreso por la Paz, durante un intermedio
entre dos sesiones, Nechaev
a solas en una esquina, comiéndose como un lobo los
bocadillos, fulminando a
todos con la mirada, retador en aquella sala llena de adultos: Si,
reíros si os atrevéis,
reíros del pequeño colegial. Su cara tenía el aire de un colegial
sorprendido en el retrete
con los pantalones bajados, vulnerable, pero desafiante. Reíros,
que un buen día me
devolveréis lo que me pertenece.
Recuerda un comentario hecho
por la princesa Obolenskaya, la amante de
Mrockowski: «Puede que sea
el enfant terrible del anarquismo, pero la verdad es que más
le valdría hacer algo para
arreglarse la viruela».
—Teniendo en cuenta lo que
la policía hizo a su hijo—dice ahora Nechaev, me
sorprende que no esté usted
encolerizado. Ya lo dice el Evangelio: ojo por ojo, diente por
diente.
—Maldito embustero, ¡eso no
está en el Evangelio! ¿Qué me está diciendo de Pavel?
¿Por qué va vestido con ese
ridículo atuendo?
—Espero que no haya creído
usted la historia del suicido. Isaev no se quitó la vida,
eso no es más que una
patraña que la policía ha puesto en circulación. No pueden aplicar
la ley en contra de
nosotros, y por eso perpetran esta clase de repugnante asesinato.
Claro está que usted debe de
tener sus dudas. Si no, ¿por qué está aquí?
Toda la afectada suavidad
del hombre ha desaparecido: la voz es la suya. Mientras
va de un lado a otro de la
habitación, el vestido azul susurra. ¿Lleva pantalones debajo, o
va con las piernas desnudas?
¿Qué se sentirá al caminar con las piernas desnudas y sin
embargo ocultas, rozándose
una con otra?
—¿Cree usted que no estamos
todos nosotros en peligro? ¿Cree usted que lo que más
me apetece es tener que
esconderme por ahí, circular disfrazado por mi propia ciudad, la
Petersburgo? —Levanta la
voz, la cólera se adueña de él—. ¿Sabe qué cosas hay que oír?
Los hombres no te dejan a
sol ni a sombra, te susurran porquerías como no se podría
imaginar, y nada puede hacer
uno para defenderse. —Se domina. ¡Quién sabe, tal vez lo
imagine usted perfectamente!
Tal vez lo que le describo le resulte perfectamente familiar.
La finesa ha tomado un
cuenco de patatas que apoya en el regazo a la vez que las
monda. Tiene la cara en paz;
más que nunca parece una abuelita.
—Empieza a hacer frío—dice.
¡Locos, están locos los dos!
¿Qué estoy haciendo aquí?, se dice. ¡He de encontrar el
camino que me lleve de
vuelta a Pavel!
—Por favor, repita...
Repita, si es tan amable, lo que estaba diciendo sobre mi hijo —
dice.
—Como quiera; permítame que
le hable de su hijo. El veredicto oficial es que se
suicidó. Si usted se lo
cree, es verdaderamente un alma cándida, por no decir que es un
alma criminalmente cándida.
¿No fue usted un revolucionario en los viejos tiempos, o
me equivoco? No me cabe duda
de que sabe usted perfectamente que la lucha nunca ha
terminado. ¿O es que ha
firmado usted la paz por su cuenta y riesgo? Los que estamos en
el frente somos acosados,
apresados, torturados y asesinados. Siempre hubiese dicho que
usted lo sabría, y que
habría escrito algo al respecto, especialmente si se piensa que la
gente nunca sabrá la verdad
sobre su hijo y sobre tantos otros que han sido asesinados
como él, menos aún por
nuestros vergonzosos periódicos rusos.
La voz de Nechaev se torna
más baja, más intensa.
—Lo que le ocurrió a su hijo
puede ocurrirnos cualquier día a mí o a cualquiera de
nuestros camaradas. Usted
dice no saber nada de esto. Pero le bastará con ir a las calles,
ir a los mercados y tabernas
en donde se reúne el pueblo, para descubrir que el pueblo sí
lo sabe. ¡No sé cómo, pero
lo sabe! Y cuando llegue el día del juicio, aquí nadie olvidará
quién sufrió y quién murió
por ellos, y quién no movió ni un dedo.
Cristo encolerizado, piensa:
ése es el modelo en que quiere verse. El Cristo del
Antiguo Testamento, el
Cristo que expulsó a correazos a los usureros del templo. Hasta
el disfraz resulta adecuado:
no es un vestido, sino una túnica. Es un imitador, un
impostor, un blasfemo.
—¡A mí no me venga con
amenazas! —le replica—. ¿Con qué derecho habla usted en
nombre del pueblo? El pueblo
no es vengativo. El pueblo no pasa su tiempo tramando
conjuras.
—El pueblo sabe quiénes son
sus enemigos, el pueblo no gasta las lágrimas en llorar
a sus enemigos cada vez que
estos terminan como se merecen. En cuanto a nosotros, ¡al
menos sabemos qué hay que
hacer! ¡Al menos lo estamos haciendo! Es posible que usted
también lo supiera, pero de
eso hace ya tiempo, y ahora no puede más que balbucear,
menear la cabeza, llorar.
Eso es una blandura. Nosotros no somos blandos, no lloramos,
no perdemos el tiempo en
conversaciones inteligentes. Hay cosas de las que se puede
hablar y cosas de las que no
se puede hablar, cosas que solo pueden hacerse cuanto an-
tes. Nosotros no hablamos,
no lloramos, no pensamos sin cesar en que por una parte tal,
por otra parte cual.
¡Nosotros lo hacemos, y punto!
—¡Excelente! Ustedes lo
hacen, y punto. ¿Y de dónde obtienen sus instrucciones, me
pregunto yo? ¿Obedecen acaso
a la voz del pueblo, u obedecen a su propia voz,
tenuemente disfrazada, eso
sí, para que no sea obligatorio reconocerla?
—¡Otra pregunta inteligente!
¡Otra pérdida de tiempo! Estamos hartos, asqueados de
la inteligencia. Están
contados los días que le restan a la inteligencia. La inteligencia es
una de las cosas de las que
hay que deshacerse. Llega el día de la gente de a pie, y la
gente de a pie no se
distingue por ser inteligente. La gente de a pie lo que quiere es que
se hagan las cosas. Y en
cuanto estén hechas las cosas, será la gente de a pie la que decida
qué será cada cosa, y
también decidirá si va a estar permitida esa inteligencia.
—¡Y decidiremos si los
libros inteligentes y todas esas cosas van a estar permitidas!
—La finesa se suma a la
conversación bastante enardecida, excitada incluso.
¿Será posible, piensa con
profundo disgusto, que Pavel haya sido amigo de personas
como estas, capaces de darse
esas ínfulas, siempre ansiosas de azotarse hasta alcanzar
ese frenesí de superioridad
moral? Ese lugar es como un convento en España en tiempos
de Loyola: muchachas de
buena familia que se autoflagelan, que se echan a rodar por el
suelo presas del éxtasis,
que babean sin contenerse, o que ayunan, que rezan durante un
sinfín de horas, que aspiran
a ser llevadas a los brazos del Salvador. Extremistas todos
ellos, sensualistas
hambrientos del éxtasis de la muerte, matar o morir, lo mismo da una
cosa que otra. ¡Y Pavel
entre ellos!
Le estalla de pronto en las
manos la idea del último momento de Pavel, del cuerpo
de un joven de sangre
caliente, de un ser en lo mejor de la vida, al chocar contra la tierra;
la idea del aliento
contenido en los pulmones, del quebrarse de los huesos, la sorpresa,
sobre todo la sorpresa ante
el hecho de que el final fuese real, de que no hubiese una
segunda oportunidad. Por
debajo de la mesa se retuerce las manos presa de esa agonía.
Un cuerpo que golpea la
tierra: ¡la muerte, la medida de todas las cosas!
—Demuéstreme... —dice—.
Demuéstreme lo que dice sobre Pavel.
Nechaev se acerca más a él.
—Lo llevaré si quiere al
lugar de los hechos. Le ofrece, y separa cada palabra con
nitidez—. Le llevaré al
lugar de los hechos y allí le abriré los ojos.
En silencio, se pone en pie
y se tambalea camino de la puerta. Encuentra la escalera y
desciende, pero se pierde al
llegar al callejón. Llama al azar a la primera puerta que ve.
No hay respuesta. Llama a
otra puerta. Le abre una mujer de aspecto cansino, en
zapatillas, y se hace a un
lado para dejarlo entrar.
—No —dice—. Solo quiero
saber por dónde se sale.
Sin añadir palabra, ella
cierra la puerta.
Desde el final del corredor
llega el zumbido de las voces. Hay una puerta abierta;
entra en una estancia de
techos tan bajos que parece una jaula. Se encuentra a tres
jóvenes sentados en sendos
sillones; uno de ellos lee en voz alta un periódico. Se hace el
silencio.
—Estoy buscando la salida
—dice.
—Tout droit —contesta el que
está leyendo, con un gesto para que desaparezca, antes
darmes delante de la
Facultad de Filosofía. Levanta la mirada y comprueba que el
intruso no se ha movido—.
¡Tout droit, tout droit! —le ordena. Sus compañeros se ríen.
Entonces aparece a su lado
la finesa.
—Cielos, mete usted las
narices en los sitios más raros —le comenta al parecer de
muy buen humor. Lo toma del
brazo y lo guía como si él fuese ciego, primero bajando
otras escaleras, luego por
un corredor sin iluminar, atestado de cajas de todos los
tamaños, hasta llegar a un
portón de barras que abre con facilidad. Están en la calle. Ella
le tiende la mano—. Así
pues, tenemos una cita —le dice.
—No. ¿Qué cita tenemos?
—Espere en la esquina de
Gorojovaya con la Fontanka esta noche a las diez en punto.
—No pienso estar allí, se lo
aseguro.
—Muy bien, pues no vaya.
Quién sabe, a lo mejor sí que va. ¿No tiene usted
sentimientos de familia? No
pensará traicionarnos, ¿verdad que no?
Ella le ha hecho la pregunta
en broma, como si él no tuviese realmente el poder de
perjudicarles en modo
alguno.
—Se lo digo, ya sabe usted,
porque hay quien dice que usted nos traicionará pase lo
que pase —prosigue—. Hay
quien dice que usted es traicionero por naturaleza. ¿Qué
piensa al respecto?
Si tuviese un bastón, la
golpearía. Pero solo con las manos, piensa, ¿en qué parte se
golpea un cuerpo tan
redondo, tan obtuso?
—De nada sirve tener
conciencia de la propia naturaleza, ¿no? —sigue ella en tono
de reflexión—. Quiero decir
que la naturaleza siempre nos lleva adelante, sin que im-
porte gran cosa que nosotros
lo sepamos o que lo desconozcamos. ¿De qué sirve colgar a
una persona si su delito
está en su naturaleza? Sería como colgar al lobo por haber
devorado al cordero. Eso no
cambiará la naturaleza de los lobos, ¿verdad que no? Y
colgar al hombre que
traicionó a Jesús tampoco sirvió de nada, ¿a que no?
—A ese no le colgó nadie
—replica él con irritación—. Se ahorcó él solo.
—Lo mismo da. No sirve de
nada, ¿se da cuenta? Quiero decir que es igual que lo
cuelguen o que se ahorque él
solo.
Algo terrible empieza a
asomar al fondo de esta cháchara.
—¿Quién es Jesús? —pregunta
con dulzura.
—¿Jesús? Cae la noche; son
las dos únicas personas que hay en esa bocacalle fría y
desangelada. Ella lo mira
con incredulidad—. ¿No sabe usted quién es Jesús?
—Cuando dice que yo soy
Judas, ¿quién es Jesús?
Ella sonríe.
—No es más que una manera de
hablar —dice. Y luego, como si hablase para sus
adentros, añade—: No
entienden nada. —Vuelve a tenderle la mano—. A las diez en
punto en la Fontanka. Si no
va nadie a reunirse con usted, es que algo ha ocurrido.
Él rechaza la mano que ella
le tiende y echa a andar. A sus espaldas, oye una palabra
medio susurrada ¿Qué palabra
es? ¿Judío? ¿Judas? Sospecha que es Judío. Extraordinario:
¿piensan entonces que esa
palabra viene de ahí? ¿Y por qué ese fastidioso prurito que le
conmina a no tocarla? ¿Será
porque ella puede haber conocido a Pavel, porque de hecho
lo ha conocido muy bien,
carnalmente incluso? ¿Son las mujeres compartidas en común
por Nechaev y los demás? Le
cuesta trabajo imaginar a esa mujer como propiedad del
común. Es más probable que
sea ella la que tiene a los hombres en común. Incluso a
Pavel. Se resiste a esa idea,
pero luego cede. Ve a la finesa desnuda, entronizada en un
lecho de cojines color
escarlata, sus gruesas piernas separadas, sus brazos abiertos para
que se vean bien los pechos
y un vientre rotundo, sin vello, a duras penas maduro. Y ve
a Pavel de rodillas, listo
para ser cubierto y consumido.
Se sacude para librarse de
la idea. ¡Envidiosas imaginaciones! Un padre igual que
una vieja rata gris se
arrastra en pos de la escena amorosa, solo por ver qué queda para
él. Sentado sobre el
cadáver, a oscuras, aguza el oído, royendo, atento, royendo. ¿Será esa
la razón de que las
escuadrillas de la policía persigan tan vengativamente a la juventud
libre de Petersburgo, con
Maximov, el buen padre, la gran rata, al frente de todas ellas?
Recuerda el comportamiento
de Pavel después de su matrimonio con Anya. Pavel
tenía diecinueve años y se
obstino sin embargo en no aceptar que ella, Anna
Grigoryevna, se acostara en
lo sucesivo en el lecho de su padre. Durante el año en que
vivieron todos juntos, Pavel
sostuvo la ficción de que Anya no era más que la compañera
de su padre, tal como una
mujer ya vieja puede tener a una compañera, una persona que
se ocupa de la casa, hace la
compra, se encarga de la colada. Cuando el anunciaba, quizá
después de una partida de
cartas, que se iba a dormir, Pavel no permitía que Anya lo
siguiera de inmediato, la
retaba a otras ondas («¡Solo los dos!») e incluso se negaba a
entender cuando ella,
sonrojada intentaba retirarse («¡Esto no es el campo, no tienes que
madrugar para ordenar a las
vacas!»)
¿Son siempre iguales entre
padres e hijos esas bromas que enmascaran la rivalidad
más intensa que se pueda
imaginar? ¿Y es esa la verdadera causa de su desolación a
saber, que como han
desaparecido los cimientos sobre los que estaba edificada su vida, la
competición continúa con su
hijo, y sus días han quedado vacíos de toda emoción? No,
no es la Venganza del Pueblo
Sino la Venganza de los Hijos, he ahí lo que de veras
subyace a revolución, los
padres que envidian a sus hijos y a sus mujeres, los hijos que
urden la trama para robar
los ahorros de sus padres. ¿Es eso? Menea la cabeza con fatiga.-
[…]
Sergey Gennadiyevich Nechayev (Russian: Серге́й
Генна́диевич Неча́ев) (2 October 1847 – 21 November or 3 December 1882) was a Russian communist revolutionary
and prominent figure of the Russian nihilist movement, known for his
single-minded pursuit of revolution by any means necessary, including revolutionary terror. He was the author of
the radical Catechism of a Revolutionary. Nechayev fled Russia in 1869 after
having been involved in the murder of a former comrade. Complicated
relationships with fellow revolutionaries caused him to be expelled from
the International Workingmen's Association. Arrested in Switzerland in 1872, he
was extradited back
to Russia where he received a twenty-year sentence and died in prison.
The character Pyotr Verkhovensky
in Fyodor Dostoevsky's anti-nihilistic novel Demons is based on Nechayev. Nechayev
is often called a "Bolshevik before the Bolsheviks"
and many other Russian revolutionaries were accused of Nechayevshchina by their opponents. The term
was associated with authoritarianism, radicalism and sectarianism in the time
that preceded the Russian
Revolution of 1917.
Aged 18, Nechayev moved to Moscow,
where he worked for the historian Mikhael Pogodin.
A year later, he moved to Saint Petersburg, passed a teacher's exam and began
teaching at a parish school. From September 1868,
Nechayev attended lectures at the Saint
Petersburg University as an auditor (he was never enrolled) and became acquainted with
the subversive Russian literature of the Decembrists,
the Petrashevsky Circle and Mikhail Bakunin among
others as well as the growing student unrest at the university. Nechaev was
even said to have slept on bare wood and lived on black bread in imitation of Rakhmetov,
the ascetic revolutionary in Nikolay Chernyshevsky's novel What Is to Be Done?.
Inspired by the failed attempt on
the Tsar's
life by Dmitry Karakozov, Nechayev participated in
student activism in 1868–1869, leading a radical minority with Pyotr Tkachev and
others. Nechayev took part in devising this student movement's "Program of
revolutionary activities" which stated later a social revolution as its ultimate goal. The
program also suggested ways for creating a revolutionary organization and
conducting subversive activities. In particular, the program envisioned
composition of the Catechism of a Revolutionary, for
which Nechayev would become famous.
In December 1868, Nechayev met Vera Zasulich (who would make an
assassination attempt on General Fyodor Trepov, governor of Saint Petersburg in
1878) at a teachers' meeting. He asked her to come to his school where he held
candlelit readings of revolutionary tracts. He would place pictures of Maximilien Robespierre and Louis
Antoine de Saint-Just on the table while reading. At these meetings, he plotted to
assassinate Tsar Alexander II on the 9th
anniversary of serfdom's abolition. The last of these
student meetings occurred on 28 January 1869, where Nechayev presented a
petition calling for freedom of assembly for students. Two days later, he
handed it to the police, intending to radicalize the students through prison
and exile.
Nechayev's
theories had a major influence on other Russian revolutionaries, like Pyotr Tkachev and Vladimir Lenin. He was the first to bring the theme of the professional
revolutionary in Russia. Lenin's brother Aleksandr Ulyanov was part of an organization which based its program on
Nechayev's. His other theories on how a socialist state would function, outlined in the "Fundamental
Thesis" and "The Fundamentals of the Future Social System" among
others, were identical to that of the Soviet Union and other Marxist–Leninist states. For instance, Lenin stated many times that
Nechayev was a "Titan of the revolution" and that all of the
communist revolutionaries must "read Nechayev". Many critics
inside and out of the Soviet Union labelled his version of revolutionary
socialism the one that was taking place in the
Soviet Union itself, with Soviet politicians after the Stalin era admitting
this themselves many times. He also influenced later generations of Russian
revolutionary nihilists. -
posteado por kalais 6.4.2021 - ch