Así presentó a Villiers el gran poeta Rubén Darío
en el libro “Los Raros” de 1896:
… …Villiers de l’Isle Adam es un sér raro entre los raros. Todos los que le conocieron conservan de él la impresión de un personaje extraordinario. A los ojos del hermético y fastuoso Mallarmé es un tipo de ilusión, un solitario,—como las más bellas piedras y las más santas almas:—además, en todo y por todo, un rey; un rey absurdo si queréis, poético, fantástico; pero un rey. Luego un genio. «El joven más magníficamente dotado de su generación», escribe Henry Laujol. Mendés exclama a propósito de Villiers, en 1884: «¡Desgraciados los semidioses! Están demasiado lejos de nosotros para que les amemos como hermanos y demasiado cerca para que les adoremos como a maestros.» El tipo del semi-genio, descripto por el poeta de «Panteleia», es verdadero. Más de una vez habréis pensado en ciertos espíritus que hubieran podido ser, como una chispa más del fuego celeste con que Dios forma los genios, genios completos, genios totales; pero que, águilas de cortas alas, ni pueden llegar a la suprema altura, como los condores, ni revolar en el bosque, como los ruiseñores. Van más allá del talento los semi-genios; pero no tienen voz para decir, como en la página de Hugo, a las puertas de lo infinito: «Abrid; yo soy el Dante.» Por lo tanto flotan aislados sin poder subir a las fortalezas titánicas de Shakespeare, ni acogerse a los kioscos floridos de Gautier. Y son desgraciados. Hoy, ya publicada toda la obra de Villiers de l’Isle Adam, no hay casi vacilación alguna en poder saludarle entre los espíritus augustos y superiores. Si genio es el que crea, y el que ahonda más en lo divino y misterioso, Villiers fué genio. Nació para triunfar y murió sin ver su triunfo; descendiente de nobilísima familia, vivió pobre, casi miserable; aristócrata por sangre, arte y gustos, tuvo que frecuentar medios impropios de su delicadeza y realeza. Bien hizo Verlaine en incluirle entre sus poetas Malditos. Aquel orgulloso, del más justo orgullo; aquel artista que escribía: ¿«Qué nos importa la justicia? Quien al nacer no trae en su pecho su propia gloria no conocerá nunca la significación real de esa palabra»,—hizo su peregrinación por la tierra acompañado del sufrimiento, y fué un maldito. Según Verlaine, y sobre todo, según su biógrafo y primo R. du Pontavice de Heussey, comenzó por escribir versos. Despertó a la poesía en la campaña bretona, donde, como Poe, tuvo un amor desgraciado, una ilusión dulce y pura que se llevó la muerte. Es de notarse que casi todos los grandes poetas han sufrido el mismo dolor: de aquí esa bella constelación de divinas difuntas que brillan milagrosamente en el cielo del arte, y que se llaman Beatrice, Lady Rowena de Tremain; y la dama sublime que hizo vibrar con melodiosa tristeza el laud de Dante Gabriel Rossetti. Villiers a los diecisiete años, cantaba ya: ¡Oh! vous souvenez vous, forêt délicieuse, de la jolie enfant qui passait gracieuse, souriant simplement au ciel, à l’avenir, se perdant avec moi dans ces vertes allées? ¡Eh bien! parmi les lis de vos sombres vallées vous ne la verrez plus venir. Villiers no volvió a amar con el fuego de sus primeros años; esa casi infantil pasión, fué la más grande de su vida. Advierte Gautier, al hablar en sus «Grotesques», de Chapelain, cómo la familia de éste, contrariando el natural horror que los padres tienen por la carrera literaria, se propuso dedicarle a la poesía. El resultado fué dotar a las letras francesas de un excelente mal poeta.
No fué así por cierto el caso de Villiers. Sus padres le alentaron en sus luchas de artista; desde los primeros años; por ley atávica existía en toda esa familia el sentimiento de las grandezas y la confianza en todas las victorias. Jamás dejaron de tener esperanza los buenos viejos,—principalmente ese soberbio marqués, buscador de tesoros,— en que la cabeza de su Matías estaba destinada para la corona, ya fuese la de los reyes, o la verde y fresca de laurel. Si apenas logró entrever ésta en los últimos días de su existencia,—a punto de que Verlaine le llamase «tres glorieux»—la de crucificado del arte llevó siempre clavada, el infeliz soñador. Cuando Villiers llegó a París era el tiempo en que surgía el alba del Parnaso. Entre todos aquellos brillantes luchadores su llegada causó asombro. Coppée, Dierx, Heredia, Verlaine, le saludaron como a un triunfante capitán. Mallarmé dice: «¡Un genio!» Así lo comprendimos nosotros. El genio se reveló desde las primeras poesías, publicadas en un volumen dedicado al conde Alfred de Vigny. Luego, en la «Revue Fantaisiste» que dirigía Catulle Mendés, dió vida al personaje más sorprendente que haya animado la literatura de este siglo: el Dr. Tribulat Bonhomet. Solamente un soplo de Shakespeare hubiera podido hacer vivir, respirar, obrar de ese modo, al tipo estupendo que encarna nuestro incomparable tiempo. El Dr. Tribulat Bonhomet, es una especie de Don Quijote trágico y maligno, perseguidor de la Dulcinea del utilitarismo y cuya figura está pintada de tal manera, que hace temblar. La influencia misteriosa y honda de Poe ha prevalecido, es innegable, en la creación del personaje. Oigamos a Huyssmans: habla de Des Esseintes: «Entonces se dirigía a Villiers de l’Isle Adam, en cuya obra esparcida notaba observaciones aún sediciosas, vibraciones aún espamóticas; pero que ya no dardeaban—a excepción de su Claire Lenoir, al menos—un horror tan espantable...» La historia de «discréte et scientifique personne, dame veuve Claire Lenoir», que es la misma en que aparece el Dr. Bonhomet, tiene páginas en que se cree ver un punto más allá de lo desconocido. Shakespeare y Poe han producido semejantes relámpagos, que medio iluminan, siquiera sea por un instante, las tinieblas de la muerte, el obscuro reino de lo sobrenatural. Este impulso hacia lo arcano de la vida persiste en obras posteriores, como los «Cuentos crueles», los «Nuevos cuentos crueles», «Isis» y una de las novelas más originales y fuertes que se hayan escrito: «La Eva futura.»
Espiritualista convencido, el autor, apoyado en Hegel y en Kant, volaba por el orbe de las posibilidades, teniendo a su servicio la razón práctica, mientras tomaba fuerza para ascender y asir de su túnica impalpable a Psiquis. Tullia Fabriana, primera parte de «Isis», acusa en Villiers, a los ojos de la crítica exigente, exageración romántica. A esto no habría que decir sino que Tullia Fabriana fué el «Han de Islandia» de Villiers de l’Isle Adam. Su vida es otra novela, otro cuento, otro poema. De ella veamos, por ejemplo, la leyenda del rey de Grecia, apoyados en las narraciones de Laujol, Verlaine y B. Pontavice de Heussey. Dice el último: «En el año de gracia de 1863, en la época en que el gobierno imperial irradiaba con su más fulgurante brillo, faltaba un rey al pueblo de los helenos. Las grandes potencias que protegían a la heroica y pequeña nación a que Byron sacrificó su vida, Francia, Rusia, Inglaterra, se pusieron a buscar un joven tirano constitucional para darlo a su protegida. Napoleón III tenía en esta época voz preponderante en los congresos, y se preguntaban con ansiedad si él presentaría un candidato y si éste sería francés. En fin, los diarios aparecían llenos de decires y comentarios sobre ese asunto palpitante: la cuestión griega estaba a la orden del día. Los noticieros podían sin temor dar rienda suelta a la imaginación, pues mientras que las otras naciones parecían haber definitivamente escogido al hijo del rey de Dinamarca—el emperador, tan justamente llamado «el príncipe taciturno» por su amigo de días sombríos, Carlos Dickens, el emperador, digo, continuaba callado y haciendo guardar su decisión. Así estaban las cosas, cuando una mañana de principios de Marzo, el gran marqués (habla del padre de Villiers) entra como huracán en el triste salón de la calle Saint-Honoré, blandiendo un diario sobre su cabeza y en un indescriptible estado de exaltación que pronto compartió toda la familia. He aquí en efecto la extraña noticia que publicaban esa mañana muchas hojas parisienses: «Sabemos de fuente autorizada que una nueva candidatura al trono de Grecia acaba de brotar. El candidato esta vez es un gran señor francés, muy conocido de todo París: el conde Matías Augusto de Villiers de l’Isle Adam, último descendiente de la augusta línea que ha producido al heroico defensor de Rodas y al primer gran maestre de Malta. En la última recepción íntima del emperador, habiéndole a éste preguntado uno de sus familiares sobre el éxito que pudiera tener esta candidatura, su majestad ha sonreído de una manera enigmática. Todos nuestros votos al nuevo aspirante a rey.» «Los que me han seguido hasta aquí se figurarán seguramente el efecto que debió producir en imaginaciones como las de la familia de Villiers semejante lectura, etc., etc.» Hasta aquí Pontevice. Sea, pase que haya habido en la noticia antes copiada, engaño o broma de algún mistificador; pero es el caso que en las Tullerías se le concedió una audiencia al flamante pretendiente, para tratar del asunto en cuestión. He allí que bien trajeado—¡no, ah, con el manto, ni la ropilla, o la armadura de sus abuelos!—fué recibido el conde en el palacio real, por el duque de Bassano. Villiers vivía en el mundo de sus ensueños, y cualquier monarca moderno hubiera sido un buen burgués delante de él, a excepción de Luis de Baviera, el loco. Matías I, el poeta, desconcertó con sus rarezas al chambelán imperial; creyó ser víctima de ocultos enemigos, pensó una tragedia shakespeariana en pocos minutos; no quiso hablar sino con el emperador. «Il vous faudra done prendre la peine de venir une autre fois, monsieur le comte, dis le duc en se levant; sa majesté était occupée et m’avait chargé de vous recevoir» Así concluyó la pretensión al trono de Grecia, y los griegos perdieron la oportunidad de ver resucitar los tiempos de Píndaro, bajo el poder de un rey lírico que hubiera tenido un verdadero cetro, una verdadera corona, un verdadero manto; y que desterrando las abominaciones occidentales—paraguas, sombrero de pelo, periódicos, constituciones, etc.,— la Civilización y el Progreso, con mayúsculas, haría florecer los viejos bosques fabulosos, y celebrar el triunfo de Homero, en templos de mármol, bajo los vuelos de las palomas y de las abejas, y al mágico son de las ilustres cigarras. Hay otras páginas admirables en la vida de este magnífico desgraciado. Los comienzos de su vida literaria los han descripto afectuosamente y elogiosamente, Coppée, Mendés, Verlaine, Mallarmé, Laujol; los últimos momentos de su vida, nadie los ha pintado como el admirable Huyssmans. El asunto del progreso con motivo de «Perrinet Lecrerc», drama histórico de Lockroy y Anicet Bourgeois, dió cierto relieve al nombre de Villiers; pues únicamente una alma como la suya hubiera intentado, con todo el fuego de su entusiasmo, salir a la defensa de un tan antiguo antepasado como el mariscal Jean de l’Isle Adam, difamado en la pieza dramática antes nombrada. Después el duelo con el otro Villiers militar, que desdeñándole antes, al llegar el momento del combate, le abraza y reconoce su nobleza. Algunas anécdotas y algunas palabras de Coppée: Se refiere a la llegada de Villiers al cenáculo parnasiano: «Súbitamente en la asamblea de poetas un grito jovial fué lanzado por todos: ¡Villiers! ¡Es Villiers! Y de repente un joven de ojos azul pálido, piernas vacilantes, mordiendo un cigarro, moviendo con gesto capital su cabellera desordenada y retorciendo su corto bigote rubio, entra con aire turbado, distribuye apretones de mano distraídos, ve el piano abierto, se sienta, y, crispados sus dedos sobre el teclado, canta con voz que tiembla, pero cuyo acento mágico y profundo jamás olvidará ninguno de nosotros, una melodía que acaba de improvisar en la calle, una vaga y misteriosa melopea que acompañaba duplicando la impresión turbadora, el bello soneto de Beaudelaire: Nous aurons des lits pleins d’odeurs légers. Des divans profonds comme des tombeaux, etc. Después, cuando todo el mundo está encantado, el cantor, mascullando las últimas notas de su melodía, se interrumpe bruscamente, se levanta, se aleja del piano, va como a ocultarse a un rincón del cuarto, y enrollando otro cigarrillo, lanza a su auditorio estupefacto un vistazo desconfiado y circular, una mirada de Hamlet a los pies de Ofelia, en la representación del asesinato de Gonzaga. Tal se nos apareció, hace diez y ocho años en las amistosas reuniones de la rue de Douai, en casa de Catulle Mendés, el conde Auguste Villiers de l’Isle Adam.»
El año de 1875 se promovió un concurso en París, para premiar con una fuerte suma y una medalla, «al autor dramático francés que en una obra de cuatro o cinco actos, recordara más poderosamente el episodio de la proclamación de la independencia de los Estados Unidos, cuyo centésimo aniversario caía en 4 de julio de 1876.» El tema habría regocijado al Dr. Tribulat Bohomet. Villiers se decidió a optar al premio y a la medalla. El jurado estaba compuesto de críticos de los diarios, de Augier, Feuillet, Legouvé, Grenville, Murray, del «Herald» de New York, Perrin y, como presidente de honor, Víctor Hugo. El conde Matías creó una obra ideal en un terreno prosaico y difícil. No lo hubiera hecho de distinto modo el autor de los «Cuentos extraordinarios.» En resumen, y, naturalmente, no se ganó el premio. Furioso, fulminante, se dirigió nada menos que a casa del dios Hugo, que en aquellos días estaba en la época más resplandeciente y autocrática de su imperio. Entró y lanzó sus protestas a la faz del César literario, a quien llegó a acusar de deslealtad, y a cuya chochez aludió. Un señor había allí entre los príncipes de la corte, que se encaró con Villiers y le arrojó esta frase: «¡La probidad no tiene edad, señor!» Villiers le midió con una vaga mirada, y muy dulcemente respondió al viejo: «Y la tontería tampoco, señor.» Cuando Drumont hizo estallar su primer torpedo antisemita, con la publicación de la France juive, los poderosos israelitas de París buscaron un escritor que pudiese contestar victoriosamente la obra formidable del panfletista. Alguien indicó a Villiers, cuya pobreza era conocida; y se creyó comprar su limpia conciencia, y su pluma. Enviáronle con este objeto un comisionado, sujeto de verbo y elegancia, comerciante y hombre de mundo. Este penetró a la humilde habitación del poeta insigne, le babeó sus adulaciones mejor hiladas, le puso sobre el techo de la sinagoga, le expuso las injusticias persistentes e implacables del rabioso Drumont y, por último, suplicó al descendiente del defensor de Rodas, dijese cuál era el precio de sus escritos, pues éste sería pagado en buenos luises de oro inmediatamente. Quizá no habría comido Villiers ese día en que dió esta incomparable respuesta: «¿Mi precio, señor? No ha cambiado desde Nuestro Señor Jesucristo: ¡treinta dineros!» A Anatole France, cuando llegó un día a pedirle datos sobre sus antepasados: «—¡Cómo! ¡queréis que os hable del ilustre gran maestre y del célebre mariscal, mis antepasados, así no más, en pleno sol y a las diez de la mañana!» En la mesa del pretendido delfín de Francia Naundorff, con motivo de un rasgo de soberbia y de desprecio que tuvo aquél para con un buen servidor, el conde de F... y en momentos en que este pobre anciano se retiraba llorando avergonzado: «—Sire, bebo por vuestra majestad. Vuestros títulos son decididamente indiscutibles. ¡Tenéis la ingratitud de un rey!» En sus últimos días, a un amigo: «—¡Mi carne está ya madura para la tumba!» Y como estas, innumerables frases, arranques, originalidades que llenarían un volumen. Su obra genial forma un hermoso zodiaco, impenetrable para la mayoría: resplandeciente y lleno de los prestigios de la iniciación, para los que pueden colocarse bajo su círculo de maravillosa luz. En los «Cuentos crueles», libro que con justicia Mendés califica de «libro extraordinario», Poe y Swift aplauden. El dolor misterioso y profundo se os muestra, ya con una indescriptible, falsa y penosa sonrisa, ya al húmedo brillo de las lágrimas. Pocos han reído tan amargamente como Villiers. «Le Nouveau Monde», ese drama confuso en el cual cruza como una creación fantástica la protagonista—obra ante la cual Maeterlink debe inclinarse, pues si hay hoy, drama simbolista, quien dió la nota inicial fué Villiers—, «Le Nouveau Monde», digo, aunque difícilmente representable, queda como una de las manifestaciones más poderosas de la moderna dramática. El esfuerzo estético principal consiste a mi modo de ver, en la presentación de un personaje como mistress Andrews—en el medio norteamericano, de suyo refractario a la verdadera poesía—, tipo rodeado de una bruma legendaria, hasta convertirse en una figura vaporosa, encantada y poética. A Edilh Evandale sonríen cariñosa y fraternalmente las heroínas de las baladas sajonas. La Eva Futura no tiene precedente ninguno; es obra cósmica y única; obra de sabio y de poeta; obra de la cual no puede hablarse en pocas palabras.
Sea suficiente decir que pudieran en su
frontispicio grabarse, como un símbolo, la Esfinge y la Quimera; que la
andreida creada por Villiers no admite comparación alguna, a no ser que sea con
la Eva del Eterno Padre; y que al acabar de leer la última página, os sentís
conmovidos, pues creéis escuchar algo de lo que murmura la Boca de Sombra.
Cuando Edison estuvo en París en 1889, alguien le hizo conocer esa novela en
que el Brujo es el principal protagonista. El inventor del fonógrafo quedó
sorprendido. «He aquí dijo, un hombre que me supera: ¡yo invento; él crea!»
«Ellen» y «Morgane», dramas. La fantasía despliega sus juegos de colores, sus
irisados abanicos. «Akedysseril», la India con sus prestigios y visiones; coros
de guerreras y guerreros, el himno de Iadnour-Veda y la palabra de la
felicidad; evocaciones de antiguos cultos y de liturgias suntuosas y bárbaras;
sacrificios y plegarias; un poema de Oriente, en el cual la reina Akedysseril
aparece, hierática y suprema, vencedora en su esplendorosa majestad. No cabría
en los límites de este artículo una completa reseña de las obras de Villiers;
pero es imposible dejar de recordar a «Axel», el drama que acaba de presentarse
en París, gracias a los esfuerzos de una noble y valiente escritora: Madame
Tola Doirán. «Axel», es la victoria del deseo sobre el hecho; del amor ideal
sobre la posesión. Llégase hasta renegar—según la frase de Janus—de la
naturaleza, para realizar la ascensión hacia el espíritu absoluto. Axel como
Lohengrin, es casto; fin de esa pasión ardorosa y pura, no puede tener más
desenlace que la muerte. Ese poema dramático, escrito en un luminoso,
diamantino lenguaje, representado por excelentes artistas, y aplaudido por una
muchedumbre de admiradores de poetas, de oyentes escogidos—sin que dejase de
haber, según las crónicas, gentes «malfilatres», como diría el inmortal
maestro,—hubiera sido para él conquista soberana en vida. ¡Mas quien fué tan
desventurado, no tuvo ni esa realización de uno de sus más fervientes deseos,
en tiempos en que se ponía los pantalones de su primo y tomaba por todo
alimento diario una taza de caldo! En 1889, en el establecimiento de los
hermanos de San Juan de Dios, de París, el conde Matías Augusto de Villiers de
l’Isle Adam, descendiente de los señores de Villiers de l’Isle Adam, de Chailly,
originarios de la Isla de Francia; quien tuvo entre sus antepasados a Pedro,
gran maestre y porta-oriflama de Francia; a Felipe gran maestre de la orden de
Malta y defensor de la isla de Rodas en el sitio impuesto por la fuerza de
Solimán; y a Francisco, marqués, «gran louvetier de France» en 1550; se unía,
en matrimonio, en el lecho de muerte, a una pobre muchacha inculta con la cual
había tenido un hijo. El reverendo padre Silvestre, que había ayudado a bien
morir a Barbey d’Aurevilly, casó al conde con su humilde y antigua querida, la
cual le había amado y servido con adoración en sus horas amargas de enfermo y
de pobre; —y el mismo fraile preparóle para el eterno viaje. Luego, después de
recibir los sacramentos, rodeado de unos pocos amigos, entre los cuales
Huyssmans, Mallarmé y Dierx, entregó su alma a Dios el excelso poeta, el raro
artista, el rey, el soñador. Fué el 20 de Agosto de 1889. Sire, «¡Va oultre!»
[fuente https://web.seducoahuila.gob.mx/biblioweb/upload/los_raros.pdf
]
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Cuento de final de verano
Villiers de L’Isle Adam
Al señor René Baschet
¿Cómo la cadena de seres
creados se acabaría en el Hombre?
Platónicos del s. XII
En provincias, a la caída del crepúsculo sobre las pequeñas ciudades
-hacia las seis de la tarde, por ejemplo, al acercarse el otoño- se diría que
los ciudadanos buscan lo mejor que pueden aislarse de la inminente gravedad de
la noche: cada cual entra en su concha al presentir todo aquel peligro de
estrellas que podría inducir a «pensar». En consecuencia, el singular silencio
que se produce entonces parece emanar, en parte, de la atonía acompasada de las
figuras sobre los umbrales. Es la hora en que el crujido molesto de las
carretas va apagándose por los caminos. Entonces, en los paseos -«clases de
Buenas Maneras»- suena, más nítidamente por los aires, sobre el aislamiento de
los tresbolillos, el estremecimiento triste de las altas frondosidades. A lo
largo de las calles, entre sombras, se intercambian saludos rápidos, como si el
regreso a sus anodinos hogares compensara de los pesados momentos (¡tan
vanamente lucrativos!) de la jornada vivida. Y, de los reflejos deslucidos del
atardecer sobre las piedras y los cristales; de la impresión nula y melancólica
de la que el espacio está imbuido, se desprende una tan incómoda sensación de
vacío, que uno se creería entre difuntos.
Pero, cada día, a esta hora vespertina, en una de esas pequeñas
ciudades, y en la avenida más desierta del paseo, se encuentran habitualmente
dos paseantes, habitantes bastante antiguos ya de la localidad. Ambos deben,
sin duda, haber superado la cincuentena: su atuendo rebuscado, su fina camisa
de encajes, lo anticuado de sus largas chaquetas, el brillo de los sombreros de
ala ancha, su forma de vestir aún despierta, sus maneras a veces extrañamente
conquistadoras, todo, hasta las hebillas de sus zapatos demasiado elegantes,
denuncian no se sabe qué verts-galants empedernidos. ¿Qué
sentido tienen esos aires triunfantes, en medio de un conjunto de seres
negativos, de una bisexualidad cualquiera, en la mente de los cuales no podría
brotar la exclamación: ¡Qué hacer!? Con un bastón de puño dorado en la mano, el
primer llegado entra bajo los árboles solitarios donde pronto aparece su amigo.
Uno tras otro, caminando misteriosamente de puntillas, se aproximan; luego
acercándose al oído del otro, y protegiendo con la mano el cuchicheo de sus
palabras, susurra frases sorprendentes análogas, por ejemplo, a éstas (salvo en
los nombres):
-¡Ah! amigo mío, ¡la Pompadour estuvo encantadora anoche!
-¿Debo felicitarlo? -replica, no sin una sonrisa bastante ufana, el
interlocutor.
-¡Puf!… Si hay que decirlo todo, yo prefiero a la deliciosa Du Deffand…
En cuanto a Ninon… (El resto de la frase se pronuncia en voz baja, y tras haber
pasado el brazo por debajo del del confidente)
-¡De acuerdo! -prosigue entonces éste, con los ojos dirigidos al cielo-,
¡pero la Sévigné, querido!… ¡ah! ¡la Sévigné!… (caminan juntos, bajo las viejas
sombras; la noche va a teñirse de azul y a iluminarse).
-Hoy mismo debo esperarla hacia las nueve, lo mismo que a la Parabère,
pese a que ese diablo de regente…
-Le felicito, mi querido amigo. Sí, no salgamos del gran siglo. En mi
libro de memoria no cuento más que a tres adoradas del tiempo antiguo: primero,
Eloísa…
-¡Chut!
-Luego, Margarita de Borgoña.
-¡Brrr!
-Y finalmente, María Estuardo.
-¡Ay!
-Pues bien, he reconocido que el encanto de esas damas de antaño era
inferior al de las damas de ahora. -Dicho esto, el sorprendente hastiado de
todo gira sobre sus talones que tiñe de púrpura o rubifica a veces, a través de
los ramajes quejumbrosos, el último rayo de sol.
-Permanezcamos a partir de ahora en los Watteau -concluye con aire
entendido, conocedor y perentorio.
-O en los Boucher, que es superior.
Continuando con voz discreta, se introducen por las avenidas laterales.
En las casas, allá lejos, los visillos blancos de las ventanas se inundan, aquí
y allá, de resplandores claros e intensos; y, en la oscuridad de las calles
palpitan las repentinas farolas. Tras nuestros dos conversadores se alargan sus
propias sombras, que parecen reforzadas por todas aquellas de las que hablan.
Pronto, después de un ceremonioso y cordial apretón de manos, el dúo de
aquellos más que extraños celadones se separa y cada cual se dirige a su casa.
¿Quiénes son? ¡Oh! simplemente dos ex vividores de lo más amable,
incluso de bastante buena compañía, uno viudo y otro soltero. El destino los
había conducido e internado, casi al mismo tiempo, en esta pequeña ciudad. ¿Sus
medios de vida? Apenas unas inalienables rentas, escapadas del naufragio que no
permiten nada superfluo. Aquí, en un primer momento, intentaron frecuentar «la
buena sociedad» pero, tras las primeras visitas, se retiraron horrorizados a
sus modestas viviendas. Sin recibir a nadie más que a su cotidiana asistenta,
se han recluido en una perfecta soledad. Todo antes que relacionarse con los
honorables habitantes del lugar. Para escapar al momificante tedio que destila
la atmósfera, intentaron leer. Luego, asqueados por los libros cogidos al azar
en el horrible gabinete de lectura, en el momento de renunciar a la lectura y
limitar sus esperanzas a monótonas charlas (interrumpidas a veces por
desenfrenadas partidas de cartas) entre ellos dos, he aquí que cayeron en sus
manos fantasmagóricas obras que trataban de fenómenos llamados de espiritismo.
Para matar el tiempo y movidos también por una cierta curiosidad
escéptica, se arriesgaron a grotescas y divertidas experiencias. Separándose
del «mundo», se esforzaban por crearse relaciones con «el otro mundo». ¡Remedio
heroico!, de acuerdo, pero bien considerado todo, jugar con las bellas difuntas
(si era posible) les parecía mucho menos insípido que escuchar la conversación
de las gentes del lugar. Por lo que, en sus sedosas salitas, una malva y otra
azul claro, especie de gabinetes amueblados con un gusto tiernamente sugestivo
que iluminaba apenas el resplandor -tamizado por la rica pantalla de cintas- de
la lámpara bajada, se entregaron a anodinas y torpes evocaciones. ¡Ah! ¡qué
fuente de agradables veladas, no obstante, si tarde o temprano lograban
distinguir encantadores manes, exquisitas sombras sentadas sobre cojines de
tonos apagados, que ellos preparaban a tal efecto! Por lo que, cuando después
de varias tentativas pasablemente insignificantes sus respectivos veladores se
pusieron -allí, de repente, ante sus pupilas a la larga hipnotizadas- a
removerse, girar y hablar, fue una inmensa alegría para todo su ser. Un filón
de oro surgía ante aquellos deliciosos contramaestres perdidos en una mina de
insignificancia. Su nostalgia debía prestarse, rápida y de buena gana, a todo
un conjunto de concesiones que, por otra parte, ciertos efectos reales pueden
sugerir. Tomarle gusto hasta ilusionarse con emociones semificticias, ayudar al
sortilegio con algo de buena voluntad, con el fin de VER -pese a todo y a todo
precio- tramarse, sobre la transparencia y palidez de la penumbra ambiental,
las formas de las bellas desaparecidas, adquirir, a fuerza de paciencia, una
especie de paradójica credulidad con la que resultaba agradable engañar
melancólicamente sus sentidos, y no resistieron más. De tal forma que, pronto,
sus veladas transcurrieron en sutiles y tenebrosas conversaciones que, a veces,
se hacían vagamente visionarias. Y, cuando la costumbre se afianzó, las
sensaciones de presencias maravillosas, flotando a su alrededor, se les
hicieron familiares. Ahora, ofrecen el té cada tarde a aquellas visitantes. Les
hacen la corte, y sus batas de seda, una marrón carmelita y otra gris mínimo,
con adornos tabaco de España, huelen ligeramente a almizcle, por una cortesía
de ultratumba que tal vez agradezcan. En medio de coloquios ideales, notan el
perfume de acercamientos encantadores, de una tenuidad fugitiva, es cierto,
pero con la que se contenta la sonriente melancolía de su rozagante senectud.
En esta pequeña ciudad, cuyo vecindario habían sabido anular, su madurez
transcurre así, preferentemente, en mil vagas buenas fortunas, de favores
retrospectivos, de los que deshojan las póstumas rosas; y, al día siguiente, se
hacen mutuas confidencias, bajo la sombra de los altos ramajes que acarician
las brisas del crepúsculo en «la clase de Buenas Maneras». En la confusión de
los comienzos, dejaron desfilar por sus inquietantes salitas a todas las damas
de la Historia; pero en el momento presente, ya no flirtean sino con los
excitantes fantasmas del siglo XVIII. Sus veladores, con taraceas que ellos
cubren con flores del tiempo, oscilan bajo sus manos galantes y, como bajo el
peso de sombras graciosas, se balancean con ritmos que recuerdan con frecuencia
determinados columpios enguirnaldados de Fragonard. (¡Oh! se suelen retirar
hacia las diez y media, a no ser que, por casualidad, hayan venido reinas o
emperatrices; entonces, y por deferencia, permanecen hasta las once).
Por supuesto, con vulgares viejos verdes semejante pasatiempo podría
conllevar graves peligros y de muchos tipos; pero afortunadamente, en lo más
recóndito de su pensamiento, nuestros finos y dulces personajes no se engañan…
¿Cómo serían tan tontos de olvidar que la Muerte es algo decisivo e
impenetrable?… Solamente, a la vista de los bailes alfabéticos esbozados por
sus veladores, aquellos médianimisés -de un cristianismo algo
somnoliento sin duda, pero inviolable en sus últimas reservas- han terminado
por persuadirse de que tal vez en el aire haya diablillos juguetones, espíritus
graciosos, dotados de travesura que, al aburrirse como los paseantes humanos,
para matar el tiempo, aceptan prestarse a este inocente juego de Ilusión (bajo
el velo de los fluidos y sobre todo con vivos amables), como los niños que se
colocan alguna antigua bata estampada y se empolvan entre risas… y de que esos
espíritus y esos vivos pueden entonces buscarse a tientas, aparecerse a veces,
ayudándose con una sospecha de mutua credulidad, rozarse, cogerse incluyo de
repente la mano… y luego desaparecer, por una parte y por otra, en el inmenso
escondite del universo.
[fuente https://ciudadseva.com/texto/cuento-de-final-de-verano/
]
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El secreto de la antigua
música
Villiers de L’Isle Adam
Era día de audición en la Academia
Nacional de Música. En las altas instancias se había decidido el estudio de una
obra de cierto compositor alemán (cuyo nombre, olvidado desde entonces,
felizmente se nos escapa); y tal maestro extranjero, si había que creer en
diversos memoranda publicados por la Revue de Deux Mondes, ¡era nada menos que
el creador de una música «nueva»!
Así pues, los músicos de la Ópera se encontraban
reunidos para poner, como suele decirse, las cosas en claro y descifrar la partitura
del presuntuoso innovador.
El momento era grave. El director de la Academia
apareció en escena y entregó al director de orquesta la voluminosa partitura en
litigio. Éste la abrió, la leyó, se estremeció y declaró que la obra le parecía
inejecutable en la Academia de Música de París.
-Explíquese -dijo el director de la Academia.
-Señores -respondió el director de orquesta-, Francia no podría
responsabilizarse de truncar, por una defectuosa interpretación, el pensamiento
de un compositor… sea cual sea su nacionalidad. Sin embargo, en las partituras
de orquesta especificadas por el autor figura… un instrumento militar caído ya
en desuso y que no tiene intérprete entre nosotros; ese instrumento, que hizo
las delicias de nuestros padres, tenía antaño un nombre: el chinesco. Creo que
la radical desaparición del chinesco en Francia nos obliga a declinar, muy a
pesar nuestro, el honor de esta interpretación.
Tal discurso había sumido al auditorio en ese estado
que los fisiologistas llaman comatoso. ¡El Chinesco! Los más viejos apenas
recordaban haberlo oído en su infancia. Pero les hubiera resultado muy difícil,
hoy en día, poder precisar su forma. De repente, una voz pronunció estas
inesperadas palabras:
-Con su permiso, creo que yo conozco uno -todas las cabezas se
volvieron; el director de orquesta se levantó de un salto.
-¿Quién ha hablado?
-Yo, los platillos -respondió la voz.
Un instante después, los platillos estaban en el escenario rodeados,
adulados y asediados con impacientes preguntas.
-Sí -continuaba-, conozco a un viejo profesor de chinesco, maestro en su
arte y sé que aún vive.
Todos exhalaron un grito. ¡Los platillos aparecieron
como un salvador! El director de orquesta abrazó a su joven satélite (porque
los platillos eran todavía jóvenes). Los trombones enternecidos le animaban con
sus sonrisas; un contrabajo le envió un envidioso guiño; el tambor se frotaba
las manos: «¡Llegará lejos!», gruñía. En fin, en ese rápido instante, los
platillos conocieron la gloria.
A continuación, una comisión, precedida por los
platillos, salió de la Ópera hacia Batignolles, a cuyas profundidades se había
retirado, lejos del ruido, el austero virtuoso. Llegar, preguntar por el viejo,
subir los nueve pisos, tirar del pelado cordón de su llamador y esperar,
jadeando, en el descansillo, fue para nuestros embajadores cuestión de un
segundo.
De pronto, todos se descubrieron: un hombre de
aspecto venerable, con el rostro rodeado de plateados cabellos que caían en
largos rizos sobre sus hombros, una cabeza a lo Béranger, un personaje de
romanza, estaba en pie en el umbral y parecía invitar a los visitantes a
penetrar en su santuario. ¡Era él! Entraron.
La ventana, enmarcada por plantas trepadoras, estaba
abierta al cielo, en ese purpúreo momento del maravilloso crepúsculo. Los
asientos eran escasos: la litera del profesor sustituyó, para los delegados de
la Ópera, a las otomanas, a los poufs, que abundan demasiado a menudo en las
casas de los músicos modernos. En los rincones se veían viejos chinescos; aquí
y allá yacían varios álbumes cuyos títulos llamaban la atención. El primero
era: ¡Primer amor!, melodía para chinesco solo, seguido de Variaciones
Brillantes Sobre la Coral de Lutero, concierto para tres chinescos. Después, un
septeto de chinescos (gran unisón), titulado LA CALMA. Luego una obra de
juventud (un poco empañada de romanticismo): Danza Nocturna de Jóvenes Moriscos
en la Campiña de Granada, en el Peor Momento de la Inquisición, gran bolero
para chinesco; finalmente, la obra del maestro: El Ocaso de un Bello Día,
obertura para ciento cincuenta chinescos. Los platillos, muy emocionados,
tomaron la palabra en nombre de la Academia Nacional de Música.
-¡Ah! dijo con amargura el viejo maestro-, ¿ahora se acuerdan de mi?
Debería… Mi país ante todo. Señores, iré. Al haber insinuado el trombón que la
partitura parecía difícil contestó el profesor tranquilizándolos con una
sonrisa:
-No importa.
Y tendiéndoles sus pálidas manos, curtidas en las
dificultades de tan ingrato instrumento, dijo:
-Hasta mañana, señores, a las ocho, en la Ópera.
Al día siguiente, en los pasillos, en las galerías,
en la concha del inquieto apuntador, hubo una terrible emoción: se había
propagado la noticia. Todos los músicos, sentados ante sus atriles, esperaban,
con el arma en la mano. La partitura de la nueva música no tenía, ahora, sino
un interés secundario. De repente, la puerta trasera dio paso al hombre de
antaño. ¡Estaban dando las ocho! Ante el aspecto del representante de la
antigua música, todos se pusieron en pie, rindiéndole homenaje como señal de
posteridad. El patriarca llevaba en su brazo, cubierto con un humilde forro de
sarga, el instrumento de los tiempos pasados, que tomaba, de ese modo, las
proporciones de un símbolo. Tras atravesar por entre los atriles y encontrar,
sin dudar, su camino, se sentó en su antiguo sitio, a la izquierda del tambor.
Después de afianzar en su cabeza un gorro de lustrina negra y una visera sobre
sus ojos, descubrió el chinesco y la obertura comenzó.
Pero, con los primeros compases y desde la primera
mirada a la partitura, la serenidad del viejo virtuoso pareció ensombrecerse;
en seguida, un angustioso sudor perló su frente. Se inclinó, como para leer
mejor y, con el ceño fruncido, sus ojos pegados al manuscrito que hojeó
enfebrecidamente, apenas respiraba…
¿Era tan extraordinario, lo que el viejo leía, para
turbarle de ese modo? ¡En efecto! El maestro alemán, por unos celos tudescos,
se había complacido, con aspereza germánica, con maldad rencorosa, en erizar la
parte del Chinesco de dificultades casi insuperables. Se sucedían rápidas,
ingeniosas, repentinas, ¡era un desafío! Juzguen ustedes: la partitura se
componía, solamente, de silencios. Sin embargo, incluso para aquellas personas
que no son del oficio, ¿qué hay más difícil de interpretar, para el Chinesco,
que el silencio?… ¡Y era un CRESCENDO de silencios lo que tenía que interpretar
el viejo artista!
Al ver eso se puso tieso; un movimiento febril se le
escapó… Pero nada, en su instrumento, traicionó las emociones que le agitaban.
No se movió ni una campanilla. ¡Ni un cascabel! Nada de nada. Se notaba que lo
dominaba a fondo. ¡Él también era un maestro! Tocó. ¡Sin vacilar! Con un
dominio, una seguridad, un brío, que llenó de admiración a toda la orquesta. Su
interpretación, siempre sobria, pero llena de matices, era de un estilo tan
matizado, de un acabado tan puro que, cosa extraña, por momentos, ¡parecía que
se le oía!
Los bravos estaban a punto de estallar por todas
partes cuando un inspirado furor se encendió en el alma clásica del viejo
virtuoso. Con los ojos llenos de ira y agitando ruidosamente su instrumento
vengador que parecía como un demonio suspendido sobre la orquesta:
-Señores -vociferó el digno profesor-, ¡renuncio! No comprendo nada. ¡No
se escribe una obertura para un solo! ¡yo no puedo tocar!, es demasiado
difícil. ¡Protesto!, ¡en nombre del Sr. Clapisson! Aquí no hay melodía. ¡Es una
cencerrada! ¡El Arte está perdido! Caemos en el vacío.
Y, fulminado por su propio delirio, cayó.
En su caída, agujereó el bombo y desapareció en su
interior como cuando se desvanece una visión.
¡Lástima!, él se llevaba, al sepultarse en los
profundos flancos del monstruo, el secreto de los encantos de la antigua
música.
[fuente https://ciudadseva.com/texto/el-secreto-de-la-antigua-musica/
]
¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬
El asesino de cisnes
Villiers de L’Isle Adam
Los cisnes comprenden los signos.
Victor Hugo, Les Misérables
A fuerza de consultar tomos de Historia Natural, nuestro
ilustre amigo, el doctor Tribulat Bonhomet había terminado por aprender que «el
cisne canta bien antes de morir». Efectivamente, -nos confesaba aún en fechas
recientes- desde que la había escuchado, sólo esa música le ayudaba a soportar
las decepciones de la vida, y cualquier otra ya no le parecía sino una
cencerrada, puro «Wagner».
¿Cómo había conseguido esa alegría de aficionado? Así: En los
alrededores de la antiquísima ciudad fortificada en la que vive, el práctico
anciano había descubierto un buen día en un parque secular abandonado, a la
sombra de grandes árboles, un viejo estanque sagrado, sobre el sombrío espejo
del cual se deslizaban doce o quince apacibles aves; había estudiado
meticulosamente los accesos, calculado las distancias, observado sobre todo al
cisne negro, el vigilante, que dormía, perdido en un rayo de sol. Éste,
permanecía todas las noches con los ojos bien abiertos con un guijarro en su
largo pico rosa, y si la más mínima alarma le revelaba peligro para aquellos a
quienes guardaba, con un movimiento del cuello, lanzaba bruscamente al agua el
guijarro, en mitad del blanco círculo de los dormidos para que los despertara:
al oír aquella señal, el grupo, guiado por su guardián, habría echado a correr
en medio de la oscuridad hacia avenidas profundas, hacia lejanos céspedes,
hacia alguna fuente en la que se reflejaban grises estatuas, o hacia cualquier
otro refugio conocido por su memoria. Y Bonhomet los había contemplado largo
rato en silencio, sonriéndoles incluso. ¿No era, pues, con su último canto con
el que, como perfecto diletante, soñaba regalarse muy pronto los oídos?
A veces, pues, cuando sonaban las doce de alguna otoñal noche sin luna,
fastidiado por el insomnio, Bonhomet se levantaba de repente y se vestía de
forma especial para asistir al concierto que necesitaba volver a escuchar. Tras
introducir sus piernas en descomunales botas de goma forradas que prolongaba,
sin sutura, una ancha levita impermeable convenientemente forrada también, el
huesudo y gigantesco doctor introducía las manos en un par de guanteletes de
acero blasonado provenientes de alguna armadura de la Edad Media (guanteletes
de los que se había convertido en feliz propietario después de abonar treinta y
ocho hermosas monedas -¡Una locura!- a un anticuario). Hecho esto, se ceñía su
amplio sombrero moderno, apagaba la vela, descendía y, con la llave de su casa
en el bolsillo, se encaminaba, a la burguesa, hacia la linde del parque
abandonado.
Enseguida, se introducía por oscuros senderos hacia el retiro de sus
cantantes favoritos, hacia el estanque cuya agua poco profunda, y bien sondeada
por todas partes, no le pasaba de la cintura. Y, bajo la bóveda de arboleda
próxima a los aterrajes, ensordecía sus pasos al pisar ramas secas. Cuando
llegaba al borde del estanque, lenta, muy lentamente -¡sin hacer ruido
alguno!-, introducía una bota, luego la otra, y avanzaba dentro del agua con
precauciones inauditas, tan inauditas que apenas se atrevía a respirar. Como el
melómano ante la inminencia de la cavatina esperada. De tal manera que, para
dar los veinte pasos que le separaban de sus queridos virtuosos, empleaba
normalmente entre dos y dos horas y media, hasta tal extremo temía alarmar la
sutil vigilancia del guardián negro. El soplo de los cielos sin estrellas
agitaba lastimeramente las altas ramas en la oscuridad que rodeaba el estanque,
pero Bonhomet, sin dejarse distraer por el misterioso susurro, seguía avanzando
insensiblemente y tan bien que, hacia las tres de la madrugada, se encontraba,
invisible, a medio paso del cisne negro, sin que éste hubiera percibido ni el
más mínimo indicio de su presencia. Entonces, el buen doctor, sonriendo en la
oscuridad, arañaba suave, muy suavemente, rozando apenas con la punta de su
índice medieval, la superficie anulada del agua, delante del vigilante… Y
arañaba con tal suavidad que éste, aunque algo sorprendido, no juzgaba esta
vaga alarma como de una importancia digna de lanzar el guijarro. El cisne
escuchaba. A la larga, cuando su instinto se percataba vagamente de la idea de
peligro, su corazón, ¡oh! su pobre corazón ingenuo se ponía a latir
horriblemente, lo que llenaba de júbilo a Bonhomet. Y los bellos cisnes, uno
tras otro, perturbados por ese ruido en lo profundo de su sueño, sacaban
ondulosamente la cabeza de debajo de sus pálidas alas plateadas y bajo el peso
de la sombra de Bonhomet, entraban poco a poco en un estado de angustia,
percibiendo no se sabe qué confusa consciencia del mortal peligro que los amenazaba.
Pero, en su infinita delicadeza, sufrían en silencio como el vigilante, al no
poder huir puesto que el guijarro no había sido lanzado. Y todos los corazones
de aquellos blancos exiliados se ponían a dar latidos de sorda agonía,
inteligibles y claros para el oído maravillado del excelente doctor que sabía
muy bien lo que moralmente les producía su cercanía y se deleitaba, en pruritos
incomparables, con la terrorífica sensación que su inmovilidad les hacía
padecer.
«¡Qué dulce resulta estimular a los artistas!» se decía en voz baja.
Tres cuartos de hora, más o menos, duraba este éxtasis que no habría cambiado
ni por un reino. ¡De repente, un rayo de la Estrella de la Mañana, deslizándose
entre las ramas, iluminaba de improviso a Bonhomet, así como las aguas negras y
los cisnes con ojos repletos de sueños! El vigilante, aterrorizado por aquella
visión, arrojaba el guijarro… ¡Demasiado tarde!… Con un grito horrible en el
que parecía desenmascararse su almibarada sonrisa, Bonhomet se precipitaba, con
las garras en alto y los brazos tendidos, hacia las filas de las aves sagradas.
Y eran rápidos los apretones de los dedos de acero de aquel paladín moderno, y
los puros cuellos de nieve de dos o tres cantantes eran atravesados o rotos
antes de que se produjera el vuelo radiante de los demás pájaros-poetas.
Entonces, olvidándose del buen doctor, el alma de los cisnes moribundos se
exhalaba en un canto de inmortal esperanza, de liberación y de amor, hacia los
Cielos desconocidos.
El racional doctor sonreía de este sentimentalismo del que, como serio
conocedor, sólo se dignaba saborear una cosa: EL TIMBRE. No apreciaba
musicalmente nada más que la singular suavidad del timbre de aquellas
simbólicas voces, que vocalizaban la Muerte como una melodía. Con los ojos
cerrados, Bonhomet aspiraba en su corazón las vibraciones armoniosas, luego,
tambaleándose, como en un espasmo, iba a dejarse caer en la orilla del
estanque, se tendía sobre la hierba, se acostaba boca arriba, dentro de sus ropas
cálidas e impermeables. Y allí, aquel Mecenas de nuestra era, perdido en un
torpor voluptuoso, volvía a saborear en lo más recóndito de su ser el recuerdo
del canto delicioso -aunque viciado por una sublimidad según él pasada de moda-
de sus queridos artistas. Y, reabsorbiendo su comatoso éxtasis, rumiaba así, a
la burguesa, aquella exquisita impresión hasta el amanecer.
[fuente https://ciudadseva.com/texto/el-asesino-de-cisnes/
]
¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬
Jean-Marie Mathias Philippe Auguste, conde de Villiers
de l`Isle-Adam (Saint-Brieuc, 7 de noviembre de 1838 - París, 18 de agosto de 1889) fue un escritor francés cuya obra,
que abarca la poesía, el teatro y la narración, se orienta en gran
parte hacia el movimiento simbolista.
Tras numerosos años
de navegación, el padre de Auguste, se instaló en la mansión de Penanhoas,
en Lopérec, que había heredado, y quedó lisiado
por un accidente. Tuvo que buscar subsidios durante la Restauración antes de
recibir los 27.000 francos del Estado en 1826 a que tenía derecho en
compensación por su emigración. Entonces el marqués tuvo la idea de fundar una
especie de agencia de investigación genealógica para ayudar a ciertos herederos
a recuperar sus bienes incautados durante los disturbios revolucionarios y del
Imperio. Pero se enredó en especulaciones financieras ruinosas y en 1843 su
mujer tuvo que hacer una separación de bienes para salvaguardar su propio
patrimonio. En 1845 la familia se instaló en Lannion, en casa de los padres de la madre de
Augusto, la señora de Kérinou. Entre 1847 y 1855, el joven Villiers siguió
estudios desordenadamente en diversas escuelas de Bretaña; estuvo interno en
el pequeño seminario de Tréguier y luego en Rennes en 1848 (en
el antiguo colegio de Saint-Vincent de Paul), en el liceo de Laval, de nuevo en
Rennes, en Vannes (colegio de Saint-François-Xavier)
en 1851, donde tuvo como condiscípulo al pintor James Tissot, y otra vez en
Rennes. Además dispuso en los intervalos de preceptores religiosos a domicilio,
por más que se mostraba más dotado para el piano y se descubría aficionado a la
poesía. En 1855, el Marqués vendió su casa y tierras y la familia se instaló
en París. En la capital
Augusto frecuentó cafés de artistas y algunos salones (donde su apellido lo
había introducido) y allí gozó de algún éxito. Amistó con el poeta Catulle Mendès y con Jean Marras en 1860, y
conoció, en la Brasserie des Martyrs, a François Coppée, Charles Baudelaire y Leconte de Lisle. Baudelaire lo animó a leer
las obras de Edgar Allan Poe que había traducido él mismo, y estas
hicieron un gran efecto en el joven escritor, quien asimiló parte de su poética
simbolista y su técnica para el relato fantástico. Comenzó a colaborar en
algunas publicaciones oscuras, pero su padre ingresó en prisión por deudas
(1856). En 1857, inquietos por sus dudosas y variopintas compañías, los padres
del joven escritor quisieron enviarlo a hacer un retiro religioso en la abadía de Solesmes, cuyo superior, Dom Prosper Guéranger,
era amigo de la familia, pero él lo rehusó.
Sus primeras obras (Dos ensayos de
poesía, 1858, Primeras poesías, 1859, la novela Isis,
1862), con poco o ningún éxito, desorientan sobre lo que será su producción
posterior una vez hubo conocido a los poetas simbolistas Charles Baudelaire (1859) y Stéphane Mallarmé (1864),
tras quedar asimismo fascinado por la filosofía de Hegel. El 28 de agosto
de 1862 sus padres lo obligaron a permanecer un tiempo en la abadía de
Solesmes, donde estuvo recluido hasta el 20 de septiembre. En 1863 se une a
una demi-mondaine o alta cortesana Louise Dyonnet, madre de
dos hijos, y permaneció quince días en Solesmes, donde volvió a ver a Louis Veuillot. En 1864, tras
romper con Louise Dyonnet, conoció a Gustave Flaubert y amistó con Stephane
Mallarmé. En 1866 colaboró en Le Parnasse Contemporain y en
1867 fundó la Revue des Lettres et des Arts y escribió
"El Intersigno", el primero de sus Cuentos crueles.
Sus intentos de conseguir pareja
conveniente y estable fueron fracasando sucesivamente. En 1867, pidió a Théophile Gautier la
mano de su hija Estelle, pero el escritor, que había dado la espalda a sus años
de bohemia, no dejó que su hija casara con un escritor con tan poco futuro,
fuera de que la propia familia de Villiers desaprobaba también esa unión.
Igualmente fueron estériles sus planes para matrimoniar con una heredera
inglesa, Anna Eyre Powell. Finalmente se vio bligado a vivir con la viuda
analfabeta de un cochero belga, Marie Dantine, de la que tuvo en 1881 a su
único hijo, Victor (apodado "Totor").
Un punto destacado de su vida fue el
viaje que hizo para ver a su admirado Richard Wagner en Triebschen (1869). Villiers le leyó el
manuscrito de su obra La Révolte ("La revuelta") y
el compositor declaró que el francés era "un verdadero poeta". Otro
viaje para vistiarlo al año siguiente se vio interrumpido por el estallido de
la Guerra franco-prusiana, durante la cual Villiers se
convirtió en comandante de la Guardia Nacional. Al principio quedó impresionado
por el espíritu patriótico de La Comuna y escribió
artículos en su apoyo en el Tribun du Peuple bajo el seudónimo
de "Marius", pero pronto quedó disgustado por la violencia
revolucionaria. En 1883 la publicación de sus Cuentos crueles le
valió cierta popularidad, si bien su vida económica siguió siendo precaria
hasta su muerte. En ese mismo año, Villiers de l`Isle-Adam había hecho
representar con escasa fortuna otro drama, Le monde nouveau.
Alentado por la colaboración en Le Figaro y la admiración de
insignes jóvenes amigos, publicó Atribulado Bonhomet (1887),
recopilación de cinco relatos de los que sobresale la novela corta Claire
Lenoir, una cruel sátira del filisteísmo científico a través del
siniestro personaje del "doctor" (opuesto a la viuda Claire Lenoir,
símbolo de la pureza espiritual delicada y mágica), y la audaz novela La Eva futura (1886), crudo
y desconcertante relato del amor de un joven por una mujer mecánica que
adquiere un alma misteriosamente y la pierde a través de un misterio no menor.
Tras un ciclo de conferencias en Bélgica, Auguste Villiers falleció agotado en
un hospital, amorosamente asistido por el escritor del decadentismo Joris-Karl Huysmans,
uno de sus admiradores. El Théâtre Libre había representado su mediocre
drama Évasion, impreso luego póstumo junto con otras obras del
autor. Entre sus demás obras destacan las novelas Isis (1862)
y La Eva futura (1886), la novela corta Claire Lenoir (1867)
y el drama Axël (1890).
Dotado de un vigoroso poder
expresivo, capaz de conferir a sus obras un estilo torturado, a la vez que
violento y profundamente lírico, los cuentos de Villiers son muy desiguales y,
al lado de algunos absurdos y exagerados, se dan otros en los que el humor, la
ironía o el terror macabro dan lugar a situaciones excepcionales.-
¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬
VILLIERS DE L’ISLE ADAM - EL SECRETO
DEL CADALSO
Aquella noche del 5 de junio de 1864, a las siete, el doctor
Edmond-Désiré Couty de la Pommerais, recientemente trasladado de la
Conciergerie a la Roquette, estaba sentado, revestido de una camisa de fuerza,
en la celda de los condenados a muerte. Taciturno, fija la mirada, apoyaba los
codos en el respaldo de la silla. Sobre la mesa, una vela iluminaba la palidez
de su rostro frio. A dos pasos, un guardia, de pie contra el muro, lo
observaba, cruzados los brazos. Casi todos los detenidos están obligados a un
trabajo cotidiano, de cuyo salario la administración deduce, en caso de
fallecimiento, el precio de la mortaja, que nunca proporciona. Solo los
condedanos a muerte no tienen que realizar tarea alguna. El prisionero era de
esos que no juegan a los naipes: en su mirada no se leía miedo ni esperanza.
Treinta y cuatro años; moreno; de talla mediana; bien
proporcionado en verdad; las sienes grises desde hacía poco; la mirada
nerviosa, semivelada; una frente de razonador; la voz opaca y breve, las manos
saturninas; la expresión circunspecta de las personas poco locuaces; modales de
estudiada distinción: tal aparecía. (Se recordará que en las audiencias del
Sena, no habiendo podido Me. Lachaud desvanecer en la mente de los jurados, no
obstante lo riguroso de su defensa en esa ocasión, el triple efecto producido
por los debates, las conclusiones del doctor Tardieu y la requisitoria de M.
Oscar de Vallée, M. de la Pommerais, convicto de haber administrado dosis
mortales de digitalina a una dama amiga suya, con premeditation y propósitos de lucro, oyó pronunciar contra él, en
aplicación de los artículos 301 y 302 del Código Penal, la sentencia de
muerte.)
Esa noche del 5 de junio ignoraba aún el rechazo del recurso
de apelación, así como de toda audiencia de gracia solicitada por sus
familiares. Apenas si su defensor, más dichoso, había logrado que lo escuchara
distraídamente el Emperador. El venerable abate Crozes, que antes de cada
ejecución se agotaba en súplicas a las Tullerías, había regresado sin
respuesta. ¿Conmutar la pena de muerte en tales circunstancias, no implicaba
abolirla? El caso era ejemplar. En opinión del Parquet , el rechazo del recurso era indudable y
debía ser notificado de un momento a otro, y M. Hendreich había sido encargado
de recibir al condenado el 9 a las cinco de la mañana. De pronto, sonó en las
losas del corredor un ruido de culatas de fusil; la cerradura chirrió
pesadamente; la puerta se abrió; brillaron las bayonetas en la penumbra; el
director de la Roquette, M. Beauquesne, apareció en el umbral, acompañado de un
visitante. M. de la Pommerais, que levantó la cabeza, reconoció de una ojeada
en ese visitante al ilustre cirujano Armand Velpeau.
A un signo de su superior, el guardia salió, y M.
Beauquesne, tras una muda presentación, se retiró tambien, dejando solos a los
dos colegas, frente el uno al otro, mirándose.
La Pommerais, en silencio, señaló al doctor su propia silla, y fue luego
a sentarse en la cucheta de la cual los durmientes, en su mayor parte, son
despertados de la vida en un sobresalto. Como se vela poco, el gran médico se
acercó al... enfermo, para observarlo mejor y poder conversar en voz baja.
Velpeau entraba ese año en los sesenta. En el apogeo de su renombre, heredero
del sillón de Larrey en el Instituto, primer profesor de clinica quirúrgica de
París y, por sus obras, todas de un rigor de deducción tan claro y tan vivo,
una de las luces de la ciencia patológica, el distinguido médico se imponia ya
como una de las cumbres de la ciencia. Tras un frío momento de silencio: -Señor
-dijo-, entre médicos debemos ahorrarnos inútiles condolencias. Por otra parte,
una afección de la próstata (que, seguramente, me matará dentro de dos años o
dos años y medio) me clasifica también, con una diferencia de pocos meses, en
la categoría de los condenados a muerte. Sin preámbulos, pues, vayamos a los
hechos.
-Entonces, según
usted, doctor, mi situación jurídica es... ¿desesperada? -interrumpió La
Pommerais. -Así se teme -respondió simplemente Velpeau. -¿Está fijada mi hora?
-No lo sé; pero como nada se ha determinado aún a su
respecto, puede seguramente contar con algunos días. La Pommerais se pasó la
manga de la camisa de fuerza por su pálida frente. -Sea. Gracias. Estaré
dispuesto: ya lo estoy. Ahora, cuanto más pronto, mejor. -Como su recurso no ha
sido rechazado, al menos hasta ahora -continuó Velpeau-, la proposición que voy
a hacerle solo es condicional. ¡Si se salva usted, tanto mejor!... Si no... El
gran cirujano se detuvo. -¿Si no?... -preguntó La Pommerais. Velpeau, sin
responder, extrajo del bolsillo un pequeño estuche, lo abrió, sacó un bisturí
y, cortando la camisa en la muñeca izquierda, apoyó el dedo medio sobre el
pulso del joven condenado. -Señor de La Pommerais -dijo-, su pulso me revela
una sangre fría y una firmeza raras. El paso que doy ante usted (y que debe
mantenerse en secreto) tiene por objeto una suerte de ofrecimiento que, aún
dirigido a un médico de su energía, a un espíritu templado en las convicciones
positivas de nuestra ciencia y bien liberado de los temores fantásticos de la
muerte, podría parecer una extravagancia o una irrisión criminal. Pero sabemos,
creo, quiénes somos. Usted la tomará, pues, en atenta consideración, por
turbador que pudiera parecerle en el primer momento. -Mi atención le está
asegurada, señor -contestó La Pommerais. -No ignora usted -siguió Velpeau-, que
una de las cuestiones más interesantes de la fisiología moderna es saber si
persiste algún resplandor de memoria, de reflexión, de sensibilidad real en el
cerebro del hombre, después de seccionada la cabeza...
Al oír este inesperado comienzo, el condenado se estremeció;
después, reponiéndose: -Cuando usted entró, doctor -respondió-, estaba
justamente preocupado par ese problema, doblemente interesante para mí, como
comprenderá... -Está usted al corriente de los trabajos escritos sobre el
asunto, desde los de Soemmering, Süe, Sédillot y Bichat, hasta los modernos,
¿no es así? -Hasta asistí, una vez, a uno de sus cursos de disección en los
restos de un ajusticiado.
-¡Ah!... Sigamos, entonces. ¿Tiene usted nociones exactas,
desde el punto de vista quirúrgico, sobre la guillotina? La Pommerais, luego de
mirar bien a Velpeau, contestó fríamente: -No, señor. -He estudiado
escrupulosamente el aparato hoy mismo- continuó inconmovible el doctor
Velpeau-. Es, lo atestiguo, un instrumento perfecto. La cuchilla actúa a la vez
como tuna, como guadaña y como maza, cortando al sesgo el cuello del paciente
en un tercio de segundo. El decapitado, bajo el impacto de este ataque
fulgurante, no puede experimentar más dolor, pues, que el que siente, en el
campo de batalla, el soldado a quien una bala le arranca un brazo. La
sensación, por falta de tiempo, es nula y obscura. -Tal vez haya postdolor;
queda lo vivo de dos heridas. ¿No fué Julia Fontenelle quien, dando sus motivos,
preguntó si esa misma velocidad no tenía consecuencias más dolorosas que la
ejecución con alfanje o con hacha? -Bérard trató como merecia ese desvario.
Personalmente, tengo la convicción, basada en experiencias y en mis
observaciones particulares, de que la ablación instantánea de la cabeza
produce, en el mismo momento, en el individuo decapitado, el desvanecimiento
anestésico más absoluto. "El solo síncope provocado por la pérdida súbita
de cuatro o cinco litros de sangre que irrumpen fuera de los vasos (a menudo
con una fuerza de proyección circular de un metro de diámetro) bastaría para
tranquilizar a este respecto a los más timoratos. En cuanto a los
estremecimientos inconscientes de la máquina carnal detenida demasiado
repentinamente en su proceso, no constituye más indicio de sufrimiento que...
las palpitaciones de una pierna cortada, por ejemplo, cuyos músculos y nervios
se contraen, pero de la que ya no se sufre. Digo que la fiebre nerviosa de la
incertidumbre, la solemnidad de los preparativos fatales y el sobresalto del
despertar matinal son lo más claro de ese presunto sufrimiento, en estos casos.
Como la amputación no es perceptible, el dolor real es imaginario. ¡Vamos! Un
golpe violento en la cabeza no sólo no se siente sino que no deja conciencia
alguna del choque; tal lesión simple de las vértebras acarrea la insensibilidad
atáxica, y la separación de la cabeza, la escisión de la espina dorsal, la
interrupción de las relaciones orgánicas entre el corazón y el cerebro, ¿no
bastarian para paralizar, en lo mas íntimo del ser humano, toda sensación, aún
la más vaga, de dolor? ¡Imposible! ¡Inadmisible! Y usted to sabe tan bien como
yo."
-Así lo espero, al
menos, más que usted, señor -respondió La Pommerais-. Por lo tanto, no es en
realidad un grande y rápido sufrimiento físico (apenas concebido en la
turbación sensorial y pronto ahogado por la ascendente invasión de la muerte);
no es eso, repito, lo que temo. Es otra cosa. -¿Quiere usted tratar de
formularla? -dijo Velpeau. -Escuche- murmuró La Pommerais tras un instante de
silencio-. En definitiva, los órganos de la memoria y de la voluntad (si están
circunscritos en el hombre a los mismos lóbulos en que los hemos comprobado en
... el perro, por ejemplo), esos órganos, digo, ¡son respetados por el paso de
la cuchilla! "Hay demasiados precedentes dudosos, tan inquietantes como
incomprensibles, para que me deje persuadir fácilmente de la inconsciencia
inmediata de un decapitado. Según las leyendas, ¿cuántas cabezas no han vuelto
su mirada hacia quien las interrogaba? ¿Memoria de los nervios? ¿Movimientos
reflejos? ¡Vanas palabras! "Recuerde usted la cabeza de aquel marinero
que, en la clínica de Brest, una hora y cuarto después de la decapitación,
cortaba con un movimiento de las mandíbulas -tal vez voluntario- un lápiz
colocado entre ellas... Por no citar más que ese ejemplo entre mil, la cuestión
real sería, pues, saber si era o no el yo de ese hombre el que, cesada la
hematosis, impresionó los músculos de su cabeza exangüe." -El yo no reside
sino en el conjunto -dijo Velpeau. -La médula espinal prolonga el cerebelo -
respondió M. de la Pommerais-. Esto sentado, ¿dónde estaría el conjunto
sensitivo? ¿Quién podrá revelarlo? Antes de ocho días yo sí que lo habré
sabido... y olvidado.
-De usted depende,
quizá, que la humanidad lo sepa de una vez por todas -respondió lentamente
Velpeau, los ojos clavados en su interlocutor-. Y, hablando con franqueza, es
por eso por lo que estoy aquí. "He sido delegado ante usted por una
comisión de nuestros más eminentes colegas de la Facultad de París, y aquí está
el permiso del Emperador. Contiene poderes lo bastante extensos como para
prorrogar, llegado el caso, la orden de su ejecución." -Explíquese... no
le entiendo -contestó La Pommerais, perplejo.
-Señor de la Pommerais, en nombre de la Ciencia a la que
amamos y que cuenta ya, entre nosotros, innumerables mártires magnánimos, vengo
(en la hipótesis para mí más que dudosa, de que fuera factible cualquier
experimento convenido entre nosotros) a reclamar de todo su ser la mayor suma
de energía y de intrepidez que sea posible esperar de la especie humana. Si su
recurso de gracia es rechazado, usted resulta ser, como médico, un sujeto
competente por sí mismo en la suprema operación que debe soportar. Su concurso
sería, pues, inestimable en una tentativa de... comunicación. Claro está, por
más buena voluntad que usted se proponga demostrar, todo parece testimoniar de
antemano el resultado más negativo; pero, en fin, con usted (suponiendo siempre
que esta experiencia no sea absurda en principio) se ofrece una probabilidad
sobre diez mil de iluminar milagrosamente, por así decirlo, la fisiología
moderna. La ocasión debe ser pues, aprovechada, y en caso de cambiarse
victoriosamente un signo de inteligencia después de la ejecución, usted dejaría
un nombre cuya gloria científica borraría para siempre el recuerdo de su
flaqueza social.
-¡Ah! -murmuró la Pommerais, pálido, pero con resuelta
sonrisa-, ¡ah! Empiezo a comprender... De hecho, los suplicios revelaron los
fenómenos de la digestión, dice Michelot. ¿Y... de qué naturaleza sería su
experimento? ¿Sacudidas galvánicas? ... ¿Excitación del ciliar? ¿Inyecciones de
sangre arterial? ¡Poco concluyente todo eso! -Inútil decir que inmediatamente
después de la triste ceremonia sus restos irán a descansar en paz en la tierra,
y que no lo tocará uno solo de nuestros escalpelos -continuó Velpeau-. ¡No! ...
Pero a la caida de la cuchilla, yo, yo estaré allí, de pie, frente a usted,
junto a la máquina. Su cabeza pasará de manos del ejecutor a las mías lo más
pronto posible. Y entonces, como el experimento no puede ser serio y
concluyente más que por su misma simplicidad, yo le gritaré, muy distintamente,
al oído: "Señor Couty de la Pommerais, en recuerdo de lo convenido en vida,
¿puede usted, en este momento, bajar tres veces seguidas el párpado de su ojo
derecho manteniendo el otro ojo totalmente abierto? Si, en ese momento,
cualesquiera sean las demás contracciones de las facies, usted puede, mediante
esa triple guiñada, advertirme que me ha oído y entendido, y probármelo,
impresionando así, por un acto de memoria y de voluntad permanentes, su músculo
palpebral, su nervio zigomático y su conjuntiva (dominando todo el horror, todo
el oleaje de las demás impresiones de su ser), ese hecho bastará para iluminar
a la Ciencia y revolucionar nuestras convicciones. Y yo sabré, no to
dude, darlo a conocer de manera que, en el futuro, su memoria sea no tanto la
de un criminal como la de un héroe.
Al oír estas
insólitas palabras, M. de la Pommerais pareció presa de una conmoción tan
profunda que, las pupilas dilatadas fijas en el cirujano, permaneció durante un
minuto silencioso y como petrificado. Después, sin decir palabra, se levantó,
dio algunos pasos, muy pensativo, y al fin, meneando la cabeza: -La horrible
violencia del golpe me arrancará fuera de mí mismo. Realizar tal cosa me parece
superior a toda voluntad, a todo esfuerzo humano - dijo-. Además, se dice que
las probabilidades de vitalidad no son las mismas en todos los guillotinados.
No obstante... vuelva, señor, la mañana de la ejecución. Le contestaré si me
presto o no a esa tentativa a la vez espantosa, repelente e ilusoria. Si mi
respuesta es negativa, cuento con su discreción para dejar que mi cabeza sangre
tranquilamente su postrera vitalidad en el cubo de estaño que ha de
recibirla.
-Hasta pronto, pues, M. de la Pommerais -dijo Velpeau
levantándose también-. Reflexione. Ambos se saludaron. Un instante después, el
doctor Velpeau abandonaba la celda, el guardia volvia a entrar y el condenado
se extendía, resignado, en el lecho de campaña, para dormir o pensar. Cuatro
días después, hacia las cinco y media de la mañana, M. Beauquesne, el abate
Crozes, B. Claude y M. Potier, escribano de la Corte imperial, entraron en la
celda. Despertado, M. de la Pommerais, a la noticia de la hora fatal, se irguió
en su asiento muy pálido y se vistió rápidamente. Despues habló diez minutos
con el abate Crozes, cuyas visitas ya habia recibido amablemente: bien se sabe
que el santo sacerdote estaba dotado de esa unción de inspirado que infunde
valor en la última hora. Luego, viendo llegar al doctor Velpeau:
-He trabajado -dijo-.
¡Mire! Y durante la lectura de la sentencia, mantuvo cerrado el párpado derecho
mirando fijo al cirujano con su ójó izquierdo totalmente abierto. Velpeau se
inclinó profundamente y luego, volviéndose hacia M. Hendreich, que entraba con
sus ayudante, cambió con el ejecutor una rápida señal de inteligencia. La
toilette fue breve: se notó que el fenómeno del pelo encaneciendo a ojos vistas
bajo las tijeras no se había producido. Una carta de adiós de la esposa del
reo, leída en voz baja por el capellán, humedeció sus ojos de lágrimas que el
sacerdote enjugó piadosamente con el jirón cortado del cuello de su camisa. Una
vez de pie y con la casaca echada sobre los hombros, debieron aflojar las
trabas de sus muñecas. Después rehusó el vaso de aguardiente, y la escolta se
puso en marcha por el corrector. Al llegar a la puerta, como encontrara en el
umbral a su colega: -¡Hasta luego! -le dijo en voz baja-. . . y adiós.
De pronto, las grandes hojas de hierro se entreabrieron y
giraron ante él. El viento de la mañana entró en la prisión; amanecía; la gran
plaza se extendía a lo lejos, rodeada por un doble cordón de caballería.
Enfrente, a diez pasos, en un semicírculo de gendarmes a caballo, que a su
aparición desenvainaron los ruidosos sables, se alzaba el cadalso. A cierta
distancia, entre los enviados de prensa, algunos se quitaban el sombrero. Allá
lejos, detrás de los árboles, se oían los rumores de la multitud, excitada por
la noche de espera. Sobre los techos de las fondas, en las ventanas, muchachas
disipadas, pálidas, vestidas con sedas chillonas, empuñando aún algunos una
botella de champaña, se asomaban en compañías de sombríos trajes negros. En el
aire matinal, sobre la plaza, volaban aquí y allá las golondrinas. Sola,
llenando el espacio y limitando el cielo, la guillotina parecía prolongar sobre
el horizonte la sombra de sus dos brazos erguidos, entre los cuales, muy lejos,
allá arriba, en el azul del alba, se veía titilar la última estrella. Ante esta
fúnebre visión, el condenado se estremeció; luego se encaminó resueltamente
hacia el pasadizo ... Subió los escalones. Ahora la cuchilla triangular brillaba sobre la
negra armazón, velando la estrella. Ya en la plancha fatal, besó, después del
crucifijo, el mechón de sus propios cabellos recogido durante la toilette por
el abate Crozes, que le rozó con él los labios. -Pareces ella... -dijo. Los
cinco personajes se destacaban, en silueta, sobre el cadalso. El silencio se
hizo tan profundo en ese instante, que el ruido de una rama rota, lejos, bajo
el peso de un curioso, llegó mezclado con gritos y risas odiosas hasta el grupo
trágico. Entonces, al dar la hora cuyo último toque no debía escuchar, M. de la
Pommerais vio en frente, del otro lado, a su extraño experimentador, quien,
posada una mano en la plataforma, lo observaba. Se reconcentro un segundo y
cerró los ojos.
Bruscamente, la báscula se movió, cayó el yugo, cedió el
botón y el resplandor de la cuchilla pasó. Un choque terrible conmovió la
plataforma; los caballos se encabritaron al olor magnético de la sangre, y el
eco del ruido vibraba aún cuando ya la cabeza ensangrentada de la víctima
palpitaba entre las manos impasibles del cirujano de la Pitié, enrojeciéndole a
raudales los dedos, los puños y la ropa. Era un rostro espantoso, horriblemente
blanco, con los ojos abiertos y como distraídos, de cejas revueltas, de rictus
crispado: los dientes entrechocaban; el mentón, en el extremo del maxilar
inferior, había sido interesado. Velpeau se inclinó rápidamente sobre esa
cabeza y formulo, en el oído derecho, la pregunta convenida. Firme como era ese
hombre, el resultado lo hizo estremecer de una especie de frío terror: el párpado
del ojo derecho bajó, mientras el ojo izquierdo, distendido, lo miraba. -¡En el
nombre de Dios mismo y de nuestro ser, haga dos veces más esa señal! -gritó,
algo trastornado. Las pestañas se separaron, como por un esfuerzo interior,
pero el párpado no volvió a levantarse. La cara, de segundo en segundo, se
tornaba rígida, helada, inmóvil. Era el fin. El doctor Velpeau devolvió la
cabeza muerta a M. Hendreich, quien, reabriendo el cesto, la colocó, como es
costumbre, entre las piernas del cuerpo ya inerte. El gran cirujano sumergió
sus manos en uno de los cubos destinados al lavado, que ya comenzaba, de la
máquina. En torno de él la muchedumbre se deslizaba inquieta, sin reconocerlo.
Se enjugó, siempre en silencio. Después, a paso lento, la frente pensativa y
grave, se dirigió a su coche, estacionado en el ángulo de la prisión. Cuando
subía a él, vio el furgón de la justicia que se alejaba al trote hacia
Montparnasse.-
posteado por kalais 25/1/2023 - ch