Dijo el chivo:Narro desde un tiempo que se cuenta por milenios sin que se sepa cuántos, aunque los hombres asignen una cifra a su curso convirtiéndolo en historia. Entonces ya era sabido que los animales sentimos, pensamos y hasta hablamos. También lo hacen los vegetales y aun las fuentes, los ríos y las montañas. Pertenezco a un género vaticinador y memorioso, aptitudes que salvaron a Zeus de ser devorado por el padre Cronos gracias al sentido previsor de Amaltea, nuestra semidivina antecesora. Y que la Tragedia como género musical y dramático guarde un macho cabrío en su nombre (tragos+oíde) reafirma aquel talento creativo a través del canto y las palabras.
No obstante esa ilustre prosapia, los hombres han solido comer carne caprina y utilizar leche, cuernos, pieles y pelos de cabras para diversos menesteres. Dóciles a la domesticación y resistentes a duras condiciones climáticas y alimentarias, fuimos el “pan” de pueblos nómadas o sedentarios, cuyos dioses no desdeñaban y hasta exigían nuestro sacrificio como ofrenda. Honor que nos era impuesto en variable alternancia con otros seres vivientes, sin exceptuar los de la misma especie homo sapiens.
Esta última se arroga la exclusividad del pensamiento y del habla – oral y escrita – sobre el planeta Tierra. Facultades que pueden estar sirviéndole en una larga marcha adaptativa y transformadora, de dudosa validez si se consideran los resultados autodestructores que produce. Ni siquiera han sabido mantener unificado el lenguaje desde el inicio de la construcción de la Torre. La multiplicación de lenguas quizás haya acelerado la de los dioses; aun el Único que el pueblo al que pertenecemos se ve inclinado a adorar es designado con un vocablo indicador de pluralidad: Elohim. No yerran quienes optaron por llamarlo con otro nombre como supuesto garantizador del monoteísmo.
Sin embargo, continúa exigiendo ofrendas de animales. La visión anticipatoria que para mi desgracia poseo no sólo me hace hablar con vocablos extranjeros y futuros, sino conocer pormenores de cercanísima proximidad. Al mitigarse ahora los calores del verano, estamos ya en la etapa de las ceremonias expiatorias que cada año cumplen nuestros dueños. La inclinación sociable de nuestra especie caprina permite que dialogue con quien ha de compartir mi desasosiego. Abato ante él mis pesados cuernos en señal de saludo y le digo:
- Hola, ¿sabes que hoy es el día de la Expiación de los pecados que los hombres han cometido contra Jahvé durante el último año?
- No lo sabía. Pero ¿qué me va a mí en eso?
- Mucho, y lo digo con pesar por ti y por mí. A ambos nos toca ser instrumentos del rito expiatorio que cumplirá el sacerdote. No hago más que informártelo para que hasta ese momento lamentemos juntos nuestra aciaga suerte. La conozco a causa de la extraña y triste conciencia anticipatoria que poseo.
- Pero ¿acaso las víctimas expiatorias no son designadas a puras suertes por el azar?
- “Ningún tiro de taba abolirá el azar”, rezará un futuro refrán en algún remoto lugar del mundo. Sin embargo, lo que se conoce por estudio o clarividencia reduce en cierto grado la omnipresencia de lo casual. Ya las ceremonias han comenzado. Ya nos sacaron del corral que pertenece al común del pueblo y nos llevan acollarados al templo. El sacerdote ingresa al santuario con un becerro y un carnero que le pertenecen. Se reviste de las vestiduras sagradas. Sacrifica el becerro y hace la expiación por sí, por su familia y por su casa. Al carnero lo consume por completo el fuego, sacrificio al que los griegos inventores de palabras llamarán “holocausto”.
- A nosotros dos no parece siquiera mirarnos.
- Aguarda un momento. Las ceremonias de este tipo necesitan su parsimonia. Así generan una gran expectativa y ejercen enorme impresión en los asistentes.
- La enorme impresión la recibo yo, pobrecito de mí, tan macho y cabrío que fui siempre. ¿Qué me pasará? ¿Qué nos harán? Dímelo si lo sabes.
- Falta poco para saberlo. No nos pasará lo mismo a ti y a mí. En cierto modo envidio tu suerte. El sumo sacerdote nos agarrará a ambos y nos presentará a la puerta del Tabernáculo, esa tienda o habitáculo cuadrangular que ves ahí, donde dicen que resplandece un aura de la divinidad.
- ¡Oh, va a ser un momento lindísimo!
- No tanto. Si no te impacientas, verás que el sacerdote echará suertes sobre nosotros dos, como alguna vez en lo futuro lo hará el árbitro de un partido de fútbol para decidir en qué mitad del field se plantará cada squadra antes de comenzar la contienda. Perdona lo impreciso de la explicación, extraída de nuestra propensión belicosa; estimo que resultará casi verídica.
- ¿Para qué y cómo echará suertes?
- Al que de nosotros le salga la varilla larga le tocará ser sacrificado a cuchillo; al otro le espera una muerte más lenta y no menos cruel. Ambos moriremos en expiación de los pecados cometidos por todos nuestros amos humanos.
- ¿A quién de los dos le tocará ser degollado en expiación? Dímelo, pues lo sabes.
- A ti.
- ¿Y todavía dices que me envidias? ¿Qué pasará contigo?
- El sacerdote pondrá ambas sus manos sobre mi cabeza y así cargará sobre mi cuerpo las iniquidades de todos, sus rebeldías y sus pecados. Yo seré enviado al desierto, llevado por un cabrero, y dejado allí a libre disposición de Azazel, sin que jamás pueda retornar al rebaño. Cargaré y transportaré todas esas abominaciones a tierra inhabitada, quedaré inmóvil o marchando por ella hasta morir de sed y de hambre, o comido por alguna fiera o por un ermitaño. Si al menos Azazel fuese un demonio, platicaría con él hasta que abreviase la venida de mi imprecisa muerte. Tengo motivos para envidiarte. No llego a ver el instante exacto de mi muerte ni la desesperación que me acosará hasta que suceda. La pena por nosotros y nuestros congéneres enturbia la visión de mi ojo interior… Pero acerquémonos ya al ara: el sumo sacerdote tiene todo preparado.
Keine Kommentare:
Kommentar veröffentlichen