En el año 1942 se escribió un libro acerca
de la caza que dio lugar a un prólogo
memorable. El libro se llama: "Veinte años de Caza Mayor" de
Eduardo Figueroa Alonso-Martínez, Conde de Yebes y su prólogo fue escrito por el gran filósofo José Ortega y Gasset.
Es una de las obras esenciales de la
bibliografía cinegética de todos los tiempos, no sólo por ser la obra cumbre de
su autor, que ha servido como manual de referencia inalterable para varias generaciones
de cazadores, sino porque se ha visto complementado con el más famoso prólogo
escrito para un libro de caza: el que compusiera José Ortega y Gasset, que
supone uno de los más importantes ensayos filosófico sobre la caza, en el que
dejó de manifiesto la estrecha vinculación natural del hombre con la actividad
cinegética.
El libro es una auténtica joya del arte
literario, aconsejado para cazadores y no cazadores, pues ayuda a entender la
verdadera problemática de la caza.
El conde de Yebes: Eduardo de Figueroa y Alonso-Martínez, VIII Conde de Yebes, (Madrid, 20 de septiembre de 1899-Madrid, 11 de julio de 1984) fue un arquitecto, escultor, escritor y cazador español.
Fue el sexto de los siete hijos del matrimonio formado por Casilda Alonso-Martínez y Martín (hija de Manuel Alonso Martínez) y Álvaro de Figueroa y Torres, I conde de Romanones. Su hermanos fueron Casilda, Luis, Álvaro, Carlos, José y Agustín.
Fue diputado a Cortes en 1923 por el distrito de Barbastro (circunscripción de Huesca).
Estudió la carrera de arquitectura en Madrid, titulándose en 1923. Entre 1928 y 1930 proyecta en el número 47 de la Gran Vía el edificio de viviendas y oficinas para D. Santos Suárez y Compañía, que amplía en 1943 para añadir una planta más. Su novedad radicaba en la inclusión de un pasaje comercial que conectaba con la calle de Silva. Entre sus obras cabe destacar el edificio de viviendas sito en el número 53 de la calle de José Abascal o el conjunto de siete viviendas en la calle de las Yeserías 51-63, que se encuadran dentro de la corriente denominada racionalismo madrileño. Junto con Daniel Zavala, presentó un proyecto por la construcción del Nuevo Hipódromo de Madrid, por el que obtuvieron un segundo premio.
Como cazador publicó Veinte años de caza mayor, prologado por Ortega y Gasset y dirigió La caza en España. Documentó la presencia de la cabra montés en la cordillera Penibética en 1947. Fue Presidente de Honor de la Federación Española de Caza, hasta su muerte, así como fundador y Presidente de la Junta Nacional de Homologación de Trofeos de Caza.1 Posee el récord del mundo del antílope gigante sable, que cazó en Angola en 1949 y legó al Museo de Ciencias Naturales de Madrid.
En 1965 fue elegido académico de número para la sección de escultura de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Juan
Francisco Campomar, quien después de cazar su primer ciervo a los quince años,
supo que la actividad cinegética ocuparía gran parte de su vida, se dedicó al
profundo estudio de la vida silvestre. A pesar de considerar que el famoso
texto supera ampliamente su capacidad de inexperto escritor, por sugerencia
directa de la hija del filósofo y de su propia hermana (presidenta de la
Fundación Ortega y Gasset Argentina), decidió analizar el contexto filosófico del magnífico ensayo sobre la caza de Ortega y
Gasset.
-o-o—o-
ORTEGA Y GASSET: LA “MISMIDAD DE LA CAZA” -
Comentarios de Juan F. Campomar
PALABRAS
PRELIMINARES - por Marta Campomar
Desde una completa falta de
experiencia empírica en asuntos de cacería, acompaño
con estas palabras
preliminares el texto de Juan Francisco Campomar, como
vicepresidenta de la
Fundación Ortega y Gasset de Argentina, a sabiendas de que doña
Soledad Ortega Spottorno, en
su última estadía en nuestro país, conversó largo y
tendido con mi hermano
respecto del Prólogo a la cacería de su padre. José Varela
Ortega, nieto del filósofo,
también ha intercambiado sus experiencias venatorias con el
autor de este libro, con lo
cual participamos de este modo de esta vocación con la
familia Ortega, desde ese
lejano vínculo familiar que nos dejaron nuestros antepasados,
para retomar, una vez más el
diálogo que se inició en 1916 hasta el presente, ampliando
en cada etapa histórica, la
experiencia americana de Ortega y Gasset entre argentinos.
En 1939, con humor crítico,
reflexionaba el filósofo sobre su última estadía en
nuestra capital: “Las calles
y los salones de Buenos Aires y los círculos académicos
están llenos de rebaños de
panteras magníficas que caen sobre el transeúnte: son las
pasiones de Buenos Aires,
los motores del pueblo joven”, encendidos por la pasión
política de aquellos años.
Pasiones “indómitas y sin bozal”, sin inhibiciones, sin freno,
que dan “sus grandes brincos
feroces de felinos, (y) se disparan subitáneas sobre el que
pasa”. Son pasiones
criollas, comentaba Ortega, que tenían su propia cadencia e
historia, y porque nos
consideraba pueblo joven, las percibía funcionando a toda
máquina, “con plenos y
recién hechos resortes”. En este bosquejo lleno de perspicacias
e intuiciones, en el que
abundan ciertas alusiones a fenómenos venatorios (aparece hasta
una mención a “una jauría de
mastines”), Ortega no se ocupó de esa otra pasión que
sería, para él, “la mismidad
de la caza”. Ese deporte adquiría en Sudamérica paisajes
insospechados de otra
realidad humana, la que precisamente construirá Juan Campomar
en sus comentarios al entrar
y salir de un tratado sobre la montería, que tiene raíces en
España pero que poco o nada
se asemeja a las características propias de la actividad
venatoria del continente
americano.
El Prólogo a la cacería al
libro Veinte años de caza mayor del Conde de Yebes, a
pocos años de Meditaciones
del Pueblo Joven en la Universidad de La Plata, es un texto
que ha tenido varias
ediciones en lenguas lejanas al español. Es considerado por los
cazadores como un clásico de
la literatura venatoria, y ha despertado entre historiadores,
antropólogos, etnólogos y
aficionados a la caza un disparadero de emociones e ideas,
sobre la esencia misma de la
acción de cazar en cualquier rincón del mundo. El que
habita Juan Campomar, con su
experiencia peculiar adaptada al ámbito argentino, es
solo un repertorio más de
los muchos que despierta esta universal pasión, que es el
quehacer de la caza a lo
largo de la historia.
Otro punto de vista nos
ofrece el prólogo al Prólogo de Ortega y Gasset escrito por el
profesor Santiago Muñoz
Machado, catedrático de Derecho de la Universidad
Complutense de Madrid quien,
a pedido de la Fundación José Ortega y Gasset de
España, aportó sus
conocimientos sobre el deporte de la montería en España,
comentando el sugerente
escrito de Ortega sobre el arte de la caza mayor, hecho con la
pasión de un aficionado
distinguidísimo, como lo fue el conde de Yebes. El Prólogo de
Ortega, aclara Muñoz,
aventaja al libro en ser “una enjuta y preciosa obra de arte
literaria y, probablemente,
la primera reflexión filosófica seria y bien enhebrada
referida a las difícilmente
explicables razones por las que los seres humanos sienten
irresistiblemente la pasión
de cazar”.
Según explica Muñoz, el
reconocimiento que hace el propio Conde de Yebes del
Prólogo orteguiano en su
libro -“gracias a él, Ortega nos ha legado algo sin
precedentes en la biografía
venatoria desde que el mundo es mundo”-, se debe a la
penetración intelectual del
filósofo quien, al describir las correrías de montero de Yebes,
ofrece al lector con pelos y
señales los mil detalles de una montería , deporte cinegético
de larga trayectoria en
Europa donde también existían variantes diferentes a las de la
mística y prácticas
españolas. Él hará un recorrido desde los primigenios neolíticos,
pasando por los Romanos,
Medioevo y ecos literarios de España, hasta llegar a las
prácticas de Yebes,
“rumiando”, como diría entre argentinos, en zonas de la historia
universal desconocidas en
otros continentes. Este deambular por los caminos de otras
culturas incluía siempre en
Ortega modos de ser de la América Hispana y la del Norte,
con sus propios códigos
ancestrales y usos contemporáneos. Sin embargo, aun dentro de
la vida autóctona de
naciones distintas a la europea, la pregunta clave sigue siendo la
misma: “¿Qué diablos de
ocupación es esa de cazar?”. Esta misma pregunta conduce a
Juan Campomar, cazador
aficionado argentino, a retomar el Prólogo de Ortega en
búsqueda de concordancias
atemporales, diferencias regionales, y similitudes tácticas
respecto del dilema moral
que despierta hoy día el deporte de la caza a nivel mundial.
Juan Campomar es un conocido
y experto cazador del hemisferio sur, autor de un
libro sobre la biología y
cacería del ciervo rojo en Argentina, libro en que recoge la
historia sobre la relación y
supervivencia del ciervo autóctono, y el exótico, que
introdujo un español, don
Pedro Luro, en territorios argentinos.
Sin considerarlo una
contradicción, Campomar se declara conservacionista,
encarando el desafío que se
presenta actualmente con la apertura de recursos turísticos,
los cotos de caza, y la
búsqueda de buenos trofeos. En su artículo “La caza deportiva y
el moderno conservacionismo”
(2005) destaca que “es esta una larga y apasionante
historia que quizás nos permita
por primera vez remarcar el eterno conflicto que
protagonizan el hombre, la
fauna y el medio ambiente, problema que lejos de quedar
solucionado está hoy más
vigente que nunca”. Este es un debate moral que como
aficionado a la caza él pone
sobre la mesa, habida cuenta de que el cazador es el nexo
entre el proceso destructivo
de la fauna, las poblaciones aborígenes, el crecimiento
demográfico y la alteración
del medio ambiente. Santiago Muñoz, en su Prólogo al
Prólogo de Ortega, al cierre
de su recorrido, concluye que resulta difícil buscar una
explicación definitiva “que
sirva para justificar por qué diablos los seres humanos,
preferimos utilizar la caza
como forma de captura y muerte de algunas especies”. Su
comentario a este dilema es
que “probablemente no podemos evitar hacerlo, porque, en
último término, somos la
herramienta final de un equilibrio biológico que demanda
nuestra intervención”.
Algo de este mismo
razonamiento aparecerá en los argumentos que desarrolla
Campomar al encarar la
“mismidad de la caza” ingresando en la modernidad. Él refiere
que existen numerosas y
novedosas formas de encarar la cuestión pero siempre
presentándose el mismo
dilema moral dado que el hombre actual sigue siendo cazador.
Hoy, escribe Campomar en su
Introducción, “la lucha es más ideológica que ética”. Las
ciencias biológicas
conforman nuevos planteos, pero concuerda con el punto de vista de
Ortega cuando afirma que
“las esencias siguen intactas por más que haya cambiado la
mentalidad del cazador”.
“Evocando el pasado,
continúa razonando Campomar, todo indica que hemos
logrado un progreso
sostenido, pero todo cambio debe enfrentar desafíos que no pasan
ya por la técnica, ni la
ética del cazador sino por la ética de la muerte del animal que
hemos tratado de dilucidar.
En eso consiste el progreso actual, en cómo debemos
analizarlo para estar
dispuestos a enfrentarlo”.
La actividad de la caza, a
la que Ortega, como los que recorren con él la historia del
quehacer cinegético desde
los albores de la humanidad atribuyen rituales y místicas
imperecederas, se analiza,
en el caso de Campomar como cazador sudamericano: él se
concentra en desmenuzar
costumbres venatorias desde los orígenes de la biología
continental, con su rica
evolución social, su ecología propia, hasta con los “íntimos
recovecos zoológicos” que
marcan la evolución de las especies en un enorme territorio
aún inexplorado, con
paisajes poco conocidos por los que pasaron hombres y mujeres,
culturas, imperios, la vida
colonial; y de colonos e inmigraciones más tardías; cada una
de ellas, como recordaría
Ortega en Meditación del Pueblo Joven, conduce hacia el
interior de su vida
autóctona.
Campomar, al transitar junto
con Ortega, por los módulos ancestrales del acontecer
venatorio, traza sus propias
huellas y rescata una épica y unos senderos muy distintos,
adaptados a las técnicas de
cacería nativas, que se arraigan a un suelo específico, a una
naturaleza de enormes
proporciones y con desafíos o resoluciones distintas a las
conocidas en Europa. En un
plano más doméstico, en la estancia Acelain de Enrique
Larreta, en cacerías
nocturnas por la pampa húmeda, Ortega vivenció técnicas
venatorias que le llamaron
la atención. Una vez instalado en Portugal al retornar de
Argentina, comparte
superficialmente con cazadores de ese país algunas experiencias
que habría vislumbrado en el
campo de amigos porteños; de haberse topado con
cazadores expertos de otras
generaciones como la de Juan Campomar, hubiese podido
ampliar sus conocimientos
venatorios descubriendo que muy poco se debía a las
costumbres españolas y mucho
al terruño y a las costumbres nativas del criollo. Hubiera
escuchado con atención algo
más sobre la caza y preservación del ciervo rojo al que se
refiere Campomar cuando en
relación al moderno conservacionismo se pregunta: “Los
argentinos tenemos una de
las mayores variedades de ciervos autóctonos del mundo,
verdaderas joyas de la
diversificación y especialización radiativa de aquellos primitivos
odocoilenos que cruzaron el
Istmo de Panamá y que se ‘embotellaron’, valga la
expresión , en el extremo
sur del continente , pero curiosamente la mayoría de ellos está
pasando la cornisa de
extinción. Cabe preguntarnos como habiendo experiencias
positivas con los exóticos,
los autóctonos no puedan levantar cabeza. Es que faltan los
Luros, los Mauras, o los
Homann”.
No pertenece a este espacio
hacer un análisis exhaustivo de estas cuestiones que
tienen su respuesta en el
libro de Juan Campomar sobre el ciervo rojo, donde Pedro
Luro y otros personajes de
origen vasco o colonos de otras regiones de España tuvieron
gran protagonismo. Lo que
moviliza el texto de este autor siguiendo los pasos de
Ortega, es la mismidad de la
caza, como deporte, como actividad necesaria, como
herencia de antiguos ritos y
costumbres cinegéticas, tan primitivas como las que
practicaban pueblos ya
desaparecidos de la memoria continental, o de tribus más
recientes como onas o
guaraníes. Entre estos grupos nativos, emboscar, caminar,
rastrear, vistear, y
explorar el medio sin perder el rumbo, es toda una ciencia
antropológica que merece
todavía mayor estudio.
Como cazador de raza
Campomar está dispuesto a encarar este desafío, conservando
el amor al deporte de la
caza, preservando el respeto a la presa con conciencia
conservacionista, exigiéndose
a sí mismo y a otros, que no abandonen estos principios
fundamentales. Con respecto
al Prólogo de Ortega sobre la montería, Campomar no se
aparta de la calidad
filosófica que ha embebido del pensador español rumbeando por los
caminos de otro continente y
otra latitud. Su comentario final resume su gratitud: “es un
privilegio que nos otorga a
nosotros los cazadores, que uno de los filósofos más
preclaros del Occidente
moderno, se ocupe de nuestro quehacer, y que lo haga de tal
forma que su filosofía
termine siendo uno de los clásicos inamovibles de la literatura
cinegética de todos los
tiempos”.
Para los lectores de la
blanda ribera del Plata, el texto de Ortega no pierde vigencia, y
sin duda de haber
intercambiado un diálogo directo con el autor de este libro, a su
interés por la categoría de
“vida colonial” que él decía había sido poco estudiada,
Ortega le habría añadido
otro gran círculo de reflexión global, dedicado a la mismidad
de la caza en el Cono Sur,
asunto que ya de por sí le resultaría un gigantesco fenómeno
en toda su amplitud.
Esperamos que el libro de Juan Campomar ofrezca a todos los
interesados en el arte de la
caza mayor, ese capítulo que Ortega no pudo completar
sobre la mismidad de la caza
en los naturales entretejidos venatorios de la América
Hispana, lo que le
revelaría, sin duda los secretos más profundos de su realidad étnica y
de su masa conjunta en cada
etapa histórica de su acontecer social.
INTRODUCCION DEL AUTOR
AL PRÓLOGO DE ORTEGA Y
GASSET
Luego de su paso por Argentina
y en su retorno a Europa, exiliado en Portugal,
Ortega y Gasset redactaba
para su amigo el conde de Yebes uno de los más grandes
prólogos sobre la caza en la
España de aquel entonces. Veinte años de Caza Mayor, que
así se titula el libro de
Yebes, es de por sí un excelente tratado de caza pero lo que
realza el valor del libro
son, indudablemente, las 79 páginas del prólogo que le dedica
Ortega.
Para el cazador de raza hay
un antes y un después de ese prólogo. Al terminar su
lectura éste comprobará con
asombro que su querido deporte, antes visto como un mero
pasatiempo, se ha
transformado súbitamente en una razón de ser mucho más compleja y
profunda de lo que su
imaginación previa le sugería, ya que Ortega nos propone una
cinegética mucho más elevada
que conduce al oficio más allá de una faena placentera.
A partir de esa lectura
comprobaremos, gracias a la magistral pluma del autor y a la
profundidad de sus
pensamientos, que el divertimento se ha transformado en un tema de
valor existencial. El autor
nos seduce con su prosa exuberante y florida y con la
clarividencia propia de uno
de los más grandes pensadores de siglo XX; consigue así
sumergirnos en la historia,
la ética y la filosofía profunda que apunta a las esencias
mismas del hombre tomando
como punto de partida algo que parecía intrascendente
pero que, como él mismo
dice, fue su primera necesidad. Y es precisamente sobre ese
argumento que centraremos la
temática de este ensayo.
Es un privilegio que se nos
otorga a nosotros, los cazadores, que uno de los filósofos
más preclaros del Occidente
moderno se ocupe de nuestro quehacer y que lo haga de tal
forma que su prólogo termine
siendo uno de los clásicos inamovibles de la literatura
cinegética de todos los
tiempos.
Ortega no escribe un prólogo
de compromiso, pasatista y trivial; ese nunca fue su
estilo. Al hablar de caza lo
hace con tal pasión y conocimiento que expertos, legos y
profanos, quedan atrapados
desde la primera página en ese contexto cinegético-
filosófico magistralmente
armado.
Con la caza como punto de
partida y como centro de su pensamiento, el autor nos
sumerge en las raíces
antropológicas del hombre, ese hombre primitivo que tanto lo
fascina. Desde ahí nos
proyecta a la caza “actual”, entendiéndose por tal la que se
ejercía en Europa en 1943,
fecha en la que escribió su prólogo.
Visto desde la perspectiva
del prólogo, creo que Ortega se vale de la caza para
presentarnos al HOMBRE desde
sus orígenes, con sus pasiones y, como él mismo dice,
“con sus picos de lucidez”.
Muchas cosas sucedieron
desde aquel entonces, pero es tarea de los cazadores
actuales, tomar la posta y
seguir trabajando sobre esos lineamientos rectores para que la
caza del aquí y ahora siga
teniendo la vigencia que él nos propone.
Desde esas propuestas recién
mencionadas y desde una filosofía antropológica,
Ortega se lanza a filosofar
sobre la caza y lo hace con tal profundidad y maestría que no
deja un solo resquicio del
tema sin aclarar. No podía ser de otra forma, ya que el espacio
mítico que le inspira el
arte venatorio lo conduce a la investigación y a la reflexión
profunda.
Es, además, un prólogo
sorprendente porque encierra dos paradojas: La primera es
que su texto no es un
tratado de caza tal como los lectores del tema están acostumbrados
a visualizar. En él no se oyen
disparos, no se viven aventuras electrizantes, ni se cobran
trofeos excepcionales. Aquí
se habla simplemente de lo que se supone que es la CIENCIA
Y EL ARTE DEL CAZAR. La
segunda, es que EL AUTOR RECONOCE QUE JAMÁS EFECTUÓ UN
DISPARO A UN ANIMAL DE PELO
Y QUE EL EJERCICIO VENATORIO LE ES AJENO, a pesar de
ser, como él mismo lo
declara, un empedernido lector de libros que atañen al tema. LO
SUYO ES PURO PENSAMIENTO Y
NOSOTROS TENDREMOS QUE ADAPTARNOS A ESA FORMA
DE VER LAS COSAS SI QUEREMOS
ENTENDERLO.
¿Puede ser posible entonces,
que quien nunca ejerció ese oficio esté capacitado para
escribir sobre un asunto que
de por sí es pura praxis? A medida que transcurre la lectura
y progresa el desarrollo de
sus ideas, el autor se ocupará de demostrarnos que sí, que tal
logro es posible.
El Prólogo de Ortega y
Gasset es poco conocido entre los cazadores argentinos,
mucho menos aún entre las
nuevas generaciones de aficionados y estudiosos del tema.
Personalmente, la edición de
Veinte años de Caza Mayor que poseo data de 1953;
desconozco si hubo ediciones
posteriores. De todos modos, muchos han oído hablar de
él pero pocos han tenido la
oportunidad de leerlo. Por eso estimo oportuno comentarlo
con la esperanza de que sea
útil tanto al cazador como al profano, y acceder a esos
fragmentos que considero los
más sabrosos.
Como el Prólogo no tiene
desperdicios, el primer desafío fue poder entresacar de él
solo las partes más
selectas, lo que considero que son las más importantes, y como esa
labor se basa en una opinión
estrictamente personal, estoy seguro que para otros que lo
han leído, debo haber
omitido aspectos no menos importantes sobre ese profundo
tratado. En ese caso pido
disculpas de antemano pero entiendo que no se puede
satisfacer a todos.
El argumento que inicialmente
concebí para hacer novedoso el tema es que si quien
nunca practicó la caza puede
escribir genialidades sobre ella, alguien que la vivenció
por años puede también
expresar lo que le enseñó la experiencia.
El pensamiento orteguiano
plantea las cosas desde una óptica tan particular que la
teoría cinegética y su
práctica se concretan en un todo de total coherencia. El autor no
divaga en teorías
fantasiosas ni en pragmatismos reduccionistas: lo suyo es visionario y,
a la vez, claro, concreto,
realista y pletórico de erudición.
Así planteadas las cosas, lo
que puede aportar un cazador a ese ensayo son meros
tecnicismos o conocimientos
científicos adaptados a los tiempos actuales, ya que el
cúmulo de aportes que la
biología moderna posorteguiana ofrece a los manejos de la
fauna silvestre y los
cambios culturales y sociales que luego sucedieron, hace
indispensable su inclusión.
Pero por más vueltas que se le dé al tema, el meollo de este
tratado pasa por las raíces
mismas de la caza cuyas ideas y fundamentos nos aporta el
filósofo. Lo demás, que es
básicamente secundario, se refiere más bien al árido aporte
de datos actualizados
carentes del vuelo y la imaginación que brotan del talento del
autor.
Resulta difícil armar un
texto ordenado en esas condiciones, de manera que opté por
transcribir las frases
sobresalientes de Ortega y Gasset en letras cursivas para que el
lector pueda diferenciarlas
e identificarlas fácilmente de los nuevos cambios
introducidos. En la mayor
parte de los casos tomo la frase textual y completa, pero en
otras ocasiones, cuando
éstas se vuelven muy largas, abrevio o sintetizo el texto,
tratando de que ese pasaje
no pierda el concepto ni el significado preciso.
Como el Prólogo está
dividido en diez subtítulos no estructurados, iremos
trascribiendo y comentando
cada tema por separado, tal como los escribe el autor.
La temática del Prólogo no
está armada paso a paso; no tiene un comienzo ni un
final ordenado: su autor va
desgranando y aportando un conjunto de ideas a medida que
se va armando el relato,
diríamos más bien que trata diversos aspectos sobresalientes
más o menos hilvanados entre
sí, pero que no siguen un orden cronológico, y para no
romper con ese modelo, opté
por seguir la misma técnica, desgranando opiniones
personales cada vez que las
circunstancias así lo indiquen.
Finalmente, en una última
parte, abordaremos las tantas cosas que sucedieron
después de que Ortega
cerrara su Prólogo e incluiremos aportes mucho más detallados,
necesarios para realzar sus
conceptos.
Ésta es, a mi entender, la
contribución que le corresponde al cazador moderno para
que la obra orteguiana tenga
continuidad y amplitud.
Algunas veces quizás, el
lector notará que me he visto obligado a volver una y otra
vez sobre ciertos temas ya
mencionados con anterioridad. Si eso fuese así, es porque de
una u otra forma la temática
me lleva a regresar a esos espacios comunes que la caza
siempre tiene.
Por último, cabe reconocer
que este no es un ensayo escrito exclusivamente para
cazadores porque Ortega y
Gasset nos habla, además, del hombre, de sus pulsiones, de
sus pasiones, de sus
esfuerzos y de su historia. Nos ofrece así un temario de amplia
proyección antropológica y
social en la cual vamos a aceptar sumergirnos.
El amante de la caza, su
detractor, o el intelectual movido por el ansia de saborear lo
bueno que siempre aporta
Ortega, tienen aquí un lugar de lectura, de polémica y de
opinión. Planteadas ya las
cosas de este modo, llegó el momento de introducirnos en el
tema para que, como dice el
propio escritor, logremos poder darle caza a la caza.
CAPÍTULO I - LA CULTURA CINEGÉTICA
Ortega, luego de tomar la
decisión de escribir sobre la caza, se hace la pregunta
fundamental que tantas veces
también pasó por mi mente: ¿Qué género de ocupación es
esa? ¿Qué secreta pulsión
eleva nuestras emociones al punto de llevarnos, en los
momentos decisivos del
lance, al borde de la taquicardia?
La respuesta es clara: no es
una emoción cualquiera; algo profundo se mueve ahí
adentro. Lo importante es
descubrir qué es y en qué consiste precisamente el intento de
Ortega y Gasset a lo largo
de varios pasajes del Prólogo de definir las causas sobre el
fenómeno de la caza y los
sentimientos que afloran en ella.
¿Es esta clase de emociones
el descubrimiento de unos pocos maestros iniciáticos?
De ninguna manera, pues casi
todos los cazadores de ley han pasado por esos trances. El
tema de por sí es tan
conocido que los norteamericanos lo denominan simplemente
“buck fever”. Las manos
tiemblan, el rifle no se controla, el pulso se acelera y la
respiración se agita, esa es
la descripción simplificada del “buck fever”.
Pero la pregunta clave es
¿de dónde proviene tanta agitación? ¿Qué presión
psicológica nos lleva a ese
estado de cosas? Eso es precisamente lo que nos impide
encontrar una respuesta
simplista al tema de la caza y en eso consiste la mismidad de la
caza. Solamente
profundizando en las raíces de la caza podremos exhumar parte del
misterio. Por eso Ortega
vuelve sobre su pregunta clave: “A lo largo de la Historia
Universal, en todos los
tiempos de que hay memoria, desde Sumeria y Acadia, y Asiria
y el primer Imperio de
Egipto, hasta la hora que hoy transcurre, ha habido siempre
hombre, muchos hombres, de
las más variadas condiciones sociales, que se dedicaron a
cazar por gusto, albedrío o
afición. Visto en esto que es su auténtica perspectiva, el
tema de la caza se perhinche
hasta adquirir enorme tamaño. Por eso, con la conciencia
de que es asunto más
peliagudo de lo que al pronto puede parecer, me preguntaba yo
antes ¿qué diablo de ocupación
es esta de la caza?”.
Esta pregunta punzante y a
la vez inquietante tiene una sola respuesta. NOS
ENCONTRAMOS FRENTE A LA
HISTORIA DE UNA DE LAS CULTURAS MÁS ANTIGUAS QUE
VIVIÓ LA HUMANIDAD; por eso,
Ortega dice que la caza, en su esencia, nunca puede
cambiar.
Para afirmar lo dicho, vemos
que el tema es por demás complejo. La caza comienza
desde la noche de los
tiempos ya que siempre hubo seres vivientes que se nutrieron a
expensas de otros seres
vivientes para sobrevivir, originando así largas cadenas tróficas
de predación para “cazar”
-por así decirlo- a sus víctimas. A esas conductas bien
podemos considerarlas como
una auténtica CAZA BIOLÓGICA.
No hay duda de que EL CAZAR
HUMANO ES UNA CONTINUACIÓN DE ESTA CADENA y
comienza con nuestros
primeros congéneres para luego identificarse plenamente con el
hombre paleolítico que
recurrió a ella para sobrevivir como cualquier otra especie
animal. De ahí la lucidez de
Ortega cuando dice que la caza nos viene de la zoología.
Ya entrado en el neolítico agricultor,
el hombre se vale de la caza solo como dieta complementaria de aquella nueva
agricultura incipiente para, finalmente, transformarse
en pasatiempo placentero
cuando entramos definitivamente en la Antigüedad.
Esta última etapa es el
comienzo de una larga evolución que llega hasta nuestros días
bajo la forma de la caza
deportiva tal como la practicamos hoy.
Para adentrarnos mejor en el
tema y teniendo en cuenta que la caza es una de las más
antiguas expresiones
culturales de la humanidad se nos hace indispensable aclarar un
poco qué es lo que
entendemos por cultura venatoria.
La cultura se basa en un
conocimiento asentado sobre largas experiencias. Al pasar el
tiempo acumulando
experiencias, las pautas culturales del hombre se van consolidando,
refinando y enriqueciendo ya
que se trata de ideas activas asentadas en largas
experiencias vivenciales. En
otras palabras, son experiencias afianzadas sobre los
hechos y acontecimientos
vividos y ampliados por ideas creativas y renovadoras. Pero
cultura es, además,
comportamientos aprendidos y trasmitidos de generación en
generación que, al repetirse
y consolidarse, terminan generando una larga tradición que
perdura en el tiempo
conformando así definitivamente una pauta cultural.
En sus orígenes, la
trasmisión cultural de la caza fue puramente oral: pasaba de
padres a hijos por medio de
relatos en fogones y campamentos. Luego, se expande por
medio de símbolos
pictográficos en cavernas; después, a través de la escritura en
paredes, tumbas y palacios
donde se relatan las hazañas del rey cazador para finalizar en
los escritos y libros que
desde la Edad Media llegan a nuestros días. Y, aunque cueste
creerlo, en la era digital,
todavía luego de una jornada de caza, en el fogón del
campamento, los cazadores
volvamos a apelar al relato y al intercambio de experiencias
con el mismo primitivismo y
entusiasmo que hace veinte mil años atrás y ese rito es el
testimonio de lo que hace a
la cultura y a la mismidad de la caza.
El hecho de describir
experiencias cinegéticas por escrito sucedió con la revolución
de la imprenta, que abrió
las puertas a la historiografía, cerrando así el círculo cultural
oral. A partir de allí, la
cultura cinegética se manifiesta escribiendo su historia y eso es
lo que a través de este
ensayo, Ortega y Gasset -citando de tanto en tanto casos
puntuales de su propia
tradición española-, me obliga a hacer desde otra perspectiva: la
sudamericana. Tanto la una
como la otra, se tratan solo de una ampliación
historiográfica parcial para
que se comprenda lo que hicieron esos muchos hombres de
todos los tiempos y clases
sociales.
Ese deseo de resguardar
históricamente la caza es el bien común asentado en
pensamientos y propósitos
afines; es lo que consolida una base cultural desde el bien
común, basada en ideas de
progreso y acciones concretas que perduran en el tiempo.
A pesar de lo dicho, la caza
sigue esperando a un historiador que se dedique a
investigarla plenamente y en
profundidad desde el mismo minuto que el hombre
comenzó a practicarla; así
la entenderíamos mejor y más esclarecidamente. Entremos
ahora en el prólogo de
Ortega, en su propia meditación y ante un tema que él considera
“de enorme tamaño”.
Lo innato y lo adquirido
En la sección sobre “Caza y
felicidad” planteaba Ortega “qué diablo de ocupación es
esta de la caza”. El
filósofo admite que es un asunto peliagudo, ya que hay que definir la
sustancia de cada vida
humana en relación al animal. Así sostiene:
“Al animal no solo le es
dada la vida, sino también el repertorio invariable de su
conducta. Sin intervención
suya, los instintos le dan ya resuelto lo que va a hacer y
evitar. Por eso no puede
decirse del animal que se ocupa en esto o en lo otro. Su vida
no ha estado nunca vacía,
indeterminada. Pero el hombre es un animal que perdió el
sistema de sus instintos o,
lo que es igual, que conserva de ellos solo residuos y
muñones incapaces de
imponerle un plan de comportamiento. Al encontrarse existiendo
se encuentra ante un
pavoroso vacío. No sabe qué hacer; tiene él mismo que inventarse
sus quehaceres u
ocupaciones. Si contase con un tiempo infinito ante sí, no importaría
mayormente: podría ir
haciendo cuanto se le ocurriese, ensayando, una tras otra, todas
las ocupaciones imaginables.
Pero –ahí está!- la vida es breve y urgente; consiste sobre
todo en prisa, y no hay más
remedio que escoger un programa de existencia, con
exclusión de los restantes;
renunciar a ser una cosa para poder ser otra; en suma,
preferir unas ocupaciones a
las demás. El hecho mismo de que nuestras lenguas
emplean la palabra
“ocupación” en ese sentido revela que los hombres vieron desde
muy antiguo, tal vez desde
el principio, la vida como un “espacio” de tiempo que
nuestros actos van llenando,
incompenetrables los unos que los otros lo mismo que los
cuerpos”.
Este conjunto de ideas
encierra dos claves distintas. En lo que respecta al tema de los
instintos, Ortega se expresa
con las teorías propias de su época, pero hoy los etólogos y
los neurólogos nos plantean
las cosas de otra manera. Los instintos humanos no
desaparecen; solo se
archivan en lo más profundo del subconsciente, tema del que
después nos ocuparemos en
más detalle.
La discusión actual diverge
entre los que sostienen que la conducta animal responde
a pautas instintivas
estrictamente heredadas a lo largo de la evolución, y los que dicen
que además de esas conductas
innatas e innegables que plantea el maestro, existen y se
superponen, otras adquiridas
por el aprendizaje directo a medida que el animal es
presionado por múltiples
circunstancias. Se establecen entonces de este modo dos
formas de comportamiento:
las innatas y las adquiridas.
La capacidad de aprendizaje
recorre la zoología de menor a mayor. Cuanto más
evolucionada es la especie,
tanto mayor es su desarrollo cerebral y, consecuentemente,
mayor es su capacidad de
aprender. Siguiendo este razonamiento, la oruga es puro
instinto; el ciervo, en
cambio, ya aprendió a desplegar varias estrategias de evasión a
medida que es perseguido por
los distintos predadores, en tanto que el chimpancé llega
al extremo de elaborar por
cuenta propia algunas rudimentarias herramientas, algo así
como lo que hizo el hombre
primigenio en los albores de su humanidad.
Lo innato y lo adquirido
conviven dentro del mismo individuo a lo largo de toda la
vida. En ocasiones se complementan
y otras veces se contradicen, dando origen a
conflictos y dudas. La
diferencia radica en que las conductas innatas pasan de un
individuo a su descendencia
como parte de su memoria filogenética (léase la historia de
su evolución), en tanto que las
adquiridas generalmente mueren con el propio animal o
en el mejor de los casos
pasan solamente de la madre a su hijo y excepcionalmente al
grupo que lo rodea. Solo en
los monos, y como excepción más que como regla, algunos
simios trasmiten al grupo y
a su descendencia algún comportamiento novedoso y
progresista.
La humanidad es la única de
las especies que tiene la propiedad de trasmitir los
conocimientos adquiridos de
una generación a las siguientes, conservándolos en la
memoria primero y en la escritura
después, de forma tal que lo aprendido perdure para
siempre como una pauta
cultural.
Esa peculiar característica
es la que ha contribuido al gran despegue del hombre
sobre sus pares animales,
sin olvidar, por otra parte, que esa acumulación cultural se
debe básicamente al lenguaje
articulado.
Es así que el hombre acumula
aprendizajes sucesivos, y los animales no: El tigre
siempre cazó y seguirá
cazando de la misma forma; no hay variantes en su estilo. El
hombre, en cambio, a través
de su evolución, fue transformando progresivamente su
forma de cazar. Ahí radica
la diferencia que nos marca Ortega entre el que todo lo
recibe por instinto pero que
poco puede cambiar en el futuro, y ese otro, que a través del
tiempo fue “inventando sus
quehaceres”, reduciendo así su repertorio instintivo con tal
de acumular y crear nuevos
conocimientos intelectivos.
Volviendo otra vez al tema
de los instintos diré por experiencia, que entre los
animales de caza, es
factible observar una transformación progresiva de lo innato a lo
adquirido. Veamos cómo
sucede esta incipiente progresión.
La cría de un animal nace
provista de una serie de conductas innatas que contribuyen
a su supervivencia. En esa
etapa del desarrollo animal, todo es puro instinto y es la
madre, a través de la
educación, la única que puede aportar los conocimientos que su
hijo debe asimilar para
seguir prosperando. Claro está que ese aprendizaje ya está
escrito en sus códigos
genéticos, pero lo latente debe ser activado. Lo que nos resta
saber es, en cada especie,
cuáles son los códigos presentes, cuáles son los latentes y
cuáles son los que no se
poseen y se deben aprender. Eso es, quizás, la brecha que
diferencia a una especie de
la otra, y es lo que marcará su futuro ascenso en la escala
zoológica.
Llegado el destete, momento
en que se rompe la relación madre-hijo, el conjunto de
conductas intuitivas no
alcanza para el juvenil que ya no recibe la protección materna ni
es resguardado por el clan
que le ofreció hasta entonces su seguridad.
Esta crisis es más aguda en
los machos abandonados a su propia supervivencia, ya
que las hembras son
rápidamente incorporadas al clan materno ocupando un lugar en él,
partiendo de las más bajas
jerarquías del clan, pero igualmente más protegidas.
Así planteadas las cosas, comienza
en los juveniles la dura etapa del aprendizaje que
lleva latente. Si bien los
puros instintos siguen rigiendo sus conductas, no son
suficientes para asegurar la
supervivencia: las necesidades presionan, y los jóvenes
deben aprender a
resolverlas. Es esta etapa un aprendizaje basado en la prueba y el
error, única forma por otra
parte, de la que se valen los animales para adquirir
conocimientos y experiencia.
Si Ortega hubiese conocido
estos mecanismos seguramente nos hubiese dicho que en
el mundo animal no hay lugar
para los conocimientos teóricos, esos que solo están,
como dice Ortega, reservados
a “aquel que debe inventar su quehacer”. Esta es una
breve síntesis de lo que hoy
nos enseñan la biología y la moderna sociobiología.
Este esquema de vida así
relatado fue elegido ex profeso. Es el modelo preferencial
de los herbívoros de los
cuales se valió el hombre cazador para servirse de alimento. Por
este motivo me pareció
necesario sintetizarlo para una mejor comprensión futura de
cómo se comporta la fauna
silvestre predada y cómo debe ésta manejarse para
sobrevivir.
En la segunda parte de su
comentario, Ortega nos lleva a lo que luego, al referirse al
hombre paleolítico, tratará
con más amplitud. Él argumenta que si la vida es “necesidad
y urgencia”, esa vida es
como un espacio de tiempo que nuestros actos van llenando y
que en el hombre primitivo,
se llamó caza por necesidad. Ampliando el concepto,
Ortega dirá que “... nos es
impuesta una serie de necesidades ineludibles, que hemos de
afrontar so pena de sucumbir
pero no nos han sido impuestos los medios y modos de
satisfacerlas, de suerte que
aún en este orden de lo inexcusable tenemos que
inventarnos –cada uno por sí
o aprendiéndolo en los usos y tradiciones- el repertorio
de nuestras acciones. Más
aún: ¿hasta qué punto esas que llamamos necesidades
vitales lo son rigorosamente
hablando? Se nos imponen en la medida que queramos
pervivivir y no querremos
pervivir si no inventamos a nuestra existencia un sentido, una
gracia, un sabor que por sí
no tiene”.
“Ello es que para casi todos
los hombres la mayor porción de ocupaciones está
llena de ocupaciones
forzosas, de faenas que por su gusto no ejecutarían”.
Desde su punto de vista,
esas ocupaciones impuestas por la necesidad que Ortega
llama trabajos, solo
confirman la terrible maldición del Génesis.
Al referirse a las
necesidades ineludibles en la medida que queremos pervivir es
obvio que Ortega se está
refiriendo a la supervivencia con la cual tuvo que enfrentarse
el hombre tan pronto “bajó
del árbol”.
Es un hecho evidente que la
supervivencia está llena de necesidades forzosas. Ese
primer hombre para comer
tuvo que cazar y recolectar frutos. Tal fue su primer y
primordial oficio; en otras
palabras, su primer trabajo. Entiéndase bien: eso no fue una
diversión; fue un trabajo
duro e insoslayable. De ahí parte quizás la milenaria fijación
que aún pervive dentro del
subconsciente y esa fijación comienza con la caza. La caza y
la recolección comenzaron
como un trabajo forzoso.
El hombre no se introduce en
la cinegética como cazador deportivo sino como
cazador profesional y lo
hizo por la necesidad apremiante de poder sobrevivir en el
período más largo de su
evolución: me estoy refiriendo al período paleolítico.
Es ineludible entonces, que
la caza tenga en él, la tan profunda raigambre que posee
y que, por lo tanto,
despierte obligatoriamente fuertes y ocultas emociones humanas
que, como sugiere Ortega y
Gasset, en más de un párrafo de su Prólogo es la voz del
pasado que nos vuelve a llamar.
He aquí donde aparece por primera vez, la mismidad de
la caza.
El mandato “ganarás el pan
con el sudor de tu frente” al que Ortega refiere
elípticamente al mencionar
la maldición bíblica, para el hombre paleolítico se tradujo en
un claro mensaje: “COMO
OTROS ANIMALES, MATARÁS PARA COMER Y PARA ELLO TE
TRANSFORMARÁS EN UN
PREDADOR”. De esa forma y desde aquel entonces hasta el día
de hoy, el hombre ocupó su
lugar en el mundo como un predador omnívoro, es decir,
cazador y recolector.
El tema merece varias
ampliaciones porque hace en cierto modo a la razón misma
del cazar. Como cualquier
otro ser viviente que ocupa un lugar en este planeta, homo
sapiens jugó dentro de la
cadena ecológica el papel del predador omnívoro, lo que
significa carnívoro y herbívoro.
Por eso el filósofo dice en otros pasajes que el hombre
tiene tanto de tigre como de
cordero.
Si esa es nuestra identidad
biológica y si ese es nuestro destino, es bueno aclarar un
poco qué se entiende por
predación omnívora ya que estamos viendo cómo,
parafraseando a Ortega, el
tema se está volviendo cada vez más peliagudo.
A modo de introducción y
para crear un contexto abarcativo digamos que la biología
se rige por un sinnúmero de
leyes, pero lo peculiar del caso es que, a pesar de que esas
leyes son palpadas
cotidianamente, el hombre no alcanza a visualizarlas conciente y
seriamente, sino simplemente
como procesos de un subconciente, inexplicable o poco
previsible.
La ley natural
Como la naturaleza no
contrata abogados ni acude a los tribunales, el hombre solo
entiende por ley todo
aquello que se refiere a la relación del individuo con la justicia
humana. Las relaciones del
ser humano con la naturaleza y sus leyes, las considera
simplemente como “fenómenos”
no claramente definidos a los que podemos, arrogante
e irresponsablemente,
manipular a nuestro antojo.
Los conocimientos actuales
nos indican que la naturaleza no se rige por fantasías
extravagantes o
emocionalismos sensibleros sino por leyes concretas, muchas de las
cuales, por ser universales
o cósmicas, desafortunadamente hacen sentir sus efectos de
manera sutil y tan solo en
el largo plazo. Algunas de estas leyes nos son parcialmente
conocidas y otras, las más,
aun nos falta conocer.
Como sucede con todas las
cosas de la Creación, las leyes naturales se nuclean
dentro la Soberana Ley
Natural que los cazadores, por razones de participación
naturalista activa, no
pueden ignorar. La más esencial, en lo que respecta a lo viviente,
es que la vida se rige por
tres de esas leyes fundamentales: nacimiento, conservación y
muerte.
Si los nacimientos superan a
las muertes la especie crece, se expande y se irradia
ocupando distintas
geografías. Sin duda, aquí estamos en presencia de una especie
exitosa. Ese es el caso, precisamente,
del hombre actual.
Si la mortandad supera a la
procreación, la especie se retrae, disminuyen sus
individuos o entra en la
peligrosa zona roja de la extinción. Es el caso de las tantas
especies que hoy mencionan
los zoólogos y conservacionistas.
Cuando nacimientos y muertes
se equiparan, la especie se estabiliza y se conserva
dentro de una dinámica
equilibrada en lo que ecológicamente se conoce como la ley de
la homeostasis.
Estas son las tres
posibilidades que le ofrece la naturaleza a las poblaciones y a los
individuos vivientes que las
componen. A eso la sociobiología denomina dinámica de
poblaciones y, como el
cazador es una de las piezas involucradas en esa cadena, no
puede menos que conocer
estos principios fundamentales para no cometer abusos
depredadores o errores de
interpretación.
Nace así una ley simple y no
escrita pero de fundamental importancia para el mundo
de la caza. Esa ley
proclama: SE CAZA LO QUE ABUNDA Y SE CONSERVA LO QUE ESCASEA.
Al hombre urbano se le
pueden permitir algunos de esos errores de interpretación
sobre este axioma, pero esas
equivocaciones resultan inadmisibles en el cazador
moderno porque se supone
que, teniendo éste la franquicia de cazar, debe saber qué,
cómo y cuánto cazar, y
respetar no solo las leyes de fauna dictadas por la sociedad sino
también esas otras leyes
naturales mencionadas (y no explicitadas pero evidentes), que
lo obligan a actuar
responsable y adecuadamente en el entorno ecológico donde debe
desarrollar su actividad
preferida. En esa ley no escrita están fijadas a fuego las claves
del moderno
conservacionismo.
Sin embargo, el principio
tiene sus bemoles. Una especie puede pasar sucesivamente
de abundar a escasear o
viceversa. Frente a esto, lo que debe importarle a nuestro
cazador es, en el aquí y
ahora, la condición actual por la que está pasando la especie o la
población local en el campo
cinegético donde él debe actuar; es decir, lo que otrora
abundaba y hoy puede
escasear, o se limita su caza o bien se prohíbe, obligándonos así a
la abstención.
Es indispensable también que
los que legislan sobre fauna tengan claro este
diagnóstico y que no
perpetúen leyes burocráticas estáticas a contrapelo de esa dinámica
poblacional, siempre
cambiante y variable, que exige constantemente el monitoreo
sobre el terreno.
Afortunadamente, hemos visto
que especies de caza antes escasas, gracias a un
correcto manejo, se han
vuelto abundantes a punto tal que en algunos casos hasta es
posible abrir ciertos cupos
de caza sobre ellas, algo que antes era impensable. Esa es la
parte positiva del
conservacionismo.
Por esa razón es
indispensable que el moderno cazador sepa abstenerse de cazar
ilegalmente “el fruto
prohibido” que escasea, pues queda la posibilidad de que, al
vencer la tentación, algún
día podrá tener acceso a ella sin necesidad de recurrir a
procedimientos ilegales.
Todo dependerá del entusiasmo, la buena voluntad y el empeño
con que colabore la
comunidad cazadora en el logro de ese objetivo.
Hay una segunda ley: la Ley
del Vitalismo, que dice que toda especie tiende a
expandirse hasta donde se lo
permite el medio. Alcanzado ese límite, se estabiliza y si el
medio cambia, puede
disminuir o incluso desaparecer, según sea la intensidad de la
crisis.
Es bueno recordar, además,
que las especies no son más que un conjunto de
individuos. Algo así como un
individuo supernumerario al que le caben los mismos
principios que al único
ejemplar. Las especies también pueden envejecer en el tiempo,
perder vitalidad y
desaparecer igual que cualquier otro individuo. La única diferencia en
este concepto es que lo
hacen en cientos o miles de años, o sea, a mucho más largo
plazo. Según lo que dicen
Ares y Apesteguía, el promedio de supervivencia de una
especie se calcula en cuatro
millones de años, de modo que al igual que los individuos,
en un futuro lejano queda la
posibilidad de que recorrerán ese mismo camino pero
hablamos de promedios. Eso
también hay que saberlo por cuanto hay especies más
viejas que otras. A modo de
ejemplo: en este preciso momento los virus y las bacterias,
cabal expresión de las más
primitivas formas de vida, están hoy tan vigentes como cuando apareció la vida
en la Tierra, de modo que debemos prever y diagnosticar en lo
posible, el tiempo que puede
perdurar cada especie.
La biología es pródiga en
toda esta clase de testimonios y los apóstoles
conservacionistas
emocionales que le echan la culpa al cazador de todo lo que
desaparece deberían
reflexionar sobre este tema.
La ley universal de la predación
Los individuos y las
especies pueden desaparecer por cataclismos, accidentes
ambientales, vejez o
enfermedades, pero entre los animales hay una cuarta causa: la
predación.
A excepción del hombre, los
componentes de una misma especie animal muy
raramente se predan entre
sí. Son otras las especies que comúnmente se especializan en
predarlas. A los animales
que se transforman en víctimas generalmente los llamamos
predados y a los que se
sirven de ellas los conocemos como predadores: pero los
predados no se quedan de brazos
cruzados esperando patéticamente su final. Eso solo,
dice Ortega, “se da en el
caso de especies precisamente envejecidas que han perdido su
capacidad de adaptación y no
son capaces de modificar sus conductas a los nuevos
desafíos”.
Las especies de predados,
sanas y vigorosas, elaboran sus propias estrategias de
supervivencia: se establece
así, desde la noche de los tiempos, una lucha infinita entre
predados y predadores donde
nadie se saca ventaja.
Nadie se escapa de este
destino: incluso los más agresivos predadores (especialmente
sus crías) son predados por
otros predadores, con lo cual la predación toma LA
DIMENSIÓN DE OTRA DE LAS
TANTAS LEYES UNIVERSALES antes comentadas. Casi se
podría decir que AHÍ DONDE
HAY VIDA YA HAY TAMBIÉN PREDACIÓN Y MUERTE.
Desde el principio de la
vida, incluyendo las especies más primitivas de que se tenga
conocimiento, siempre hubo
un predador /cazador al acecho para servirse de ella.
Se preda en el aire, en los
mares y en la tierra. No hay un solo lugar en este planeta
donde no haya un predador
agazapado esperando su oportunidad. Y hago especial
hincapié en el término
predador /cazador porque a lo largo de todos los tiempos y en
todos los ecosistemas los
predadores, para satisfacer sus necesidades vitales, se valieron
de tres estrategias: la
búsqueda, el acoso o el acecho. Formas exactamente iguales a las
estrategias que hoy utiliza
el cazador moderno. Ello quiere decir que la ley universal nos
lleva inexorablemente al
mismo punto: la caza es la que es siempre lo mismo; ahí no
hay nada por descubrir. Es
ésta, por lo tanto, una de las tantas formas de visualizar a lo
que Ortega se refiere como
la “mismidad” de la caza.
La muerte, la caza, la predación y la depredación
LA MUERTE, COMO FENÓMENO
VITAL, REGULA LAS POBLACIONES DANDO
OPORTUNIDAD A QUE NUEVOS
INDIVIDU OS CADA VEZ MÁS PERFECCIONADOS OCUPEN EL
LUGAR PARA SALVAGUARDAR SU
ESPECIE: A ESO SE LE LLAMA LA LEY DE LA
REGENERACIÓN.
De las causas de muerte, el
accidente, la vejez y los cambios climáticos no forman
parte de nuestro estudio,
pero la enfermedad y la predación sí, porque ésta última actúa
como “purificador”
biológico.
La enfermedad o las fallas
genéticas, fatalmente segregan a los organismos fallidos y
es precisamente el predador
quien percibe esas falencias a veces en forma tan sutil que
en ocasiones el ojo humano
no alcanza a percibirlo.
Una sola deficiencia, una
sola falla en los reflejos, una vacilación en la huida o un
solo error en la conducta
antipredatoria, es suficiente para que el predador cobre su
víctima.
La ley natural se vale de
todos estos elementos, en primer lugar, para reducir las
poblaciones descontroladas
ya que allí donde se concentra gran cantidad de herbívoros,
aparece también un número
creciente de predadores; y en segundo lugar, para mejorar la
calidad de las especies
predadas, ya que el predador en la mayoría de los casos ataca
animales lastimados,
enfermos, viejos o juveniles sin experiencia (recuerden el párrafo
donde se comentaron los
errores de aprendizaje y la falta de experiencia). A pesar de
este accionar, los
predadores nunca pueden exterminar una especie de predados sana,
vigorosa, y de óptima
fecundidad. A lo sumo, la ralean porque cuando la predación se
vuelve intensa los predados
emigran buscando lugares más seguros.
Provistos de estos
argumentos, sigamos ahora la temática del papel que jugó el
hombre en esa naturaleza
prístina.
Las cadenas tróficas
La ecología divide las
criaturas del reino animal en consumidores primarios y
consumidores secundarios.
Como resulta evidente, simplifico este tema hasta reducirlo
a una clasificación
elemental y grosera a la que solo recurro para que se tenga un
panorama de lo que pretendo
demostrar más adelante.
Los consumidores primarios
se valen de lo que produce el reino vegetal en sus más
diversas formas. Su
importancia es fundamental porque SON EL PUENTE VITAL ENTRE
DOS REINOS. GRACIAS A ELLOS,
LO QUE PRODUCE EL REINO VEGETAL A TRAVÉS DEL
PASTOREO Y EL RAMONEO, SE
TRANSFORMA EN PRODUCTO ANIMAL DEL CUAL SE VALEN
LOS PREDADORES PARA SU
PROPIA SUPERVIVENCIA.
PERO NOSOTROS COMO OMNÍVOROS
GOZAMOS DE AMBOS PRIVILEGIOS.
Con este principio se cierra
el primer eslabón de la cadena ecológica. Ese producto
animal elaborado por los
herbívoros predados, a expensas de las materias vegetales es, a
su vez, aprovechado y
transformado en más producto animal por los consumidores
secundarios, esos a los que
denominamos carnívoros. De tal modo que el carnívoro
come la carne que los
herbívoros elaboraron comiendo vegetales y así si se cierra un
fundamental circuito
trófico.
Pero dentro de este esquema,
aparece una tercera categoría de criaturas que se valen
alternativamente de ambas
fuentes: lo que aporta el vegetal y lo que aporta el animal,
estando facultadas así a
sacar lo mejor de cada recurso para poder así aprovechar
integralmente todo lo que
ofrece la naturaleza para reforzar su supervivencia.
A esas especies las llamamos
omnívoras y dentro de ese tercer modelo, aparece
como figura descollante
nuestra propia especie que es, a su vez, cazadora por ser
predadora, y recolectora,
por ser vegetariana.
De esto se desprende que el
hombre no es un carnívoro altamente especializado sino
un carnívoro circunstancial
y oportunista, algo que la historia evolutiva de la humanidad
ha reconocido desde el
primer momento.
A lo largo de su historia,
ese hombre carnívoro casi invariablemente se dedicó predar
herbívoros; esa fue su
fijación, o como se dice hoy día, esas fueron sus especies target.
Desde el pequeño roedor
hasta el gigantesco mamut, todos los herbívoros pasaron
por su aparato digestivo y
esta pauta es casi tan invariable que el lenguaje popular
terminó reconociéndolos como
“animales de caza”.
Pero fuera de estos
“animales de caza”, el primitivo homo sapiens incursionó
también sobre los predadores
cuando estos amenazaban sus ganados o su propia
existencia. En otras
palabras, cuando estos hacían peligrar sus intereses más íntimos. De
modo que como predador puede
también predar sobre sus más feroces enemigos, los
grandes predadores
carnívoros. De esa forma, homo sapiens ya no es un predador
cualquiera: al cazar tanto
herbívoros como carnívoros, SE VUELVE UN SUPER PREDADOR
y eso lo ubica en lo más
alto de la pirámide biológica, hecho que ha perdurado
inalterado hasta nuestros
días.
Es concluyente entonces razonar
que EL HOMBRE FUE PREDADOR/CAZADOR
OPORTUNISTA POR UN MANDATO
DE LA LEY NATURAL. Pero al llegar a esta conclusión
aparece una curiosa novedad.
Son pocos los que se
refieren al hombre como un predador, quizás porque al hacerlo,
nos incomoda vernos incluidos
en lo más feroz y tenebroso de lo que nosotros creemos
erróneamente que tiene el
reino animal. Será por eso, quizás, que para disimular este
incordio y para darle más
elegancia a esa palabra molesta, la sociedad inventó la palabra
caza y desde ese entonces, A
LA PREDACIÓN HUMANA LA LLAMAMOS CAZA Y AL QUE SE
OCUPA DE PREDAR LE LLAMAMOS
CAZADOR.
Aclarada la idea de que
CAZAR ES UN ACTO PREDATORIO NATURAL, no le corresponde
al hombre, sin embargo, la
franquicia de depredar irresponsable y arbitrariamente.
Cualesquiera que sean los
argumentos que invoque, ya sean estos intereses de índole
económica o de pura presión
psicológica encubierta bajo la forma de pasiones
descontroladas y
desprovistas de toda razón, EL HOMBRE PUEDE SER PREDADOR, NO
PUEDE SER UN DEPREDADOR.
CAZAR NO ES DEPREDAR. La
diferencia entre predar y depredar es determinante
porque ÉSTA ÚLTIMA FORMA DE
CAZAR YA NO PASA POR EL MANDATO DE LA SOBERANA
LEY NATURAL.
Los animales predadores no
depredan masivamente y sistemáticamente; el único que
lo hace de esa forma es el
hombre, y ya resueltos a usar definitivamente el término
cazar, DEBEMOS ACLARAR
ENTONCES, QUE TANTO A LOS ANIMALES COMO A LOS
HOMBRES LES ES LÍCITO CAZAR
PERO NO DEPREDAR SOBRECAZANDO. Las culturas
paleolíticas ya conocían
este principio y solo se valían de la caza para asegurar la
supervivencia. Sabían,
además, que se podían utilizar ciertos individuos de la especie
elegida, pero que ésta debía
conservarse sana y numerosa para asegurar la continuidad
de su supervivencia.
Valiéndose de tabúes y amenazas supersticiosas, reglamentaban a
su manera LA LEY DEL ABUSO.
De ahí que muchas de estas culturas establecieran un
vínculo indisoluble con el
animal proveedor considerándoselo animal sagrado.
EN EL CASO DEL HOMBRE
MODERNO, HOY CONSIDERADO LA CRIATURA SUPREMA DE LA
NATURALEZA, LO QUE MARCA LA
DIFERENCIA Y FIJA EL LÍMITE QUE SEPARA LA
PREDACIÓN DE LA DEPREDACIÓN
SON LAS LEYES CINEGÉTICAS, LOS VALORES ÉTICOS.
Esos son los códigos que
deben primar en su conciencia más íntima para evitar el
desborde, porque no debemos
olvidar que ESE HOMBRE ES UN ANIMAL ÉTICO y de eso,
nos hablará Ortega y Gasset
en el Prólogo.
La tecnología y la filosofía en el mundo de la caza
En este paréntesis he
esbozado algunos de los argumentos por los cuales la caza nos
mueve a su práctica. Como
bien notará el lector, el enfoque que elegí y el escenario
propuesto se centran más en
argumentos biológicos de sesgo cientificista que en la
filosofía y en la ética que
nos propone Ortega.
Indudablemente, lo que
sucede es que la sociedad moderna prefiere moverse dentro
de los escuetos planos
científicos. Hoy predominan una ideología y un vocabulario
tecnológico-cientificista y,
por lo tanto, el hombre razona y se siente más cómodo
manejando esos términos. Lo
ético y lo filosófico lamentablemente no atrapan tanto
como en la época que Ortega
escribió su Prólogo y por este motivo creí necesario
actualizar el mensaje.
Como la caza no es un
ejercicio teórico, el cazador exige cada vez más resultados
concretos y los modernos conocimientos
científicos ayudan a esos logros, pero si
vaciamos a la caza de su
razón de ser, SI PRESCINDIMOS DEL CONTEXTO ÉPICO E ILUSORIO
QUE CONTIENE, SI NOS
OLVIDAMOS DE SUS VALORES ÉTICOS, ENTONCES LA CAZA
TECNOLÓGICA SE TRANSFORMA
AUTOMÁTICAMENTE EN UN ACTO MECÁNICO DE MATAR O
DE ACUMULAR TROFEOS SIN
SENTIDO. POR ESA RAZÓN, LA CAZA AUTÉNTICA NUNCA
PODRÁ PRESCINDIR DE SUS
ESENCIAS ÉTICAS Y FILOSÓFICAS, y ese es uno de los más
importantes aportes que le
debemos a Ortega y Gasset en este Prólogo al libro de
Yebes.
El fenómeno social de la caza
“Cazar no es matar”, pero
para que eso sea válido hay que cumplir con reglas de
juego que convaliden el
acto. Ahí es donde aparece el contenido ético sin el cual el acto
cinegético moderno pierde
sus esencias. Es en ese sentido adonde nos dirigimos ahora
para que Ortega nos hable de
la felicidad del cazar. Sus comentarios al respecto son
significativos:
“...sumergido penosamente en
sus trabajos u ocupaciones forzosas, el hombre
proyecta con su fantasía, a
ultranza de ellos, otra figura de vida, consiste en
ocupaciones muy distintas,
en cuya ejecución no le parecería perder su tiempo, sino, al
revés, ganarlo, llenándolo
satisfactoria y debidamente”.[...] “Mientras las ocupaciones
forzosas se presentan con el
cariz de imposiciones forasteras, a estas otras nos
sentimos llamados por una
vocecita íntima que las reclama desde secretos y profundos
pliegues yacentes en nuestro
recóndito ser. Este extrañísimo fenómeno de que nos
llamamos a nosotros mismos
para hacer determinadas cosas es la ‘vocación’.
Hay una vocación general y
común a todos los hombres. Todo hombre, en efecto, se
siente llamado a ser feliz;
pero en cada individuo esa difusa apelación se concreta en
un perfil más o menos
singular con que la felicidad se le presenta. Felicidad es la vida
dedicada a ocupaciones para
las cuales cada hombre tiene singular vocación”.
Metido
en ellas, no echa de menos
nada; íntegro le llena el presente, libre de afán y nostalgia.
Ejercitamos las actividades
trabajosas, no por estimación alguna de ellas, sino por el
resultado que tras sí dejan,
en tanto que nos entregamos a ocupaciones vocacionales
por complacencia en ellas
mismas, sin importarnos su ulterior rendimiento” [...].
[...] “He ahí a los humanos
colocados frente a dos repertorios opuestos de
ocupaciones: las trabajosas
y las felicitarias. Es conmovedor y de gran melancolía ver
cómo en cada individuo
combaten ambos. Los trabajos nos quitan el tiempo para ser
felices, y las delicias
mordisquean cuanto pueden el tiempo reclamado por el trabajo”.
Y sigue reflexionando Ortega
que es importante saber qué clase de imagen los
hombres se han forjado de la
felicidad y qué hace el hombre cuando es libre. “Pues ese
hombre máximamente liberado,
ese hombre aristocrático ha hecho siempre lo mismo:
correr con caballos o
emularse en ejercicios corporales, concurrir a fiestas, cuyo
centro suele ser la danza, y
conversar. Mas antes que todo esto, por encima de todo ello
y con constancia aun
mayor...cazar”. [...] “Eso es lo que preferentemente han hecho
reyes y nobles: cazar. Pero
acontece que lo mismo han hecho o deseado hacer las
demás clases sociales, hasta
el punto de que casi, casi podían comprimirse las
ocupaciones felices del
hombre normal en las cuatro categorías: caza, danza, carrera y
tertulia. Secciónese por
donde plazca el dilatado y continuo flujo de la Historia, y se
verá que también el burgués
y el miserable han solido hacer de la caza su más feliz
ocupación”. [...]
“Sin embargo, la prueba más
enérgica de la extensión que ha tenido en toda la
Historia el afán de cazar,
está en el hecho contrario, a saber: que con máxima
frecuencia y a lo largo de
los siglos no se ha dejado cazar a todo el mundo, y se ha
hecho de esta ocupación un
privilegio, uno de los privilegios más característicos de los
poderosos”.
¡Vaya tema el que nos
propone el autor! Sin dobleces, Ortega nos mete de lleno en el
problema más delicado que
tuvo que afrontar la caza a través de su historia.
Es esta una cuestión que
todos tratan de eludir por las consecuencias sociales que
lleva implícitas y porque
además, por más soluciones que se le busquen, siempre va a
seguir siendo un asunto
controvertido y polémico, porque la caza no es un pasatiempo
sino, como insinúa Ortega,
“un anhelo, todo lo extraño que se quiera, pero profundo y
permanente en la condición
humana”. Por lo tanto, no puede satisfacer por igual a
todos los que pretenden
incursionar en la cinegética.
Desde que el hombre es tal,
el conflicto siempre estuvo a flor de piel. Si las
primitivas culturas
cazadoras delimitaban territorios es por la sencilla razón de que
dentro de ese espacio
hipotético las tribus vecinas no podían cazar, pescar o recolectar.
Esos recursos eran tan
valiosos, que significaban la supervivencia de la tribu y si había
que recurrir a la violencia
para salvaguardar ese valioso terruño, no había empacho en
declararle la guerra al
vecino.
Los recursos escasos,
cualquiera sea su naturaleza, siempre fueron tema de fricción,
y como vemos, estos
comienzan ya con la caza paleolítica.
La protohistoria de nuestro
país -Argentina- está repleta de esa clase de conflictos:
onas, tehuelches o
guaycurúes no vacilaron en guerrear entre sí por conservar indemnes
sus territorios de caza.
Pero esta historia también
nos dice que algunas tribus acosadas por el hambre
solicitaban autorización a
los caciques vecinos para poder cazar dentro de sus territorios
y así poder paliar su
situación. La territorialidad se extendía a tal punto, que cuando una
tribu tenía que migrar, era
costumbre avisar de su paso a los jefes vecinos para solicitar
la servidumbre de paso,
cultura que aún se respeta en algunas de las remotas regiones de
difícil acceso que tiene
nuestro país.
Como vemos, la
territorialidad y la caza desde siempre fueron temas delicados. ¿Es
la territorialidad un
invento del hombre? De ninguna manera. Cualquier especie
predadora -félidos y cánidos
por poner solo dos de los ejemplos más conocidos-,
también disputan
agresivamente sus territorios de caza, de modo que la territorialidad
cinegética, como sugiere
Ortega, nos viene también de la zoología y no de la
antropología.
En resumen, la caza,
cualquiera sea la especie en cuestión, se relaciona íntimamente
con los recursos escasos que
posee cada territorio. Si el animal disputa estos territorios
sin ninguna clase de
concesiones, el hombre, en cambio, demostró que este concepto
evoluciona y se flexibiliza
ya que como vimos, está facultado en determinadas
condiciones, a conceder
franquicias -los conocidos permisos- por los que tanto lucha
cualquier cazador.
Para conseguir el mencionado
permiso, el cazador debe solicitar al propietario o al
Estado moderno, la debida
autorización para practicar su deporte en un determinado
espacio y tiempo y de ese
modo surge una nueva conclusión que complica aún más las
cosas. Los territorios
tienen dueños, llámense estos tribales, privados o públicos, y solo
sus dueños están facultados
a otorgar los deseados permisos. Aquí comienza la potestad
de los poderosos a los que
Ortega hace referencia
Históricamente, los conflictos
surgieron entre el cazador y el dueño de campo ¿pero
es acaso el Estado generoso
e irresponsable dispensador de permisos?
Las veces que por razones
políticas así lo hizo, la fauna entró rápidamente en peligro
de extinción de modo que
frente a esta situación, solo le quedan dos caminos: volverse
tan restrictivo como el
dueño de un coto privado o dejar que la depredación continúe
hasta que la caza
desaparezca ante el gran disgusto de todos aquellos que en su
momento, exigieron disfrutar
del recurso sin ninguna clase de limitaciones.
Al plantearse así el
problema ingresamos indefectiblemente en una cadena de
sucesos que culmina con el
goce de los privilegios. Sigamos pues los sucesos.
Obtenido el territorio, ¿a
quién le otorgamos permiso? A unos pocos. No porque no
deseamos dar a más, sino
porque no podemos hacerlo porque es la cantidad de piezas
cazables la que marca el
límite.
Se dice que la caza es
elitista, pero esa no es la realidad: la caza es popular pues,
como bien dice Ortega, desde
el rey hasta el más humilde vasallo, todos desean e
intentan cazar.
La figura del furtivo
testifica precisamente que la caza no apetece solo a una minoría
aristocrática o a una clase
social determinada, sino que es el deseo propio de todos los
niveles de una sociedad pero
si se depreda la fauna, ésta deja de ser un producto
renovable. A esto alude
certeramente Ortega cuando en el contexto histórico escribe:
“Una de las causas de la
Revolución Francesa fue la irritación de los campesinos
porque no se les dejaba
cazar, y por eso uno de los primeros privilegios que los nobles
se vieron obligados a
abandonar fue éste. En toda revolución lo primero que ha hecho
siempre el ʻpuebloʼ fue
saltar las vallas de los cotos o demolerlas, y en nombre de la
justicia social, perseguir
la liebre y la perdiz. Y esto después de que los periódicos
revolucionarios, durante
años y años, habían denostado en sus editoriales a los
aristócratas por ser tan
frívolos que...se ocupaban en cazar”.
[...] “No es, pues, un azar
ni mera insolencia subversiva la inveterada furia de los
populares contra el
privilegio de la caza. Está sobremanera justificada: en ella revelan
que son hombres como los de
más arriba, y que es normal en el ser humano la
vocación, la ilusión
felicitaria de la caza. Lo que es un error es creer que ese privilegio
tiene un origen arbitrario,
que es pura injusticia y abuso de poder”.
Entonces, si la caza no es
elitista ¿por qué entonces no todos pueden practicarla? La
respuesta es también
sencilla: Siendo la caza un recurso escaso, se vuelve
inexorablemente restrictiva
para que se la pueda seguir practicando y ahí está el
verdadero meollo del
problema. Por más que se pretendan suprimir los privilegios, no
podremos superar el escollo
del recurso escaso, ese que nos recuerda permanente e
impiadosamente, que la caza
irrestricta es imposible en el tiempo abriendo así el camino
a los inevitables
privilegios. Si es restrictivo el derecho de cazar, ese beneficio se
volverá inexorablemente
competitivo.
En todos los órdenes de la
vida, y la caza no es en esto una excepción: cuando la
demanda supera a la oferta
surge la competencia y para superar esa competencia, es por
demás sabido, que el que
compite va a buscar de mil modos el favor de los poderosos
para obtener el deseado
privilegio. Como dice Ortega, “no es improbable que ya en la
época neolítica cobrase
ciertos rasgos de privilegio. El hombre neolítico, que cultiva ya
el suelo, que ha domesticado
y cría animales, no necesita, como su antecesor
paleolítico, nutrirse
principalmente del trabajo venatorio. Descargada de su
forzosidad, la caza se eleva
a deporte. El hombre neolítico es ya rico, y esto significa
que vive en auténticas
sociedades; por tanto, en sociedades articuladas en clases, con
su inevitable ʻarribaʼ y su
inevitable ʻabajoʼ. Difícil es que no fuese, en una u otra
dosis, acotada la caza”.
Con esta frase Ortega ya
define magistralmente los necesarios privilegios y hace la
transición entre la caza de
subsistencia y la caza deportiva que, por otra parte, ya insinúa
claramente cuando nos habla
de la felicidad que otorga el cazar, puesto que, NINGÚN
HOMBRE PALEOLÍTICO CAZABA
SIMPLEMENTE PARA SER FELIZ. Veamos ahora lo que nos
propone Ortega acerca del
placer de la caza: introduce una frase que define por sí
misma todas las esencias de
la caza deportiva: “Cazar es así un menester duro, que
exige mucho del hombre: hay
que mantenerse entrenado, arrostrar cansancios
extremos, aceptar el
peligro. Implica toda una moral y del más egregio gálibo. Porque
el cazador que acepta la
moral deportiva cumple sus mandamientos en la mayor
soledad, sin otros testigos
ni público que los picachos serranos, la nube vaga, la encina
ceñuda, la sabina temblorosa
y el animal transeúnte. Se empareja así la caza con la
regla monástica y la
ordenanza militar. Por eso al presentarla yo como lo que es, como
una forma de felicidad, he
evitado llamarla placer. Sin duda que en toda felicidad hay
placer; pero el placer es lo
menos en la felicidad. El placer es un acontecimiento
pasivo, y conviene volver a
Aristóteles, para quien era evidente consistir siempre la
felicidad en una actuación,
en una energía, y un esfuerzo. Que este esfuerzo, conforme
se va haciendo segregue
placer no es sino un añadido y, si se quiere, uno de los
ingredientes que componen la
situación”. [...] “Las ocupaciones felices, conste, no son
meramente placeres; son
esfuerzos, y esfuerzo son los verdaderos deportes. No cabe
pues, distinguir el trabajo
del deporte por un más o menos de fatigas. La diferencia está
en que el deporte es un
esfuerzo hecho libérrimamente, por pura complacencia en él,
mientras el trabajo es un
esfuerzo hecho a la fuerza en vista de su rendimiento”.
Creo que en este párrafo
está todo dicho, difícilmente se pueda agregar algo más. NO
CONFUNDIR FELICIDAD CON
PLACER ES UNO DE LOS CONSEJOS MÁS SABIOS QUE LE DEJA
ORTEGA AL CAZADOR.
Los cazadores de ley saben
muy bien que en la soledad del monte, el único juez que
vigila como un estricto
censor todos sus actos, es la propia conciencia. LA CAZA ES UN
DEPORTE SORPRENDENTE Y ÚNICO
PORQUE NO TIENE REGLAS ESCRITAS Y, POR LO TANTO,
NO ESTÁ CONTROLADA POR
NINGÚN ÁRBITRO CUYA ÚNICA FUNCIÓN ES HACERLAS
CUMPLIR. EL CAZADOR
DEPORTIVO CUMPLE SOLO CON LAS REGLAS QUE LE MARCA SU
PROPIA CONCIENCIA Y ESE ES
SU GRAN DESAFÍO PORQUE SOMETIDO A ESA PRESIÓN DEBE
EXCLUSIVAMENTE JUZGARSE A SÍ
MISMO. Saborea de ese modo su cacería por el esfuerzo
que le significó conquistar
su trofeo, y admite con igual templanza los éxitos y los
fracasos, en el pleno
conocimiento de que la suerte, cual sombra invisible y burlona,
camina a su lado concediendo
alternativamente el éxito o el fracaso.
El hombre fogueado en la
caza, básicamente añora sus esfuerzos y desvelos, el trofeo
conquistado, pero también
aquel soñado que se escapó. Lo que realmente perdura en su
memoria es el recuerdo de
HABER ESTADO CAZANDO. Se regodea en los éxitos y se
fortalece en los fracasos
porque ambos por igual tienen el sello de una experiencia
profunda y no de una teoría
lejana.
Caza y trofeo-cultura
A pesar de la claridad con
que nuestro filósofo diferencia el placer de la felicidad, en
la caza moderna placer y
felicidad parecen separarse en un punto: EL PLACER ESTÁ EN
EL TROFEO Y LA FELICIDAD EN
EL HECHO DE CAZAR.
Algunos cazadores modernos
quedan tan embriagados con la simbología del trofeo
que, obnubilados por éste,
olvidan todas las otras circunstancias que acompañaron su
obtención. En otras
palabras, desprecian la experiencia vivida y por lo tanto, solo
buscan el placer del trofeo,
olvidándose del placer que otorga el cazar. En eso consiste
el trofeo-culturismo que
prende fuerte en algunos sectores de la caza.
La caza moderna nos muestra
hoy super trofeos diseñados ex profeso para satisfacer
esta clase de vanidades
excéntricas.
Evidentemente, el factor
económico tiene mucho que ver en este panorama. Esta
obsesión por el trofeo
récord conduce a esa suerte de vanidad propia de las sensaciones
placenteras: el egocentrismo
de haber superado a otros adeptos ahí donde más les duele:
en la obtención del trofeo
superior.
Como consecuencia de esta puja
ficticia se establece una competencia
trofeoculturista que deforma
la esencia del deporte y ensucia o borra el placer del cazar.
Dentro del jaulón no hay
esfuerzo ya que no hay ninguna posibilidad de fracasar. Al
no otorgarle al animal el
libre juego de la evasión y la huida, SE ROMPEN TODAS LAS
REGLAS DE ESTAR CAZANDO ya
que el encierro suprime todo lo bueno que prestigia a la
caza deportiva puesto que
estos súper animales se producen en criaderos para
maximizar ganancias.
Esto que escribo no se debe
tomar como una regla absoluta. Hay muchos cazadores
trofeoculturistas que
obtienen su récord con el esfuerzo y la dedicación propias del
mejor de los cazares porque
los buscan en su entorno natural.
Sin embargo, la competencia
y el afán trofeoculturista abren las puertas a ciertas
malas artes. Como en tantas
otras cosas de la vida, la tentación está ahí emboscada,
esperando su oportunidad y
algunos pisan la trampa y llegan en casos extremos a la
transgresión o a la
falsificación. Para esta clase de cazadores lo importante es el récord,
no importa cómo se obtuvo.
En algunos pocos casos la obsesión llega a tal punto que
uno no sabe si son realmente
cazadores deportivos o meros coleccionistas de cueros y
astas.
Considero que EL TROFEO NO
TIENE NADA DE ILEGÍTIMO, FORMA LA MOTIVACIÓN MÁS
GRANDE DE LA CAZA MODERNA.
Lo importante es saber qué se entiende por tal y hasta
qué punto estamos dispuestos
a trasgredir y pagar para obtenerlo.
Siendo el trofeo el motor
que mueve toda la caza moderna, todos salimos a cazar
esperanzados en obtener el
mejor ejemplar posible ¿Qué puede tener eso de malo? Pero
el buen cazador sabe que
para lograrlo hay tanto de arte como de suerte y basado en esta
filosofía espera su
oportunidad sin perder la cabeza, la esperanza, y su línea de
conducta. Equilibra así, la
ética con el éxito. Creo que este es el mejor antídoto contra la
idea obsesiva del récord.
CAPÍTULO II - LA MISMIDAD DE LA CAZA
Retomando las palabras de
Ortega luego de saltear su relato acerca de la amistad
cinegética que unió a
Polibio con Escipión Emiliano, volvamos a la carga sobre las
razones del cazar: Ortega lo
hace eliminando pormenores, para apuntarle, como es su
costumbre, a las esencias
mismas del tema ya que, como él mismo afirma, lo demás
sería “irse por las ramas”.
Para lograrlo, Ortega inventa una palabra contundente que
define en sí misma todo el
contenido de este libro, por eso lo elegí como título de tapa.
Enfrentado a este desafío
trataré de interpretar lo que esta sola palabra “mismidad”
significa en el mundo de la
caza.
Solo un filósofo de la talla
de Ortega y Gasset puede sintetizar en una sola palabra
todo un universo. Mismidad
significa “esencia”, la razón misma de ser de las cosas; es
el sitio donde todo
comienza, el núcleo raigal desde donde todo lo demás surgirá
después. Por lo tanto, desde
su punto de partida, iremos desglosando muchas imágenes
de lo que significa esta
palabra para que la mismidad cobre fuerza y razón de ser.
Ortega definía el concepto
preguntándose: “¿En qué consiste la acción venatoria
que, por lo visto, ha tenido
siempre el don de entusiasmar a los hombres? Nos interesa
ahora, por lo tanto, no esto
o lo otro que tiene que ver con la caza que a ella se refiere
y que a ella se aplica, sino
LO QUE ES LA MISMÍSIMA CAZA O, COMO DEBERÍAMOS DECIR, LA
MISMIDAD DE LA CAZA”.
Como insinúa Ortega, es un
error definir la caza como una persecución razonada; los
homínidos no inventaron la
caza sino que la recibieron de su antepasado prehumano...
“Ahora bien: es
característico de la caza no haber apenas variado en su estructura
general desde los tiempos
más antiguos. La maravillosa escena de una batida de
ciervos, que hay en la Cueva
de los Caballos, y que pertenece a la era paleolítica, no
discrepa en nada importante
de una imagen fotográfica hecha hoy en una montería allá
por Valdelagrana o
Mezquetillas. La única diferencia está en el arma, que allí eran
arco y flechas, mientras
aquí son rifles. [...] Porque si no nos atropellamos al iniciar
esta meditación, caeremos en
la cuenta de que no es matar el propósito exclusivo de la
cacería. Hay cazas que
consisten en ʻcazar vivoʼ al animal, y los hombres primeros que
domesticaron animales
procuraron apoderarse de ellos sin matarlos”. [...] “...los
progresos del arma son
ajenos a la entraña de la caza, que la razón no es ingrediente
primario en ella, puesto que
la caza no puede, en lo sustancial, progresar. Tanto es
así, que apenas el arma se
fue perfeccionando desapareció toda urgencia de acabar,
fuera como fuera, con el
animal; es decir, que se hizo deportiva. Y desde entonces, en
la medida misma en que el
arma iba siendo cada vez más eficaz, se fue el hombre
imponiendo limitaciones
frente al animal para dejar a éste su juego, para no
desnivelar excesivamente la
pieza y el cazador, como si ultrapasar cierto límite en esa
relación aniquilase el
carácter esencial de la caza, transformándola en pura matanza
y destrucción. De aquí que
el enfronte entre el hombre y el animal tenga una frontera
precisa, en el que la caza
deja de ser caza; justamente allí donde el hombre da suelta a
su inmensa superioridad
técnica, esto es, racional, sobre la animácula. [...] “Descastar
o destruir por un
procedimiento incontrastable y automático a los animales, no es
cazar. Luego cazar es otra y
más delicada cosa. [...] Ya veremos cómo en la caza que
hoy practica el hombre –y
más o menos siempre fue así- la intervención más importante
de la razón consiste
precisamente en frenarse a sí misma, en limitar su propia
intervención. [...] la caza
no es faena exclusivamente humana, sino que se extiende por
casi toda la escala
zoológica. Solo una definición de la caza que se oriente en toda la
extensión propia al inmenso
hecho y que valga lo mismo para el afán predatorio de la
fiera y el casi místico
ajetreo del Conde de Yebes, tomará esta sorprendente realidad
por la auténtica raíz. Otra
cosa será quedarse por las ramas o, como solemos decir en
Castilla, tomar el rábano
por las hojas”.
Tal como esbocé en párrafos
anteriores cuando me refería a la predación como
componente de la Ley
Natural, Ortega descubre este principio fundamental cuando
escribe: “El gato caza
ratones. El león caza antílopes. El sphex y otras avispas cazan
orugas y gorgojos. La araña
caza moscas. El tiburón, peces menores. El ave de rapiña
caza conejos y palomas. La
caza se extiende, pues, por casi todo el reino animal.
Apenas hay clase o phyla
donde no aparezcan grupos de animales cazadores. No es,
por lo tanto, ni siquiera
peculiar a los mamíferos”.
Dentro de este contexto que
describe Ortega, en el caso particular de los mamíferos
superiores, que son las
presas de las cuales se vale la caza mayor moderna, y que suscita
nuestra atención, la
predación ha dividido las especies en dos grandes ramas: los
predadores y sus presas. Nos
referimos a los carnívoros y los herbívoros.
Una vez más, revisemos la
teoría de Ortega sobre este tema:
“Es la caza una faena entre
dos animales, de los cuales uno es agente y otro
paciente, uno cazador y otro
cazado. Si el cazado fuese también y en la misma ocasión
cazador, no habría caza.
Tendríamos un combate, una lucha en que ambos interesados
se comportarían con la misma
intención y análoga conducta. La lucha es una acción
recíproca.” [...] “Si el
animal que es pieza luchase normalmente y desde luego con el
hombre, de modo que la
relación entre ambos consistiese en ese pugilato, tendríamos
un fenómeno completamente
distinto del cazar. Por eso torear no es cazar. Ni el
hombre caza al toro, ni
éste, al acometer, lo hace con intención venatoria. La
tauromaquia es, en efecto,
algo así como una lucha tan sui generis que, en rigor,
tampoco es eso. La lucha es
una agresión mutua. Mas en la caza se trata siempre de
que un animal se afana en
cazar, mientras el otro se afana en no ser cazado. La caza no
es recíproca. Y no lo es
porque consiste en una relación entre animales que excluye la
igualdad de nivel vital
entre ambos, y mucho más, claro es, excluye que pueda
ejercitarla un animal
inferior respecto a otro superior. [...] La desigualdad esencial
entre pieza y cazador no
empece que el animal perseguido pueda superar al persecutor
en tales o cuales dotes: que
sea más veloz o más forzudo o de pupila más perspicaz.
Siempre ocurrirá que en el
balance general de dotes vitales aventajará al cazado el
cazador. Irremediablemente
es la caza una actuación de arriba abajo. De este modo,
sin buscarlo, se nos
manifiesta en el hecho universal de la caza la desigualdad de nivel
entre las especies: la
jerarquía zoológica”. [...] “Caza es lo que un animal hace para
apoderarse vivo o muerto, de
otro que pertenece a una especie vitalmente inferior a la
suya. Viceversa, esa
superioridad del cazador sobre la pieza no puede ser absoluta si
ha de haber caza”.
Desde esta perspectiva de
Ortega, observamos que a lo largo de los millones de años
en que los predadores se han
servido de los predados, cada grupo fue elaborando y
perfeccionando una serie de
estrategias que condujo a lograr una notable paridad de
fuerzas.
Si reducimos estas
estrategias a su mismísima esencia diremos que los carnívoros
atacan y los herbívoros
huyen, marcando así dos estrategias distintas que son la esencia
de toda cacería a la que
hace mención el autor. La biología nos dice que los predadores
no siempre son exitosos; más
aun, los fracasos suelen ser más frecuentes que los éxitos.
Es por esto mismo que la caza,
como nos da a entender el filósofo, no es recíproca
sino más bien un juego sutil
donde los actores miden la eficacia de dos estrategias
opuestas. Cuando estas dos
estrategias no se sacan ventaja, estamos presenciando una
paridad de fuerzas.
Cada especie está
especializada en una técnica que hace propia; en otras palabras, se
sirven de distinta forma, de
los sentidos, la fuerza y la agilidad para integrarlas y
recombinarlas de distinta
manera para lograr el mismo fin: el mandato que les enseña la
supervivencia: los unos
cazando y los otros, huyendo. Veamos algunos ejemplos.
Las estrategias de los predados
Los felinos basan su
estrategia predatoria en la sorpresa. Para ello optan por ocultarse
y así tender una emboscada.
Llegado el momento preciso y lograda la distancia justa,
atacan con decisión,
valiéndose de una carga fulminante para capturar a su presa, luego
de lo cual, haciendo uso de
su enorme agilidad y fuerza, ultiman a su víctima en forma
rápida y eficaz. Fuera de
los leones, que cazan en grupo, la de los félidos es una caza
solitaria y silenciosa y si
logran abatir a una presa que los supera en fuerza y tamaño
esto se debe exclusivamente
a la maestría y precisión con que dominan el arte de matar.
Por eso, como estudioso del
arte cinegético, nunca dejé de admirar la depurada técnica
de la que se valen estos
animales para dar caza a sus presas. Creo que un felino
experimentado es un
verdadero maestro en el arte del cazar.
La otra forma de predar está
a cargo de los cánidos. La técnica de los cánidos es el
polo opuesto al de los
felinos Los cánidos no atacan por sorpresa: arremeten a ojos vista
y sin ninguna clase de
ocultamientos ya que su estrategia se basa en la persecución
desembozada y sin ninguna
clase de sutilezas.
Como las presas elegidas son
casi siempre de mayor tamaño que el propio, estos
predadores deben atacar en
grupo ya que solos no podrían dominar a un animal de
mayor peso y fuerza. Su modo
de cazar consiste en el recorrido de grandes distancias
buscando el encuentro
fortuito, o más bien levantando el rastro por olfato, valiéndose
para ello de esa exquisita
cualidad. Hecho el contacto, el grupo comienza la persecución
y avistada la víctima, se
precipita sobre el animal elegido al cual tratan de separar de la
manada.
En este tipo de caza casi
siempre se entabla una larga persecución donde gana el que
tiene más velocidad y o
mayor resistencia. Si logran alcanzar la presa, los predadores se
precipitan sobre ella y la
atacan desde varios flancos. Una vez atenazada, se dejan
arrastrar para hacerle
disminuir la marcha, con lo que permiten que los compañeros
rezagados también se prendan
hasta hacerla detener. Ahí viene el acoso final que
culmina con la muerte. Es
esta una muerte cruel y penosa, carente de la precisión y
rapidez con que actúan los
felinos, ya que en algunos casos la jauría comienza a devorar
a su víctima cuando está
todavía viva.
En toda caza, las técnicas
de que se valen los predadores están lejos de ser todo lo
exitosas que parece en este
sintético relato. Muchos son los lances que terminan
fracasando: a veces, los
cazadores son detectados prematuramente; en otras ocasiones
sus presas logran
desprenderse del colmillo o de la garra que las sujeta y las más de las
veces logran huir en veloz
carrera sin que sus atacantes puedan alcanzarlas, de modo
que las jornadas de caza de
los predadores frecuentemente terminan con un estómago
vacío y la penosa necesidad
de recomponer fuerzas y de tener que comenzar todo de
nuevo.
Pasemos ahora al otro
escenario de la puja y veamos cómo se organizan las supuestas
víctimas para no ser
victimadas.
Los herbívoros están
provistos de tres sistemas defensivos altamente eficaces, a
saber: agudos sentidos, una
anatomía privilegiada propia de los grandes corredores, y
una estructura social basada
en la cohesión de numerosos de individuos, todos los
cuales aportan al grupo
muchos ojos para ver, muchas orejas para escuchar y no menos
narices para oler.
Olfato exquisito, agudísimo
oído, y vista muy ágil para detectar movimientos, es el
nada despreciable arsenal
sensitivo que las presas le oponen a sus predadores. No menos
importante es la facilidad y
la velocidad con que sincronizan estos tres sentidos, de por
sí independientes, para que
actúen casi al unísono logrando de este modo elaborar una
magnífica red de protección.
A estas características
debemos sumarle unas fuertes masas musculares, largos
miembros y livianas pezuñas
con lo que consiguen lograr velocidad, resistencia y
agilidad en la marcha. Es
fácil entonces comprender lo difícil que es sorprender
descuidados a estos veloces
corredores, pues como bien dice Ortega, “las presas de
caza por la presión que se
ejerce sobre ellas están siempre en estado de alerta”.
Validos de estas facultades,
nuestras presuntas presas han elaborado un sistema
defensivo muy eficaz.
La detección a distancia y
la veloz carrera son los modos más eficientes de lograr una
perfecta evasión. Pero es
bueno tener presente que la huida no es un desbande: esa huida
se hace siempre de modo
disciplinado, presidida por un líder experimentado en la fuga,
y seguida organizadamente
por el resto. Todo esto acontece en una cerrada formación
lograda por un grupo
compacto que confunde al atacante, consiguiendo así impedir que
este pueda elegir y atacar a
un animal determinado entre una maraña de individuos que
corren disciplinadamente y
al unísono.
Frente al peligro, los
animales dispersos una vez perseguidos se unen haciendo valer
un instintivo espíritu de
cuerpo que en conducta animal llamamos precarización. El
instinto gregario sobrepasa
el reino animal y se extiende a la especie humana en lo que
los sociólogos llaman
fenómeno de masas. Tanto los animales como los hombres en
función de este instinto
primario, han descubierto que cuando son muchos, pueden
sobrevivir con mayor
posibilidad que el individuo solitario.
No es una casualidad que lo
primero que procuran los carnívoros es tratar de
dispersar al grupo, como
tampoco puede pasar inadvertido, que por más individuos que
formen el grupo atacante,
todos concentran su atención en un solo animal, casi siempre
el más inexperto o el más
viejo o el más vulnerable.
En una cacería grupal nunca
cada perseguidor intenta capturar a varios individuos
distintos porque las veces
que así lo han intentado terminan dispersos y con las manos
vacías. De lo que se
desprende que tanto los que huyen como los que persiguen, lo
hacen en grupos compactos
evitando la separación.
A juzgar por los resultados
obtenidos, la estrategia elaborada por los herbívoros
demuestra ser por demás
eficiente. Por esta razón discrepo en parte con Ortega cuando
dice que el predador
pertenece a una especie superior a la de sus víctimas por la sencilla
razón que si esto fuese así
ya no quedarían víctimas disponibles.
Evidentemente, el hombre
queda fuera de este análisis. De lo que aquí hablamos es
simplemente del juego de la
caza entre animales. Eso que vulgarmente se denomina la
puja “entre el gato y el
ratón”. Para nuestro filósofo “es la caza una faena entre dos
animales, de los cuales uno
es agente y otro paciente, uno cazador y el otro cazado”.
Donde hay paridad todos
ganan y todos pierden, sin lograr imponer una supremacía
absoluta sobre el rival.
En eso consiste
probablemente el equilibrio de fuerzas que opera en el mundo
animal; este equilibrio es
el garante que asegura la permanente supervivencia de las más
diversas especies,
encuéntrense estas tanto en el bando de los predados como en el de
los predadores. Como recalca
Ortega, el hombre, por disponer de recursos tecnológicos
superiores, no entra en esta
clasificación y por esa razón, como nos insiste el autor, debe
retroceder hasta la cuasi
animalidad para no romper los equilibrios.
La distancia de huida
Otro aspecto interesante y
poco tratado en el mundo de la caza es lo que se llama
distancia de huida.
El predador sabe que hay una
distancia óptima para lanzarse al ataque, más allá de la
cual nunca podrá alcanzar a
su presa. En realidad, tanto los herbívoros como los
carnívoros calculan con
precisión esta distancia porque saben que puede significar para
ambos el éxito o el fracaso.
A este importantísimo aspecto los anglosajones lo llaman el
“distance flight”, que
traducido al español sería algo así como distancia óptima para
emprender el ataque y la
fuga.
Es esta una pieza clave en
las estrategias de caza y valen tanto para el hombre como
para los animales. Fuera de
una distancia adecuada no hay cacería exitosa. Las bestias
predadas conocen muy bien
este secreto, ya que en realidad toda su supervivencia
parece depender de este
factor.
La ley de la conservación de
la energía es bien conocida por los predadores que
cuidan muy bien este
despilfarro energético. Ningún predador hace un esfuerzo
innecesario, ya que como en
cualquier actividad vital, nadie gasta energía en causas
perdidas.
Cuando las especies predadas
advierten que los predadores por alguna razón se
vuelven muy exitosos, se
valen del “distance flight” para suprimir esa ventaja: cada vez
están más alertas y cada vez
emprenden la huida desde distancias mayores. Eso lo
habrán vivenciado también
los cazadores experimentados cuando pretenden cazar
poblaciones de animales muy
tiroteados por cuanto la experiencia les enseñó a medir no
solo la distancia de ataque
de sus enemigos predadores sino también la distancia de
alcance de un arma.
CAPÍTULO III - ESE NUEVO CAZADOR: EL HOMBRE
Habiendo visto cómo se
comporta la caza en el reino animal, nos toca ahora tratar de
analizar qué pasó con el
hombre, teniendo en cuenta, en términos orteguianos, que “la
caza no es faena
exclusivamente humana, sino que se extiende por casi toda la escala
zoológica” y que “los
homínidos no inventaron la caza, sino que la recibieron de su
antepasado prehumano”.
Comencemos por ver lo que
opina Ortega sobre este tema y luego sumemos algunos
aportes:
“Ese hombre auroral tuvo que
dedicarse íntegramente a cazar para subsistir. Fue,
pues, la caza su primera
ocupación, el primer trabajo y oficio del hombre. Nos importa
sobremanera tener esto bien
presente. Al ser inexcusable y prácticamente único, el
menester venatorio, centro y
raíz de aquella existencia, impera, orienta y organiza la
vida humana entera: sus
actos y sus ideas, su técnica y socialidad. Fue, pues, la
primera forma de vida que ha
adoptado el hombre, y esto quiere decir -entiéndase
radicalmente- que el ser del
hombre consistió primero en ser cazador”.
“Ahora bien, aquella caza
primigenia no fue puro invento del hombre primigenio.
Este la había recibido,
heredado, del animal primate en que la peculiaridad humana
brotó. No se olvide que el
hombre ha sido una fiera. Testimonio irrecusable de ello son
sus colmillos y caninos de
carnívoro. Verdad es que también había sido vegetariano,
como el óvido, según lo
atestiguan sus molares. El hombre, en efecto, reúne las dos
condiciones del mamífero, y
por eso se pasa la vida dudando entre ser una oveja o ser
un tigre.
Mas entre la pura fiera que
era el antropoide y el esbozo de humanidad que es el
hombre del primer
paleolítico, la Naturaleza da un salto [...] Pero hemos de
representarnos a este hombre
primerizo muy cerca aún del animal. Se diferencia de él
en que ha perdido algunos
instintos o, lo que es parejo, se le han embotado. En cambio,
posee una mayor dosis de
memoria y de lo que es el reverso de la memoria: la fantasía.
Tesauriza más impresiones,
más experiencias que la pura bestia, y esto le permite
crear más combinaciones
imaginativas, más fantasmagoría íntima, que le proporcionan
una ʻvida interiorʼ negada
al animal. El papel del instinto es dirigir automáticamente el
comportamiento. En este
primer hombre que era todavía el último animal, cuando un
instinto fallaba y el pobre
ser se encontraba sin saber qué hacer en tal situación, la
fantasía aprontaba la imagen
de una posible acción”. [...]3
“Conste, pues: el hombre del
primer paleolítico, el más antiguo que conocemos y
que da la casualidad de ser
el hombre cazador por excelencia, es el hombre en cuanto
inscrito todavía en el
animal. Su razón no es suficiente para permitirle trascender la
órbita de la existencia
zoológica: es un animal entreverado de discontinuas lucideces, una bestia en
cuya penumbra íntima de cuando en cuando fulgura la intelección. Tal es
la manera primordial,
originaria de ser hombre.
En estas condiciones caza.
Intervienen en su faena todos los instintos que aún le
quedan vivaces, pero además
emplea a fondo toda su razón. Es la única caza entre las
que el hombre ha practicado,
de la cual puede con verdad decirse que es ʻpersecución
razonadaʼ. Sin embargo,
entonces inventa las primeras trampas. El hombre desde un
principio es un animal muy
tramposo. Él inventa las primeras estrategias venatorias: la
batida por ejemplo, que
empuja a los animales hacia un despeñadero. Las armas
iniciales no permitían matar
al animal suelto. La caza o era el despeñamiento o era la
captura en la trampa o en
redes y alares. Una vez prisionera la pieza, se la mataba a
golpes”.
En este pasaje, Ortega nos
obliga a tratar el tema del arma al cual antes hacía alusión,
y esto nos coloca en el
paleolítico.
El arma y la muerte a distancia
Desde el primer instante, el
cazador humano descubre que no puede matar tal como
lo hacen los animales
carnívoros.
En párrafos anteriores,
expliqué al lector cómo cazaban los carnívoros predadores
con la intencionalidad de
visualizar lo que ahora estamos en condiciones de desarrollar.
Un bípedo nunca puede correr
tan ligero como un cuadrúpedo. Tampoco tiene la
resistencia de éstos para
correr largas distancias a un ritmo sostenido, de modo que, por
ese camino se ve impedido de
tener contacto físico con su presa.
Suponiendo que esto fuese
posible, aquellos hombres de pequeña talla tampoco
tenían la fuerza suficiente
para sujetarla y carecían de las garras y los largos y filosos
colmillos de los que están
provistos los carnívoros para ultimarla; de ahí que al
principio tuvieran que
recurrir a la trampa y al despeñadero. Pero, a medida que el
hombre va desarrollando sus
facultades mentales, comienza a surgir eso que Ortega
denomina la “caza razonada”,
y es en ese momento donde el -hasta entonces- frustrado
cazador, se las ingenia para
concebir un hallazgo fundamental que cambia para siempre
toda la historia de la caza.
IMPEDIDOS DE ALCANZAR Y
SUJETAR A SUS PRESAS, ESTOS CAZADORES DESCUBREN
QUE SE LAS PUEDE MATAR A
DISTANCIA y lo logran LANZANDO UN PROYECTIL que,
surcando el aire, puede
impactar en el animal elegido.
Todos los que conocemos algo
de balística sabemos que cuanto mayor es la
velocidad de proyectil mayor
es su penetración y su fuerza de impacto debido a la
consiguiente energía que
libera. La clave reside en que la penetración de ese proyectil
tiene que ser lo
suficientemente profunda como para lograr alcanzar los órganos vitales
de la presa.
Cómo empezó esta historia
nos es imposible determinar. Debemos entonces apelar a
la simple y siempre dudosa
conjetura. Quizás el primer proyectil volador fue una simple
piedra. Dice mi amigo Carlos
Cesari que un jugador de béisbol puede arrojar una pelota a 180 kilómetros por
hora a una distancia de 50 metros; quizás ahí estemos frente al
primer proyectil usado por
el hombre. Le sigue luego el palo o el garrote arrojadizo.
Más adelante, ese palo,
debidamente afilado en la punta y endurecido por la acción del
fuego, se volvió más
penetrante aún. Esto ya es sin duda un arma mortífera.
Cualquiera sea el origen del
material usado, lo que no cambia es el concepto del
proyectil que luego daría
origen al arma propulsora. Pero llegados a estas instancias,
debemos recordar nuevamente
lo que se dijo acerca de la distancia de huida que tan bien
manejan las especies
predadas.
A medida que los primeros
proyectiles mostraban su contundencia, los animales
comenzaron a alejarse cada
vez más de los cazadores. Este distanciamiento los obligó a
crear elementos
acompañantes, herramientas que aumentaran la velocidad y la distancia
de vuelo del objeto y es
aquí donde probablemente aparece el arma de propulsión
mecánica.
El hilo conductor que nos
lleva al arma es posiblemente el palo afilado, ese que
vulgarmente llamamos lanza o
pica. Al principio se la debe haber lanzado a mano, pero
después, cuando se hizo
necesario estirar aún más la distancia, el hombre debió apelar al
principio de la palanca. A
la acción propulsora del brazo le sumó un palo que, sostenido
en la mano, multiplicaba la
palanca de propulsión. A este instrumento se lo llamó,
precisamente, propulsor.
El propulsor consiste en un
simple palo de más o menos un metro de largo provisto
de un enganche en la parte
posterior donde se fija el otro palo, más largo y delgado, que
a modo de flecha vuela en el
aire. Este palo-proyectil en el paleolítico medio llevaba en
la punta un elemento
punzante de piedra tallada que cumplía con la función de penetrar
profundamente en el cuerpo
de la bestia. En síntesis: el propulsor consistía en dos palos
de madera, uno que actuaba
simplemente como propulsor y otro que trabajaba de flecha
y que volaba en el aire
hasta alcanzar su objetivo con una fuerza sorprendente.
La segunda arma, posterior a
la primera, pero no menos importante que el propulsor,
fueron sin duda el arco y la
flecha.
Es difícil calcular cuándo
aparecen estos últimos, pero se sabe que surgen en el
paleolítico superior, porque
la arqueología y las pinturas rupestres así lo atestiguan. Sea
cual sea la antigüedad de
ellas, lo cierto es que ambas perduraron hasta nuestros días.
Resulta complejo datar con
exactitud el período en que va apareciendo cada arma,
pero sin duda esto está
relacionado con el progreso intelectual que iban experimentando
aquellos cazadores que las
inventaron. Si lo supiéramos con seguridad además,
podríamos saber por medio
del arma, qué clase de animales se cazaron a través del
tiempo.
Es obvio que la caza comenzó
a practicarse partiendo de especies pequeñas pero
luego, a medida que el
hombre iba desarrollando su conocimiento y ganando confianza
en sí mismo y en la calidad
de sus armas, se atrevió a cazar especies cada vez más
grandes y peligrosas. Ello
determinaría sin duda, su pleno ingreso en la caza mayor.
El propulsor antecedió al
arco, pero seguramente ambos coexistieron en los períodos
tardíos del paleolítico
superior.
Sospecho que el propulsor se
usó para cazar piezas de mayor tamaño, mientras que el
arco y la flecha, por su
mayor precisión, tuvieron un uso más versátil y más eficaz. Si juzgamos el tamaño de las flechas que
aparecen en los picaderos de Patagonia,
notaremos la presencia de
flechas largas y pesadas, -comúnmente llamadas
guanaqueras- y flechas
pequeñas, maravillosamente talladas, que presumiblemente
fueron utilizadas para la
caza menor o mamíferos de menor tamaño. Este último
principio no tiene nada de
novedoso porque aun en plena modernidad, el peso y el
calibre del proyectil
indican fielmente el tamaño de la presa al cual van a ser destinadas.
En la actualidad, el hombre
ha reducido prácticamente su armamento a la escopeta y
el rifle. Pero si pasamos
revista al arsenal de armas usadas en el paleolítico, veremos
que este es mucho más
novedoso, prolífico y variado que el de hoy día, lo cual testifica
el ingenio humano cuando de
crear recursos se trata.
Esa prolificidad es, sin
duda, el mejor testimonio de hacia dónde dirigía el hombre
sus talentos. A través de la
tecnología en la creación de los instrumentos de caza
podremos evaluar hacia
adónde se encaminaba el esfuerzo y el intelecto de los
fundadores de nuestra
especie y, tal como sucede hasta el día de hoy, el hombre siempre
guía su inteligencia hacia
sus necesidades más extremas. Parece atinado recordar en este
contexto la famosa frase de
Ortega de “el hombre y sus circunstancias”. En aquel
entonces la inteligencia
humana creaba armas y trampas para cazar y así poder
mantenerse, demostrándonos
por ese camino la estrecha relación que siempre hubo
entre la caza y el arma.
Las primeras armas
Si repasamos brevemente este
arsenal, en él encontraremos: la piedra arrojadiza, el
palo, la honda, el hacha, el
boomerang, la lanza, el garrote, el propulsor, el arco y la
flecha, las varias formas de
trampas, la red, la boleadora y el lazo.
Cada uno de estos
instrumentos requería en Sudamérica una técnica y un manejo
propio, hecho que desde
aquel entonces podría haber conducido a una rudimentaria
especialización.
Recién hablamos del lazo,
pero ¿de dónde nos viene el lazo? Florián Paucke,
aquel
abnegado jesuita /cazador
que convivió con los mocovíes allá por los años 1770,
menciona con harta
frecuencia su uso entre las tribus chaqueñas. Sin duda, los tobas,
mocovíes y abipones lo
conocían y lo usaron con asiduidad para cazar jaguares, pumas,
ciervos y vaya a saber
cuántas especies más. George Musters6 menciona que también
los tehuelches lo conocían.
¿Nos viene entonces el lazo del español y del gaucho, o era
éste un arma más dentro del
arsenal paleolítico?
La trampa
Hubo, y todavía hay,
muchísimas clases de trampas. Se usaron para atrapar desde los
más pequeños mamíferos y
aves hasta el mismísimo elefante. Una de las trampas más
usadas por las culturas
primitivas de Sudamérica, consistía en armar lazos en los
senderos, comederos o
abrevaderos para que los animales, al pasar por ahí, metieran la
pata en el lazo y quedasen
así amarrados a él. En ocasiones, el lazo se ponía a mayor
altura en aquellos pasadizos
de la selva por donde un animal mayor debía pasar. En ese
caso, el animal metía la
cabeza para ahorcarse. Esta técnica se usa aún con frecuencia en
el Delta del Paraná para
capturar al ciervo de los pantanos, lo que nos permite concluir
que el lazo no era
desconocido por nuestras culturas aborígenes.
Hubo también muchas otras
formas de trampas ajustadas a las especies menores o
mayores que se querían
cazar. El foso tapado con ramas; lazos pequeños fabricados con
cerdas para atrapar pájaros
o pequeños animales; lazos de fibras vegetales, o tiras de
cuero colgadas de las ramas
para capturar las grandes piezas. Una variante de esto era la
cimbra, que era un lazo a
nivel del suelo y atado a una rama flexible y arqueada que se
disparaba hacia arriba tan
pronto como el animal metía la pata el lazo dejándolo así
suspendido en el aire.
También se usaron redes disimuladas en los pasadizos donde el
animal se metía para quedar
así enredado o la aripuca, trampa que consistía en una jaula
grande dividida en dos
compartimentos. En el compartimento de atrás se colocaba una
presa de cebo, ya fuese ésta
liebre, vizcacha, cría de ciervo o cualquier otro animal que
apetecía al predador. El
compartimento anterior, en cambio, quedaba libre y con la
puerta levantada de manera
tal que el predador que entraba para apoderarse del cebo
pisase un dispositivo que
hacía caer y cerrar la puerta a sus espaldas, encerrándolo, de
manera que al entrar quedaba
enjaulado. Es de hacer notar que éstas y varias otras
formas de trampas se usaban
según se tratase del animal elegido y las culturas que las
fabricaban.
El paleolítico no es la edad de piedra
Según los usos y costumbres,
los investigadores de la prehistoria se refieren
genéricamente al paleolítico
como la Edad de piedra. Esto es un error y ellos así lo
admiten: en realidad, el
paleolítico fue la edad de la piedra, la madera y el hueso y las
armas usadas en aquellos
tiempos así lo demuestran. No es casual que Ortega y Gasset
nos habla de “La edad de la
madera”. ¿Por qué entonces lo de la edad de la piedra? La
respuesta es simple: Fue la
piedra el único material que resistió la acción del tiempo y,
consecuentemente, el único
elemento a partir del cual se pudo elaborar toda la historia
de ese pasado remoto.
El material lítico más comúnmente
hallado en campamentos y talleres prehistóricos
se puede globalmente
clasificar por su uso: Los que se destinaban a la fabricación de
armas y los que se
utilizaban para otras actividades relacionadas con el uso cotidiano.
Pero ambos, de una u otra
forma, tienen que ver con la caza.
Las piedras destinadas al
uso cinegético consisten en hachas, el boomerang, puntas
de flechas, y puntas de
lanza, así como también la clásica boleadora usada entre nuestras
tribus nativas de Argentina.
Para el uso doméstico se
usaron, entre varios, otros elementos: cuchillos, raspadores,
raederas, punzones,
sobadores, morteros, manos de mortero y recipientes para fabricar
pinturas. A excepción de los
morteros y sus manos -destinados a moler granos,
minerales y huesos-, todos
los otros materiales de una u otra forma también están
básicamente ligados a la
actividad cinegética.
Con los cuchillos de piedra
afilada, se evisceraba la presa, se la despostaba, y luego,
conducida al campamento, se
la cortaba en trozos. Los raspadores y sobadores se
utilizaban para manipular y
acondicionar el cuero del animal cazado, previamente
cuereado a cuchillo. Las
raederas posiblemente fueron usadas para tallar la madera y dar
forma y terminación a las
lanzas, los arcos y los astiles de las flechas, dando así origen a
las industrias primitivas.
Las reglas del buen cazar: la ética
Pero sigamos con Ortega
cuando nos habla de la caza y la razón para ver qué opina al
respecto.
“Partiendo de este esquema
hay que representarse el desarrollo posterior. Para ello
es preciso llevar partida
doble. La razón se robustece. Inventa armas y técnicas cada
vez más eficaces. Por este
lado se va el hombre distanciando del animal, ganando
altitud de nivel. Pero
paralelamente avanza también la atrofia de sus instintos y se va
alejando de la prístina
intimidad con la Naturaleza. De sustancial cazador pasa a ser
pastor, es decir,
semisedentario. Muy pronto, de ganadero se convierte en agricultor;
es decir, que se hace
sedentario del todo. Pierde piernas, aliento, olfato, sentido de la
orientación, de los vientos,
de las pistas. Deja de ser normalmente baquiano”.[...] 7
“Conforme ha ido
perfeccionando sus armas, ha ido dejando de ser silvestre, es
decir, perdiendo forma en
cuanto campeador. [...] De suerte que el progreso en el
arma queda un tanto
compensado por el retroceso en la forma del cazador”.
Siendo que Ortega insiste en
que “la caza [es] el enfronte de dos sistemas de
instintos”, dejará asentado
que “tan pronto como el desarrollo de la razón llega a un
grado que permite a la vida
humana trasponer el horizonte del animal; por tanto,
cuando la superioridad del
hombre se hace casi absoluta, el papel de la razón en la
caza se invierte. En vez de
emplearse en la faena a fondo y de modo directo, se
preocupa de intervenir más
bien oblicuamente y de estorbarse a sí misma. La razón
adulta se dirige a otros
menesteres que no son la caza. Cuando se ocupa de ésta, lo que
más entiende son cuestiones
previas o circundantes. Procurará muy seriamente
fomentar con medios científicos
las especies, seleccionar las castas de perros, dictar
buenas leyes de caza,
organizar bien los cotos y hasta fabricar armas que, dentro de
límites muy estrechos, sean
más certeras y eficaces. Pero en todo esto presidirá una
idea: la de impedir que el
desnivel entre pieza y cazador sea excesivo: procurará
conservar la distancia misma
que al comienzo de la historia guardaban y, a ser posible,
mejorarla en beneficio del
animal. En cambio, a la hora del efectivo cazar, la razón no
interviene en mayor dosis de
lo que hacía en la hora primigenia, cuando era ella no
más que un elemental
sucedáneo de los instintos. Esto aclara el hecho incomprensible en otro
supuesto, de que las líneas generales de la cacería sean idénticas hoy y hace
cinco mil años”.
Argumenta Ortega que cuanto
más lejos de la naturaleza se halle el hombre, más
atrofiados tiene sus
primitivos sentidos. Esto lo vemos hoy con mayor claridad que
nunca: Todo se vuelve más
racional pero, muchas veces la razón entra en conflicto con
las emociones y los
instintos, generando, a veces, más problemas que soluciones. Es el
“enfronte de dos sistemas”,
como dice Ortega, y eso es bueno evaluarlo, porque la caza
moderna responde a los
instintos y a las emociones, tanto o más que a la parte racional
del quehacer.
Es un hecho conocido por
quienes participamos de la vida rural que el hombre
urbano ha perdido más
instintos y sentidos que el hombre de campo, pero también es
cierto que ambos, en mayor o
menor grado, deben recuperarlos tan pronto se sumergen
en el mundo cinegético si
quieren ser exitosos. Ortega puntualiza que “al cazador le
funcionan más vivazmente los
sentidos predatorios”. Nada más cierto que esta frase.
En realidad, el cazador, en
el acto de cazar, libera sus instintos reprimidos y agudiza
sus sentidos rectores para
meterse de lleno en el mundo animal. Cazar no es salir a
pasear alegremente por el
bosque, es absorberlo y “metabolizarlo” con un fin
determinado y para ello se
deben activar los primitivos sentidos.
El cazador debe estar en un
permanente estado de alerta, tal como lo está su presa;
caso contrario, será siempre
sorprendido por ésta, sumiéndolo en el fracaso, la
frustración y el desencanto.
La vista escruta el
matorral, el oído aguzado trata de captar cualquier sonido
indicador, la piel percibe
el viento, el pie elige cada paso para no pisar esa hoja delatora,
y la cintura se contornea
para no rozar las ramas. A todas esas disciplinas gimnásticas
está obligado el cazador de
ley. Sin duda, este es un magnífico ejercicio sensorial. Eso
es lo que Ortega considera
el retorno a la naturaleza para “divertirse y recrearse” en lo
que no es la cotidianeidad.
En los párrafos finales de
su prólogo, el autor nos habla de las disciplinas mentales
que debe ejercer el cazador
para que la caza sea siempre caza. Este tema aparece en
varios pasajes, lo que
denota que a Ortega le preocupan las desnaturalizaciones, los
excesos y las
tergiversaciones cinegéticas, tan en boga en los tiempos modernos.
Para que la caza no pierda
sus esencias y su frescura original, el hombre tiene que
autorregularse a través de
una ética. En otras palabras, a modo de catarsis, tiene que,
como dice Ortega, hacer
retroceder su superioridad para volver a ponerse nuevamente
en paridad con el animal
silvestre, no con el amansado en corrales. Pero si quiere ser
exitoso, debe además activar
sus aletargados sentidos. El mismo Ortega nos dice que
para que la caza siga siendo
un deporte, el oficio cinegético no puede progresar; nos
insinúa que la caza NO PUEDE
VOLVERSE FACILISTA porque una de las cosas más
sabrosas que tiene este
deporte es la INCERTIDUMBRE, ya que antes de comenzar la
cacería, el cazador “sabe
que no sabe cómo va a terminar el desafío”.
Como el viejo tabú del
shaman, sus reglas originales no pueden ser violadas ni
adulteradas, para que así no
pierdan su frescura y su sello distintivo. Lo que Ortega
reclama del cazador es que
se vuelva en cierto modo un asceta; por eso señala que la
caza se debe manejar con
reglas monásticas. De ello se deriva entonces que CAZAR SE
VUELVE ENTONCES UN TEMA DE
CONCIENCIA. —[… …]
EPÍLOGO
Pasaron muchos años después
del Prólogo de Ortega al libro del Conde de Yebes,
pero la caza siguió su curso
ingresando en la modernidad. Nuevos acontecimientos y
novedosas formas de
continuar se reciclan con lo mismo de siempre ya que el hombre
actual aún sigue siendo
cazador.
Como era de esperar, cambios
profundos siguieron aconteciendo para poder incluir la
caza dentro del presente,
que no es otra cosa que la aceleración de los tiempos ya que
hoy LA LUCHA ES MÁS
IDEOLÓGICA QUE ÉTICA.
La ciencia y la tecnología
influyeron poderosamente en esta metamorfosis. El
progreso de instrumentos
auxiliares como las armas y municiones, la óptica
acompañante, los nuevos
equipos de caza, la original forma de estructurarla y los
innovadores conocimientos
que aportan todas las ciencias biológicas conforman ese
nuevo planteo. Pero tal como
profetizó el filósofo, las esencias siguen intactas por más
que haya cambiado la
mentalidad del cazador. Evocando el pasado, todo indica que
hemos logrado un progreso
sostenido, pero todo cambio debe enfrentar desafíos a futuro
QUE NO PASAN YA POR LA
TÉCNICA NI LA ÉTICA DEL CAZAR SINO POR LA ÉTICA DE LA
MUERTE ANIMAL que hemos
intentado de dilucidar. En eso consiste el progreso actual,
en cómo debemos analizarlo
para estar dispuestos a enfrentarlo.
Con este último capítulo se
cierra el Prólogo de Ortega y Gasset. De la mano del
autor hemos transitado los
senderos de la caza curiosamente sin haber efectuado ni un
solo disparo.
Solo nos hemos dedicado a
disecar sus entrañas tratando de descifrar la misteriosa
razón por la cual, siendo la
cacería el primer oficio del hombre en la Historia, sigue aún
vigente.
Para continuar con los
pensamientos de un filósofo que nunca cazó un animal, con
tan solo seguir su
pensamiento nos dejamos llevar por su relato descubriendo
sorprendentemente que todo
el quehacer cinegético, sin omitir ni un detalle, está
contenido en él. Ello me
lleva a creer que solo un pensamiento esclarecido de la
magnitud del de Ortega puede
lograr semejante cosa.
Esa caza que desde los
albores mismos de nuestra humanidad nos sigue
acompañando no solo debe
llamar la atención de los cazadores sino de todo hombre no
cazador que sienta
inquietudes por conocer algo más acerca de nuestra naturaleza más
íntima.
Para lograrlo, tuvimos que
apelar a las leyes de la evolución, a la ecología profunda,
a la biología en sus más
íntimos recovecos zoológicos. Llegamos así al actor principal
de esta maravillosa novela,
el hombre en sus más diversos aspectos. Para conocerlo
recurrimos a la
antropología, la etnográfica y a la historia pero como esto aún no
alcanzaba tuvimos ir más
allá buscando otros valores, la épica que lo motivaba y a la
ética que regulaba y
ordenaba sus desvaríos.
Pasaron hombres, culturas,
imperios, y las más diversas ideologías. En ese transitar,
la historia nos habla de
todos los sucesos acontecidos, dramáticos, dinámicos e
imprevisibles como lo es
todo lo relacionado con el hombre, y a pesar de todo eso, la
vieja caza siempre resurge,
novedosa y transformada y está ahí, todavía, para
convocarnos.
Todas las culturas la
practicaron; ningún pueblo se resistió a su seducción. Le
cambiaron las formas pero no
pudieron alterar sus esencias. Eso es lo que motivó a
Ortega y Gasset en su sagaz
búsqueda del hombre a preguntarse “qué diablos de cosa
era esa” pasión venatoria.
Tratamos de averiguarlo,
pero obviamente para entender las singularidades del
hombre, la caza es apenas un
menester más de esos otros tantos insondables misterios
que componen nuestro ser más
profundo. Pero las huellas que dejó aportaron tan
siquiera un elemento más en
nuestra trayectoria humana.
Como el tema se volvía cada
vez más peliagudo nos vimos obligados a excavar en
las raíces del árbol humano
para exhumar desde ahí su mismidad tema al cual tuvimos
que apelar reiteradamente en
la convicción que así lograríamos darle caza a la caza.
Puestas así las cosas, me
pregunté más de una ocasión: ¿tanto hay que seguir
buscando, tan extenso es
este temario que una y otra vez siguen apareciendo argumentos
novedosos que nos obligan a
seguir hurgando?
Al cerrar mis comentarios
sobre el prólogo de Ortega, tengo la sensación de que tan
solo hemos iniciado un
debate. Queda aún mucho por remover y mucha distancia por
recorrer. Personalmente,
podría agregar más sobre el tema pero que corresponde a
especialistas y a otros
cazadores deseos de seguir con la temática, que sigue abierta.
Estos comentarios nuestros
sobre la mismidad de la caza son quizás solo una síntesis
porque el hallazgo más
importante de Ortega y Gasset es no haber reducido la caza a un
simple deporte sino haberle
dado un contenido biológico, antropológico, histórico y
social cuando afirma que,
vista la caza en su más auténtica perspectiva, ésta se
perhinche hasta adquirir
enorme tamaño.
Las infinitas resonancias de
los hallazgos de Ortega sobre el tema no pierden a través
del tiempo un ápice de su
vigencia, esta profundidad y amplitud es lo que hemos
querido rescatar en este
ensayo. Espero que los cazadores y el gran público puedan
descubrir este fascinante
recorrido, siguiendo paso a paso la razón histórica de Ortega y
Gasset.
—[///>> continúa en la
fuente citada]
(fuente https://www.radoctores.es/doc/1V16N1-lopez%20medel-cazaenortega.pdf )
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