No torcer muecas ante traducciones de poesía. Recibirlas como propuestas o desafíos de reinventarlas, aunque que el intento se revele como un placer inútil. (Disculpa de posteador aficionado).- ch
Versión de
Gutiérrez Hermosillo https://biblioteca.org.ar/libros/133509.pdf
MonsieurTeste file:///C:/Users/Usuario/Desktop/Teste.pdf (abrir archivo)
-o-o-o-
EL CEMENTERIO MARINO en versión de Joaquín
Hinojosa http://www.bikondoa.com/imagenes/2017/07/el-cementerio-marino-poema.pdf
Alma
mía!, no aspires a una vida inmortal, pero agótala hasta el límite de lo
posible. Píndaro, Píticas III
I Este calmo techo,
surcado de palomas, Palpita entre los pinos y las tumbas; El exacto sol del
mediodía tiñe de fuego El mar, ¡el mar, siempre renovado! ¡Qué recompensa para
el pensamiento Contemplar largamente la calma de los dioses! II ¡Qué obra pura
de gráciles relámpagos consuma En vario diamante de inaprensible espuma, Y qué
paz de él parece desprenderse! Cuando sobre el abismo se detiene el sol, Trabajos
puros de una causa eterna, El Tiempo resplandece y el Sueño es saber. III Firme
tesoro, sencillo templo de Minerva, Masa de calma y visible reserva, Agua
parpadeante, Ojo que en ti guardas Tantos sueños bajo un velo de llamas, ¡Oh mi
silencio!… Edificio en el alma, Cúpula dorada con miles de tejas, ¡mi Hogar! IV
Templo del Tiempo, que en un suspiro se resume, A este lugar puro asciendo y me
acomodo, De mi paisaje marino rodeado; Y como suprema ofrenda mía a los dioses,
El sereno resplandor esparce Sobre las alturas un desdén soberano.
V Como la fruta se
diluye en goce, Como en delicia su ausencia se convierte En una boca donde su
forma muere, Así yo aspiro aquí el humo de mi pira futura, Y el cielo canta al
alma consumida En el cambiante rumor de las orillas. VI Hermoso cielo, cielo
verdadero, ¡mira mi cambio! Después de tanto orgullo, después de tanta extraña
Ociosidad, pero plena de potencia, Me abandono a este brillante espacio; Sobre
las casas de los muertos mi sombra pasa Sometiéndome a su tenue movimiento. VII
Mi alma, expuesta a las llamas del solsticio, Yo te ofrezco, ¡admirable
justicia De la luz de las armas despiadadas! Pura te devuelvo a tu lugar
original. ¡Mírate!… Pero devolver la luz Supone dejar en sombras una triste
mitad. VIII Para mí solo, en mí solo, en mí mismo, Cerca del corazón, de las
fuentes del poema, Entre la nada y la acción pura, Aguardo el eco de mi íntima
grandeza, Amarga, sombría y sonora cisterna, ¡Perenne eco en el alma de un
oculto futuro! IX ¿Sabes tú, —falso cautivo de la fronda, Húmedo devorador de
estas enjutas rejas, Sobre mis ojos cerrados, deslumbrantes secretos—, Qué
cuerpo me arrastra a su perezoso fin, Qué frente me atrae a esta ósea tierra?
Por un instante pienso en mis ausentes.
X Reservado, sagrado,
pleno de un fuego inmaterial, Fracción terrestre ofrendada a la luz, Me fascina
este lugar, sometido a las antorchas, Formado de oro, de piedra y de árboles
sombríos, Donde tanto mármol tiembla entre tantas sombras; ¡El mar fiel duerme
aquí junto a mis tumbas! XI ¡Perra espléndida, aparta lo idólatra! Cuando
solitario, con sonrisa de pastor, Apaciento largamente, misteriosos corderos,
El blanco rebaño de mis tranquilas tumbas, ¡Aleja de mí las cautas palomas, Los
sueños vanos, los ángeles curiosos! XII Llegado aquí, el porvenir es quietud.
El nítido insecto rasca la sequedad; Todo está quemado, deshecho, evaporado En
no sé qué severa esencia… Borracha de ausencia, la vida es vasta, La amargura
es dulce y claro el espíritu. XIII Los escondidos muertos se sienten bien bajo
esta tierra Que los abriga y agota su misterio. Mediodía en el cenit, Mediodía
inmóvil Que en sí se piensa y se basta a sí mismo… Cabeza plena y diadema
perfecta, En ti alienta mi secreto cambio. XIV ¡Sólo a mí me tienes para
detener tus temores! ¡Mis culpas, mis dudas, mis contradicciones, Son la mácula
de tu gran diamante!… Pero en su noche preñada de mármoles, Un pueblo errante
por las raíces de los árboles Por ti ha tomado partido lentamente.
XV Se han fundido en
una espesa ausencia, La roja arcilla ha bebido la blanca especie, ¡El don de la
vida ha pasado a las flores! ¿Dónde están las frases familiares de los muertos,
Su forma de ser, sus peculiares almas? Las larvas hilan en la fuente del
llanto. XVI Los agudos gritos de trémulas muchachas , Los ojos, los dientes,
los húmedos párpados, El seno seductor que juega con el fuego, La sangre que
brilla en los labios que se rinden, La definitiva entrega, los dedos que se
defienden, ¡Todo late bajo tierra y todo entra en juego! XVII Y tú, gran alma,
¿esperas un sueño Que no tenga estos mentirosos colores Que a los ojos carnales
muestran el oro y las olas? ¿Cantarás aún cuando sólo vapor seas? ¡Todo fluye!
Porosa es mi presencia, ¡Y la santa impaciencia también muere! XVIII Escuálida
inmortalidad negra y dorada, Consoladora horriblemente laureada, Que de la
muerte haces un seno maternal, ¡Bella mentira y piadosa argucia! ¡Quién no
conoce, y quién no rechaza Ese cráneo hueco y esa risa eterna! XIX Padres
abismales, cabezas deshabitadas, Que bajo el peso de tantas paladas de tierra,
Sois tierra y confundís nuestros pasos, El auténtico roedor, el gusano
irrefutable No está en vosotros que dormís bajo las losas, ¡Vive en mí y no me
abandona!
XX ¿Amor, quizá, u odio
a mí mismo? ¡Su secreta dentellada siento tan cercana, Que puede esconderse
tras cualquier nombre! ¡Qué importa! ¡Él ve, quiere, sueña, palpa! Gusta de mi
carne incluso cuando duermo, ¡Pertenecer a este viviente me mantiene vivo! XXI
¡Zenón! ¡Cruel Zenón! ¡Zenón de Elea! ¡Me has traspasado con tu alada flecha
Que vibra y vuela, pero que no vuela! ¡Su sonido me engendra y la flecha me
mata! ¡Ah! El sol… ¡Qué sombra de tortuga Sobre el alma, inmóvil Aquiles de
veloces pies! XXII ¡No, no!… ¡En pie! ¡Hacia la siguiente etapa! ¡Rompe, cuerpo
mío, esta actitud pensativa! ¡Respira, pecho mío, este naciente viento! Una
frescura, del mar exhalada, Me devuelve mi alma… ¡Oh salada fuerza! ¡Corramos
sobre las olas en un palpitante renacer! XXIII ¡Sí! Mar inmenso cargado de
delirios, Piel de pantera y clámide traspasada Por miles y miles de imágenes
solares, Hidra absoluta, ebria de tu carne azul, Que te remuerdes la refulgente
cola En un tumulto semejante al silencio. XXIV ¡El viento se levanta!… ¡Hay que
intentar vivir! ¡El aire inmenso abre y cierra mi libro, Las olas pulverizadas
osan surgir entre las rocas! ¡Volad, páginas deslumbradas! ¡Romped, olas!
¡Romped en aguas gozosas Este techo calmo donde picotean los foques!
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La creatividad poética. La práctica
simbolista – por Jorge Urrutia Gómez* > https://www.scielo.cl/pdf/atenea/n515/0718-0462-atenea-515-00013.pdf
El estudio de la literatura simbolista –y especialmente de
la poesía– nos tiene acostumbrados a elucubraciones históricas, teóricas y
descriptivas, más brillantes unas que otras, más repetitivas algunas, que
buscan dilucidar el cuándo, el porqué y el para qué de un tipo de tematización
y de expresividad. Raramente se plantea lo que, a la hora de la verdad última,
constituye la literatura, es decir: la propia escritura, ya sea en el sentido
barthesiano, ya en el más terreno y de taller que sería el sentido inmediato y
práctico de la elección y la combinación de los términos o de la ordenación de
los conceptos. El poema simbolista es sobre todo expresión. No hay modo de
resumir su contenido, lo que el poema dice en su superficie y literalidad, tal
y como pretenden esos descabellados libros sobre el comentario de textos que
hicieron fortuna en la enseñanza a partir de los años sesenta del siglo pasado.
El contenido del poema simbolista es el propio poema. Incluso podríamos decir
que es el propio poema haciéndose. Claro que, en ocasiones como la que vamos a
ver, el poema, junto a otros, va creando un mundo propio, suyo, no del poeta,
que cada uno va expresando parcialmente. La referencia, entonces, es ese mundo
que en su totalidad nos daría a conocer el libro o la Obra, con mayúscula. En
cualquiera de los dos casos, poema, libro u obra exigen que el poeta adopte unas
decisiones formales, unas elecciones léxicas, unas opciones sintácticas y,
también, unas estrategias simbólicas que manifiestan tácticas metafóricas. Todo
esto está mucho más acá de las teorizaciones, las cuales podemos calificar de
metafísicas por permanecer más allá y lejos de la acción real de escritura. El
resultado de una batalla puede depender de la rapidez con que los soldados
cambien el peine gastado del fusil, más que de la genialidad organizativa del
general. Así, la teoría del simbolismo llega a hablarnos de la creación de un
lenguaje segundo que permita la expresión de la interioridad, gracias a la
capacidad sugeridora de la lengua. ¿Pero cómo teorizar lo que sólo es producto
de una práctica concreta y pocas veces repetible? Hace años, un profesor de
amplio saber y de experiencia quiso llevar a cabo, en una universidad española,
una explicación similar a la famosa que Gustave Cohen realizase en la Sorbona
de Le cimetière marin. No vuelvo ahora sobre el caso francés, pero sí sobre el
español. El profesor, que ha fallecido hace poco, justificaba la razón de una
palabra en el poema español comentado y cómo ésta repercutía en la totalidad.
Alababa luego la sabiduría del poeta. Éste, modestamente, daba las gracias,
pero confesaba que en un borrador había primero escrito otro vocablo, que
sustituyó simplemente para evitar una rima interna.
Se podrá argumentar que la experiencia escritora acumulada e
interiorizada por el poeta le permitió elegir entre las distintas
posibilidades, y esto sin duda es cierto. Pero, de todas formas, ¿cómo teorizar
cuándo y por qué mantener o suprimir la rima interna? Y, sobre todo, ¿de qué
manera teorizarlo antes?, porque a posteriori resulta mucho más fácil encontrar
justificaciones. El famoso verso “un no sé qué que quedan balbuciendo”, del
Cántico espiritual, de Juan de la Cruz, es un hallazgo prodigioso. ¿Mas cómo
teorizarlo con anterioridad, cómo prever lo que sea un logro y no una cacofonía
antiestética? La eliminación de la rima interna o el mantenimiento de la aliteración
son ejemplos del modo en que un acto más o menos caprichoso puede organizar un
poema durante el proceso de escritura, por encima de las intenciones iniciales
del poeta. En el prólogo que Paul Valéry escribiese a la hora de publicarse el
comentario de Cohen, pueden leerse algunos argumentos que permiten no
extrañarse de la respuesta que diese el poeta español. El autor de El cementerio marino
dice tener el recuerdo de mis intentos, de mis tentativas, del desciframiento
interior de esas inspiraciones verbales, imperiosísimas, que imponen de repente
una determinada combinación de palabras; como si esa agrupación que se nos
viene a la mente poseyera no sé qué fuerza intrínseca […] que a veces puede
constreñir la mente a desviarla de sus planes y al poema a ser algo totalmente
distinto de lo que iba a ser y de lo que se pensaba que debiera ser (Valéry,
1967, pp. 14-15)1 .
Aún más evidente
resulta su comentario sobre lo que quiso hacer, sobre su intención inicial. Esta
intención sólo fue al principio una figura rítmica vacía, o llena de sílabas
vanas, que me obsesionó durante algún tiempo. Advertí que esa figura era
decasílaba, y me hice algunas reflexiones sobre dicha forma, muy poco empleada
en la poesía moderna; me parecía pobre y monótona. […] El demonio de la
generalización me sugirió el intento de elevar ese Diez a la potencia del Doce,
y me propuso una estrofa de seis versos y la idea de una composición basada en
el número de esas estrofas y en una diversidad de tonos y funciones. Entre las
estrofas, deberían figurar contrastes o correspondencias. Esta última condición
pronto exigió que el posible poema fuese un monólogo del “yo”, en el que los
temas más sencillos y más constantes de mi vida afectiva e intelectual […]
fuesen recordados, tramados, contrapuestos… […] Era preciso que mi verso fuera
denso e intensamente rimado. […] El tipo de versos elegido y la forma adoptada
para las estrofas me proporcionaban condiciones que favorecían ciertos
“movimientos”, que permitían determinados cambios de tono, que reclamaban
cierto estilo… El cementerio marino estaba ya concebido (Valéry, 1967, pp.
22-24).
No se refiere Paul Valéry a que su poema se concibiese
también temáticamente, sino tan sólo a una forma que arrastraba, o al menos
posibilitaba, el contenido. “El cementerio marino”, para su autor, es una
estructura rítmico-versal que vehicula unas preocupaciones, una reflexión
vital. De producirse un cambio, por ejemplo en el modo de rimar, todo podría
ser distinto. Busquemos un ejemplo español. El título Piedra y cielo, de Juan
Ramón Jiménez, que corresponde, a mi entender, a uno de los libros más plenamente
simbolista de la poesía europea, surge de la oposición tierra/ cielo. Démosles
a estas palabras los valores semánticos que queramos, pero siempre prevalecerán
los de permanencia, invariabilidad, concreción y dureza, en la primera, y los
de evanescencia, ilimitación, variabilidad, inconcreción y penetrabilidad, en
la segunda. Además, no puede olvidarse el valor de la oposición del concepto de
humanidad y de lo humano frente a la divinidad y lo divino. El sustantivo
/piedra/ permite mantener esas oposiciones a la vez que se renueva la de
tierra/cielo. Todo lo positivo recaerá sobre el segundo término y, por ello, lo
negativo pertenecerá al primero. Ahora bien, lo mismo hubiera sucedido de
haberse utilizado, por ejemplo, la palabra /roca/. Si el poeta prefirió
/piedra/ se debió, sin duda alguna, a que es palabra asonante con /tierra/. El
análisis semántico pierde, pues, gran parte de su importancia por un simple (o
poéticamente no tan simple) motivo de sonoridad. Por no hablar de una
motivación totalmente externa que también pudo influir: el bohemio reconducido
Pedro Barrantes había publicado en 1896 un libro de poesía titulado Tierra y
cielo. Un poema simbolista se justifica por la búsqueda de la coherencia
interna que no es, como en el caso del poema militante, de origen ideológico o
filosófico, sino fundamentalmente estético en un nivel de uso, de escritura, y
no teórico. Gastón Bachelard, en La psychanalyse du feu, hablaría de “logique
intime” (Bachelard, 1992) y el poeta Yves Bonnefoy comentaría que ello hace que
el sujeto tenga aún sentido (véase Pageaux, 1997), pues se autentifica. El
sistema de comunicación literario (artístico en general) sabemos que incorpora
al sistema clásico ternario –que no entro a discutir ahora– una matización del
mensaje que incorpora al qué el cómo. En la poesía, ese cómo puede llegar a
cargar con gran parte del qué. Sospechamos que la teoría poética es una ciencia
abstracta –lícita y útil, desde luego–, relacionada con la filosofía, en
cualquier caso descriptiva, que poco tiene que ver con la práctica de la
escritura poética, limitándose sus coincidencias a los aspectos previsibles que
ya denunciara Lucien Goldmann al hablar de la novela. La escritura de la poesía
simbolista, específicamente, progresa sobre una serie de elecciones inmediatas,
unas puramente formales, otras conceptuales, la mayoría de matización del
símbolo, pero siempre difícilmente teorizables, algunas de las cuales quisiera
intentar mostrar a partir de un puñado inicial (o, si se prefiere, un
ramillete) de poemas de Piedra y cielo. No haré comentarios de poemas exentos
–algunos hice ya en mis libros Las luces del crepúsculo y Hallar la búsqueda
(Urrutia, 2004, y 2013), ambos sobre la gestación e historia de la poesía
simbolista española–, sino que buscaré justificar los unos por el necesario y
obligado desarrollo de la simbología fijada en otros.
La poética de Juan Ramón Jiménez articula dos universos. El
primero es un universo teórico o místico. El segundo es un universo práctico de
escritura. Entre ambos se producen interconexiones, promovidas por la
escritura, que permiten la existencia de los poemas y, sobre todo, cohesionan
la significación. Sin embargo, son universos a la vez autónomos y dependientes
que ofrecen al poeta campo para el desarrollo de su práctica definitoria pero
que, a la vez, imponen ciertas obligaciones para significar coherentemente.
Además, sólo existen por la expresión. La mística surge, precisamente, de que
únicamente existen por y para la escritura. El primer universo es el de la poesía,
entendida ésta como absolutamente comprensiva. Es la belleza, la verdad, la
bondad, la perfección, la luz, el calor, la inmensidad, la eternidad, el todo…
Hay, pues, un eco divino en esa concepción. No olvidemos el famoso final de
“Oda a una urna griega” de Keats: “Beauty is truth, truth beauty, –that is all
/ Ye know on earth, and all ye need to know” (La belleza es verdad y la verdad
belleza. En la tierra / Eso sólo sabéis, y es cuanto os hace falta)2 . La
poesía, a través del proceso de creación, permite que se elabore el poema, pero
sólo a través del poema podemos llegar a la poesía. Es una teoría poética, por
lo tanto, que surge de la tensión entre la abstracción y la concreción. No voy
a entrar en lo que, dentro de la historia de la poesía española, haya de
becqueriano en el planteamiento, porque no es mi tema hoy, pero sí subrayo
aquello que de temporalidad reversible tiene la idea, sólo resoluble por el
proceso de creación, es decir, por la escritura. El poeta, Juan Ramón Jiménez,
se ve obligado a tratar todos los aspectos de la problemática que ha concebido
para conseguir la comprensión del lector pero, también, para que la fábrica, el
edificio, no se desmorone. Si el poeta pretende alcanzar la poesía con y por el
poema, pretende integrarse en aquélla, en el todo, sin dejar de estar en éste,
la cosa. El poema VII (p. 173 ) de Piedra y cielo expresa ese deseo
autodesgarrador sentido a la vez como deseo y como tragedia.
¡Qué inmensa desgarradura la de mi vida en el todo, para estar, con
todo yo, en cada cosa: para no dejar de estar, con todo yo, en cada cosa!
Naturalmente, con mayor o menor conciencia, es ésta una poética que tiene su
propia tradición. Jiménez se referiría a Juan de Cruz y a Bécquer, pero a nadie
se le escapa que no pueden dejarse de lado a Novalis o a Rimbaud, a quien
consideraba “poeta de primer orden”. Recomienda incluso leer algún poema de
Rimbaud para saber “lo que es una cosa bien hecha” (Guerrero Ruiz, 1998, p.
114). Esta referencia a Rimbaud no es extemporánea. Octavio Paz, en Corriente
alterna, busca, más que definir, describir la poesía moderna y afirma que “el
poeta nombra a las palabras más que a los objetos que éstas designan”, o que
“el poeta moderno no dice al mundo sino a la palabra sobre la que el mundo
reposa”. Estas frases de Paz resultan algo confusas debido a que utiliza verbos
transitivos como intransitivos. Entiendo que en el primer caso quiere afirmar
que el poeta nombra las palabras y no los objetos, aunque siempre se
pronuncian, se nombran, palabras. Los objetos, en cambio, se designan. En el
segundo caso, la comprensión es más complicada porque no es lo mismo decir el
mundo, referirlo, que decir al mundo, hablar con él. Debemos entender que el
ensayista pretende distinguir entre el uso de las palabras como transparencia
del objeto, del uso de la palabra como entidad de algún modo independiente. El
ejemplo que proporciona es el conocidísimo inicio del poema “L’Éternité”, de
Rimbaud, publicado primeramente en 1872 y recogido, con variantes, al año
siguiente, en Une saison en enfer. Elle est retrouvée! Quoi? L’éternité. C’est
la mer allée Avec le soleil.
Del ejemplo deduce Octavio Paz que “la poesía moderna es una
tentativa por abolir todas las significaciones porque ella misma se presiente
como el significado último de la vida y el hombre”4 . Esta afirmación dejaría
fuera de lo contemporáneo la propia obra poética del poeta mexicano, pero
también a Juan Ramón Jiménez cuando dice, en Eternidades (mantengo la peculiar
ortografía del poeta): ¡Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas! … Que
mi palabra sea la cosa misma creada por mi alma nuevamente. Porque Juan Ramón
sabe que la palabra siempre significa. Frente a la destrucción del verbo o a su
invención, a la manera en que actuará Vicente Huidobro en Altazor, prefiere su
resignificación a través de un nuevo uso contextual. Así, por ejemplo, la
palabra /tarde/ no significa en Juan Ramón Jiménez lo mismo que en la
vida normal diaria, pero tampoco lo mismo que en los poemas de Antonio Machado.
Que el significado último de la vida pudiera ser la poesía, entendida como
plenitud, no implica abolir todas las significaciones, sino graduarlas. Sí
acierta, en cambio, Paz, cuando afirma que “el fondo brota de la forma y no a
la inversa” (Paz, 2000a, p. 490), aunque esto también habría que matizarlo. Los
versos de Rimbaud no son palabras desprovistas de significado, sino una
simbolización conceptual de la eternidad como brillo del mar que se confunde
con el sol. No es, pues, que las palabras simbolicen la eternidad, sino que la
imagen del mar huido, fundido, con el sol, simboliza la eternidad. Rimbaud, en
Une saison en enfer introduce el poema advirtiendo que, llegado a la felicidad,
olvidaba el cielo azul, que no viene a ser sino vulgaridad, para vivir hecho
una “étincelle
d’or de la lumière nature”; se sumerge en la eternidad como una chispa
dorada de la luz. La poética del Simbolismo español no dejará de coincidir con
él. Juan Ramón Jiménez inicia el libro Piedra y cielo con un poema en tres
partes titulado, precisamente, “El poema” (p. 11). La primera de ellas se
limita a dos versos conocidos por todos: ¡No le toques ya más, que así es la rosa!
Sólo contienen estos versos un sustantivo, /rosa/, que pertenece al mundo
natural. Otro está elidido y un pronombre lo alude; es el que da título:
/poema/. ¿Por qué no debe tocarse más el poema, por qué no resulta conveniente
intentar corregirlo de nuevo? Sin duda, porque ha llegado a la máxima
perfección posible, como la flor más perfecta es la rosa. Las exclamaciones
permiten, además de ofrecer el poema como una exclamación cotidiana de
advertencia, dejar en el silencio la situación de enunciación que, concebida
con una suerte de teatralidad, debe ocultarse por anecdótica (lo que es
habitual en todo el libro). La pureza poética consiste en suprimir la
especificación de todo lo que sea anecdótico, histórico. Paul Valéry escribió: “Le
roman cherche à donner la vie et moi en quelque sorte je cherche à l’éliminer”
(cit. por Chabaud, 1927, p. 54), y Juan Ramón Jiménez hubiera estado de acuerdo
en esa diferencia entre novela y poesía, si se entiende por vida cualquier
actuación no trascendente. De hecho, Piedra y cielo, que empieza aludiendo al
poema, se cierra refiriéndose al libro (poema L, de la tercera parte, p. 144),
pues la conjunción de la totalidad de los poemas, de las rosas, deberá haber
logrado un libro puro, sin historia, sin anécdota que lo ancle en un momento
preciso. A la manera del aleph borgiano (¡con qué atención ha leído Jorge Luis
Borges a Juan Ramón Jiménez!), en el libro se da todo en todos los instantes,
en todas las edades. Es “uno de los puntos del espacio que contiene todos los
puntos, […] el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe,
vistos desde todos los ángulos” (Borges, 2005, p. 623). Quisiera que mi libro fuese, como
es el cielo por la noche, todo verdad presente, sin historia. Que, como él, se
diera en cada instante, todo, con todas sus estrellas; sin que niñez, juventud,
vejez quitaran ni pusieran encanto a su hermosura inmensa. ¡Temblor, relumbre,
música presentes y totales! ¡Temblor, relumbre, música en la frente –cielo del
corazón– del libro puro!
Otros poemas estarán dedicados en Piedra y cielo a la rosa.
Bajo el título “Rosas” encontramos el XXVI (p. 39), el XLVII (p. 61), el XIV de
la segunda parte (p. 88) y el XVII de la tercera (p. 109). En el primero no se
cita la palabra, en los otros tres, /rosa/ designa sin duda el poema concluido.
Pero no es exactamente el significado simbólico lo que nos interesa ahora, sino
lo que arrastra la elección primera que se hiciese. La supresión de lo
anecdótico y de lo histórico como transcurrir en el tiempo fija los límites
conceptuales del poema. En algunos autores las fronteras son las del propio
poema. En otros, como en el caso que nos ocupa de Juan Ramón Jiménez, los
límites son los del libro. Él busca, incluso, que las lindes fuesen las de la
Obra, y de ahí su obsesión de reescribirla toda, para fijarla en su definitivo
pensamiento poético, consciente de la evolución que fue sufriendo, desde el realismo
al simbolismo, pasando por el decorativismo parnasiano o modernista. El
simbolismo español maniobra con palabras que suelen pertenecer al universo de
la naturaleza. Una vez fijada /rosa/ como designación del poema perfecto, y
aunque el poeta sería libre de buscar otras simbolizaciones, la escritura
continúa por el mismo campo semántico, el léxico floral, a la manera de las
alegorías. Por otra parte, si el poeta ha considerado su libro como un conjunto
de rosas, debe plantearse, por ejemplo, qué ocurre en el caso de que una planta
carezca de flores. La justificación no estará en un mundo exterior
experimentado, sino en la interioridad del sistema que va creando, en la
voluntad de obtener su coherencia, en su lógica, al fin. Si la planta es una
simple mata, conviene arrancarla de raíz, pero esto servirá de inspiración, de
riego, y afectará al poeta a través de los sentidos, especialmente la vista.
Siguiendo una simbología establecida (por ejemplo en el cuadro de Gustave
Moreau titulado La vie de l’Humanité, 1886, a cuya importancia ya me he
referido en otras ocasiones), la inspiración llega de madrugada, con el inicio
de la luz, el poema se escribe al mediodía, cuando la luz y el calor son más
fuertes y la escritura cesa por la noche. De modo que es normal que los futuros
soles, la gran fuerza creadora, aparezcan en la madrugada como estrellas. Así
surge la segunda parte del primer poema del libro (p. 12): Arranco de raíz la mata, Llena
aún del rocío de la aurora. ¡Oh, qué riego de tierra olorosa y mojada, qué
lluvia –¡qué ceguera!– de luceros en mi frente, en mis ojos!
Resulta evidente que el tema de la ceguera, motivada por la
luz desprendida de la poesía, necesita su propio desarrollo, pero no puedo
detenerme en ello ahora. Sin embargo, citaré el poema IV (p. 14), donde el
poema se equipara al sol y, en la temporalidad interior a la que me he
referido, tarda en escribirse: ¡Cuánto tardas en salir, sol de hoy, sol de
hoy! ¡Sal, que me ahogo! ¡Que parece que me están reteniendo el corazón! ¡Sal,
que me ahogo! Hemos visto que el poema surge desde el amanecer y puede
interpretarse como un regalo del sueño. El poeta, entonces, piensa
(poema VI, p. 16) en los pescadores que vuelven con la carga de su pesca
nocturna, por lo que la palabra /aurora/ pudiera resultar anfibológica, de no
percatarnos del distinto contexto: ¡Entera, en la mañana, cada día, para mí;
toda cuerpo y alma –flor cerrada de nuevo con la aurora, con su perfume
recojido, barca tornada al puerto con el sol de su pesca nocturna, mar adentro,
con su vela plegada–; haciéndose gustosa –entera para mí–, como una reina
buena, entre sonrisas olvidadas de la gloria, la donación del sueño!
Si leemos las dos partes del poema por separado, lo
entenderemos mejor. La poesía se entrega al poeta cada mañana: ¡Entera,
en la mañana, cada día, para mí; toda cuerpo y alma haciéndose gustosa –entera
para mí–, como una reina buena, entre sonrisas olvidadas de la gloria, la
donación del sueño! Pero la floración desaparece cuando, tras la pesca,
el pescador retorna a puerto: –flor cerrada de nuevo con la aurora, con su
perfume recojido, barca tornada al puerto con el sol de su pesca nocturna, mar
adentro, con su vela plegada–; El poema, cualquier poema, no viene dado
graciosamente, sino que hay que descubrirlo, extraerlo, trabajarlo. Incluso
cuando, escondido en la tierra como las raíces de la mata, se exige excavarlo,
al modo en que lo hace el perro divino del poema L (p. 65). Algún crítico
observa que Jiménez pudiera inspirarse para este caso en el famoso poema “The
Hound of Heaven” (El lebrel del cielo), de Francis Thompson, pero creo que sólo
dejó huella, lejanamente, en el título: “Perro divino”. El poeta (y cuando
hablo del poeta me refiero siempre al sujeto de la enunciación poemática),
transfigurado en can, escarba la tierra húmeda para buscar el poema oculto: ¡Aquí
está! ¡Venid todos! ¡Cavad, cavad! ¡Mis manos echan sangre, y ya no pueden más!
¡Aquí está! ¡Entre la tierra húmeda, qué olor a eternidad! ¡Aquí está! ¡Oíd mi
aullido largo contra el sol inmortal! ¡Aquí está! ¡Venid todos! ¡Cavad, cavad,
cavad!
Por otra parte, al ser emanación de la poesía,
materialización de sus características, el poema es, de algún modo, eterno. Por
lo tanto, en aparente contradicción, existe antes de nacer. De la tierra húmeda
que lo oculta emana un “olor a eternidad”. El poeta viene obligado a referirse
a ello y cierra así las tres partes del poema inicial (p. 13): ¡Canción
mía, canta, antes de cantar; da a quien te mire antes de leerte, tu emoción y
tu gracia; emánate de ti, fresca y fragante! El poema en tres partes
que abre el libro se ha desarrollado de modo inverso al que podría esperarse.
Primero trata del poema conseguido. Después se refiere al arranque la
escritura. Por último, alude a la pre-escritura. Ello le permite al poema
mostrar su aspiración de eternidad y obliga al poeta a introducir el tema de la
memoria, denominada siempre “recuerdo”. Al recuerdo y la memoria se dedican
seis poemas, más largos de lo habitual, en el principio del libro. Dentro del
sistema que se construye, el poema surge de una triple contradicción esencial.
Como objeto es presente, como escritura concluida es pasado y como poesía es
intemporal o eterno. Además, el poema es fruto del incendio, la plenitud
creadora, del poeta y, a la vez, de la máxima luz que es la poesía. El poema
VIII (p. 18) resulta muy esclarecedor. Primero se pregunta por el presente del
poema que va a ser pasado, recuerdo: Este instante que ya va a ser recuerdo, ¿qué
es? Música loca, que trae estos colores que no fueron –pues que fueron– de
aquellas tardes de oro, amor y gloria; esta música que va a no ser, ¿qué es?
Luego entiende que la razón de ser del poema es cerrarse y salir del presente,
prescindiendo del poeta. Como hubiera dicho Roland Barthes, en su ensayo “La
mort de l’auteur”, “l’écriture est destruction de toute voix, de toute
origine”, es el espacio en el que, además de destruirse la voz originaria, se
pierde toda identidad y primeramente la del cuerpo que escribiera (Barthes,
1984, p. 63).
Si el autor está ya lejano, el poema resulta, por lograrse
recuerdo, eterno: ¡Instante, sigue, sé recuerdo –recuerdo, tú eres más, porque tú pasas,
sin fin, la muerte con tu flecha—, sé recuerdo, conmigo ya lejano! …¡Oh, sí,
pasar, pasar, pasar, no ser instante, sino perennidad en el recuerdo!
Abolido el tiempo, afirmada la caducidad del instante y del poeta, queda la
sospecha contradictoria de que la memoria exige al poeta que la sustente y de
que el poema, tan material, se consume en el acto de escritura que lo creó: ¡Memoria
inmensa mía, de instantes que pasaron hace siglos; eternidad del alma de la
muerte! … Instante, pasa, pasa tú que eres –¡ay!– yo! Este instante, este tú,
que va a ser muriendo, ¿qué es? La contradicción la tiene que resolver
definitivamente el poeta, so pena de que el libro resulte incomprensible. Esa
función la va a cumplir un poema muy importante, cuyo título aclara el
significado de Platero y yo y será parodiado por Jorge Luis Borges (¡de nuevo
Jorge Luis Borges!) en el capitulito “Borges y yo”, de El hacedor: “Yo y yo”. Me
buscas, te me opones, como la imagen del chorro, al chorro, en el espejo de
agua. Se unen, sobre la imagen de la fuente verlainiana y machadiana,
la poesía y el poema y el poeta reflejado. El agua del chorro viene de una
historia sin principio ni fin sólo igualable a la voluntad escritora.
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