1 La
tejedora de Odiseo por JUAN MIGUEL DE LOS RÍOS
Ctesipo era el más veterano de los
pretendientes, por su fuerza y barbarie se ganó un lugar preferente en el lecho
de Penélope. Angelao, Anfimedonte y el resto de los aspirantes encontraron su
turno cuando el tiempo apocó la combatividad del aqueo. Yo llegué mucho
después, ya ninguno disputaba la elección de la reina y solo se discutía quién
de ellos resistía más con la esposa de Ulises. Penélope
nos trataba a todos con la misma displicencia y jamás permitió que la luz del
sol la sorprendiera en compañía de alguno de nosotros. Cada noche,
en la hora de destejer el sudario de Laertes, la reina se deshacía de su amante
y llamaba a Euriclea para adecentar el aposento, temerosa de la aparición
inesperada de su marido. Jamás echó en falta a Ulises, y cuando este partió con
los argivos en sus corvas naves hacia Troya, ofrendó un buey a Zeus para
demorar su regreso y repitió su oblación cada equinoccio de primavera. Años
después recibió la noticia del naufragio de Ulises en la isla de Ogigia e hizo
libaciones a Calipso para retenerlo todo el tiempo posible, hastiada de su
falta de deseo, su grosería y la leyenda que anhelaba dejar a los siglos venideros.
Conocí a la soberana
de Ítaca cuando me daba por rendido. Anfínomo y Eurímaco eran por entonces los asiduos
en las noches de Penélope. Su hijo Telémaco bajaba cada tarde a los salones del
palacio para anunciar al elegido sin reparar nunca en mí, hasta que un día
sirvió mi copa de vino como señal. La reina me recibió en su torre, sentada de
espaldas, con la vista puesta sobre la faz plateada de la diosa Selene y
ataviada con adornos de bruñido marfil y de plata. Parecía la dorada
Venus. Una mirada suya, con esos ojos glaucos e insondables, y supe que
consumiría a su lado el resto de mis años. Penetré en su nívea carne
con la bravura de un toro y volqué sobre ella mis sentidos. Como al resto de
sus amantes, me arrebataron de su lecho antes de las primeras luces de la
aurora.
Los
días se sucedieron y la reina eligió esta vez a Liode, después fueron Elato y
Pisandro. Durante semanas soporté que Telémaco sirviese la copa del elegido a
otros. La noche en que llenó de nuevo la mía decidí vestirme con la astucia
legendaria de su padre. Ella siempre nos recibía de espaldas, yo
aproveché su descuido e impregné su almohada con esencias de adormidera. Logré
que las luces de Helios nos hallasen amalgamados en un solo cuerpo. Aquella
noche, el sudario de Laertes no se deshizo. Penélope abrió sus ojos y me
sorprendió entrando a deshora en su carne mientras la aurora trepaba sobre las
sombras de la torre. No se desprendió de mí y se dejó llevar por las embestidas
de un animal hambriento de ella. Yacimos en su lecho el día y la noche sin que
su esclava Melanto, encomendada a desalojar los amantes de la torre, enmendara
la osadía de la reina. Telémaco no bajó a los salones
por primera vez desde la partida de su padre, así fue en los
siguientes días, con el resto de los pretendientes resignados con alimentarse
de pingües cabras y mezclar el vino en las cráteras.
Una
noche en la que Bóreas soplaba fuerte, llegó un nuevo comensal que por sus
miserables vestiduras semejaba un harapiento mendigo. En tanto que los otros
pretendientes arrojaban su desprecio al nuevo invitado, yo reconocí en su
tobillo una singular marca, la cicatriz que le hiciera un jabalí a Ulises
cuando fue al Parnaso con los hijos de Autólico. Comprendí las intenciones del divino Ulises tan pronto como
observé que Telémaco llevaba las marciales armas del salón a una de las
habitaciones, nadie advirtió que quedábamos inermes sin los
cascos, los abollonados escudos y las agudas lanzas. Avisé a Euriclea, la
confidente de Penélope, para que advirtiese de la llegada del rey y sus
intenciones de iniciar una hecatombe. Parecía claro que ninguno escaparíamos de
la muerte y el hado. La discreta Penélope mandó a sus esclavas a que echaran
por tierra las brasas de los tederos para que hubiese luz y calor en los
salones, luego ordenó colocar un magnífico sillón en frente de los hombres y
bajó de su torre. Lucía una espléndida túnica talar que semejaba árida binza de
cebolla, de colores dorados y de púrpuras, reluciente como un sol. Todos la
contemplábamos admirados.
Telémaco
apareció con una docena de segures y las clavó en el suelo, abrió un gran surco
y las alineó en cordel. Acto seguido, colocó sobre la
mesa el arco que en su día fue del divinal Ulises, junto a una aljaba que
contenía muchas saetas. La reina nos retó a un certamen: aquel que
más fácilmente manejara el gran arco de Ulises y pasase una flecha por el ojo
de las doce segures, sería el elegido, el hombre con quien ella se casaría. No
hubo pesar en su voz ni tampoco un atisbo de duda. El silencio ahogó nuestros
pensamientos hasta que Liondre y Pisandro se adelantaron para probar sus
fuerzas con el arco. Ninguno consiguió armarlo.
Uno
tras otro fueron dominados por la fatiga sin lograr su propósito. Solo quedamos dos, y sabía quién era mi oponente. Mandé
a una de las esclavas a colocar junto a la lumbre una pelleja con una gran bola
de sebo en su interior, luego calenté el arco y, untándolo con la grasa,
conseguí armarlo, probé la cuerda asiéndola con la diestra y se dejó oír un
hermoso sonido semejante a la voz de una golondrina. Me acomodé el arco, tiré
de la cuerda, apunté al blanco y despedí la saeta sin errar ninguna de las
segures. Desde la primera hasta la última, las atravesé todas.
Mi
contrincante no disimuló su sorpresa, ni tampoco su derrota. Sin descubrir su personalidad, salió de los
salones en dirección a la playa, donde ancoró su barco la noche anterior. Lo
seguí precaviéndome de su reacción y, cuando ya oteaba el hervor espumoso de
las olas, se percató de mí y descolgó del hombro su aguda espada. Le hice ver
que mis intenciones eran de dialogar, de decirle que no todo estaba perdido para
él.
—No vine a recuperar mi esposa ni mi
reino —me anunció—. Regresé en busca de mi inmortalidad, la que me auguró
Tiresias en su profecía, en la que vencía a todos los pretendientes con mi
arco. Ahora solo queda ponerme en camino hasta llegar a los hombres que no
conocen el mar, allí donde confundirán mi remo con un bieldo.
—No, divino Ulises —le repliqué—. La
Historia no la hacen los héroes, la crean quienes la narran y lo dejan por
escrito. Recompensaré la pérdida de tu reino con la inmortalidad.
—¿Quién eres y de qué país procedes?
—me preguntó.
—Mi nombre es Homero y vengo de
Esmirna. Yo haré que tu nombre perdure en la memoria de los siglos.
[fuente https://www.zendalibros.com/la-tejedora-de-odiseo/ ]
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Las malas
palabras de Dámaso Alonso por MANUEL PEREIRA
El 25 de junio de 1980 volví a visitar a Don Dámaso, esta vez acompañado por el poeta Luis Rogelio Nogueras (QEPD). Por el camino, Nogueras (“Wichy” para sus amigos) recitaba de memoria y en voz alta estos versos del gran español: “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)”.
Aquel hombre pequeño y jovial nos
llevó a su biblioteca mientras tarareaba una enigmática tonada. La conversación
giró inmediatamente en torno a Nicolás Guillén, a
quien admiraba mucho. Luego me dedicó Hijos de la ira: “A
Manuel Pereira, por sus éxitos en la novela, deseándole muchos en la vida”.
Enseguida extrajo de la estantería un ejemplar de Las soledades, de Góngora, publicado en La Habana.
“Necesito que me aclare un misterio”, me dijo Dámaso poniendo un dedo en la
portada: “Dígame, ¿quién es este señor Mincín? ¿Es un apellido ruso? ¿Acaso el
nombre del editor?”
Yo solté la carcajada. En efecto, junto a los créditos y en la contraportada aparecía la sigla MINCIN (Ministerio del Comercio Interior), organismo encargado de comercializarlo todo en la isla. Cuando se lo expliqué, replicó entre bromas y veras: “pues dígale al tal Mincín que todavía me debe los derechos de autor”.
Wichy y yo estábamos impresionados
ante aquel caballero de la lingüística, erudito del hipérbaton, sobreviviente
de la Generación del 27 y poeta mayor. Sabíamos que conversábamos con
un clásico viviente, pero no podíamos dejar de reírnos con sus ocurrencias.
Lo más simpático ocurrió al final. “Pasan tan pocos cubanos por aquí, que
quiero aprovechar vuestra visita para llenar algunas lagunas sobre Cuba”.
Según comentó, estaba preparando un diccionario con las llamadas “malas palabras” en Latinoamérica. Ya tenía todos los países menos Cuba. Don Dámaso quería que desgranáramos en voz alta el inventario de la vasta sinonimia del órgano sexual masculino, desglosando además el repertorio por categorías: vegetal, animal, mineral, incluyendo nociones metafísicas.
“Primero las variantes vegetales”,
demandó al vernos vacilantes. Bajo la ceñuda mirada del busto de Góngora, yo me
estremecí de pudor. Pero, ante su insistencia, empecé a deslizar algunas voces:
“el nabo, la vianda…”. Wichy añadió entre dientes: “la yuca, el cuero, el
pescado, la caña…”.
“Muy bien, ahora las formas
minerales”, nos pidió mientras tomaba nota en la contracubierta de Los Lusiadas, de Luis de Camões. Ansioso y
divertido, parecía un niño descubriendo nuevas
resonancias en viejas palabras. Wichy me miró consternado, más rojo
de rubor de lo que ya era por su rubicundez.
Yo agregué: “la cabilla, la mandarria”.
Wichy se animó: “los timbales”, dijo,
agregando un tímido comentario más escrotal que musical.
Lo más arduo fue explicarle al sabio
conceptos abstractos como “mandado” y su pronunciación callejera: “mandao”. El
erudito siguió anotando hasta que nos pidió la forma más frecuente y vulgar en
nuestra jerga. Me hice el bobo, aquello era demasiado fuerte, pero él me atajó
persuasivo: “dígamela, no tenga usted vergüenza”. Mirando a
hurtadillas hacia el busto de Góngora, dije entre dientes: “Pinga”.
“¿Pingüe?”, indagó pestañeando.
Aquello de la «pinga pingüe» nos
mantuvo a Wichy y a mí riendo durante días en aquel Madrid de nuestra juventud
literaria. Todavía estamos riéndonos: él allá arriba y yo
acá abajo.
Ese fue el Dámaso nada acartonado que
yo conocí. Nunca supe si aquel catálogo de palabrotas era un informe interno
para la Academia o una investigación destinada a la imprenta. En cualquier
caso, siempre me quedé con ganas de ver el resultado. Tal vez en alguno de los
diez tomos publicados por Gredos figure ese glosario de exabruptos dentro de
las Obras Completas de este español que quiso hacer con nuestra lengua lo que
Colón hizo con la geografía.
[fuente https://www.zendalibros.com/las-malas-palabras-de-damaso-alonso/ ]
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Poemas de María Auxiliadora Álvarez - poeta venezolana
María
Auxiliadora Álvarez (Caracas, 1956) ha
publicado los libros de poesía Un día más de lo invisible, 2019; El
silencio El lugar, 2018; Páramo
solo y Las regiones del frío,
2018; Piedra en:U:,
2016; Paréntesis del estupor,
2011; El eterno aprendiz y Resplandor, 2006; I, 1996; Ca(z)a, 1990; Cue, 1985; y Mis
pies en el origen, 1978. En ensayo ha publicado
los libros Experiencia y expresión de lo inefable. La poesía
de San Juan de la Cruz,
2013; y Fino animal de sombra. De la antigua mística a la
escritura urbana, 2017. Cursó la maestría y el
doctorado en literatura transatlántica en la University of Illinois at
Urbana-Champaign y actualmente es profesora en Miami University, Oxford, Ohio.
Presentamos una selección de sus poemas y dos inéditos.
***
8
tus oídos son tuyos
pero no escuchan solamente
lo que quieren escuchar
tus oídos son tuyos
pero no los puedes cerrar:
tus oídos no son tuyos
por más que los cubras con los
dedos
con las manos
con los brazos
doblando toda articulación
todo cartílago
los oídos aún escucharán
lo que no quieren escuchar:
como una pulsación
una pulsación
una pulsación
***
18
sobre las imágenes fijas
de la memoria
gravita la sombra
de un péndulo
en forma
de cadalso
***
19
el pensamiento atraviesa
su límite de abstracción
para alcanzar
el hueso
tangible
y pender
por un instante
de su (falso)
sol
***
lo pleno
mientras se colmaba el vacío
el eco de la nada
era ensordecedor
quizá los obstáculos del
sentido
nacían de las re-
de las re-
de las reverberaciones
de la voz
ahíta de sí
y sin facultad
de escuchar:
lo pleno
que tal vez
se encontraba
habitado
por el silencio
***
aislamiento
tupida rama:
no toques
al animal herido
provéele de aislamiento
provéele de refugio
provéele de larga noche
sobre los ojos cerrados
[fuente https://www.zendalibros.com/5-poemas-de-maria-auxiliadora-alvarez/ ]
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Penélope, el mito de la mujer que espera para
siempre
El mito de Penélope forma parte del poema épico La Odisea, escrito por Homero. La función de la épica es, entre otras, la de construir modelos a imitar para los pueblos. Los personajes que intervienen en sus narrativas son arquetípicos. Esto es, sintetizan una serie de valores y habilidades que les convierten en los ideales de ser para una sociedad.
Como suele suceder con estos relatos míticos, los
mensajes más interesantes son los que vienen
entre líneas. La
historia de Penélope es, de por sí, muy hermosa, además, resulta muy revelador
escudriñar lo que representa desde el punto de vista cultural. En este caso,
nos hablan de lo femenino y de la posición de la mujer en la relación
de pareja.
Penélope es el símbolo de la fidelidad y la abnegación, pero también exhibe rasgos que
aparecen en diferentes mitologías. Esos rasgos tienen que ver con la astucia y la
capacidad de engaño como armas para lograr sus propósitos. Lo femenino,
entonces, aparece como un terreno ambiguo, poco confiable y, por lo mismo,
peligroso.
Según el relato creado por Homero, Penélope nace en Esparta, de una ninfa
de agua dulce y el propio rey de la región. Todo comienza cuando Ulises, un valiente, se
siente solo y decide buscar una mujer para que lo acompañe y lo conforte. Su
búsqueda le lleva a Esparta, en donde conoce a la mujer más bella que había
visto: Helena. La misma Helena de Troya.
Esa mujer era tan hermosa que sus pretendientes se
contaban por cientos. El padre de la chica, y el propio Ulises, temían que la
disputa por su amor desatara el caos en Esparta. Así que los dos se pusieron de
acuerdo para decretar que el pretendiente vencedor debía ser respetado por
quienes salieran derrotados. Ulises se sintió incómodo por la situación.
Por entonces ya había llegado a Esparta una bella
mujer llamada Penélope. Era la prima de
Helena y había acudido para darle consejo. Cuando Ulysses y Penélope se encuentran, quedan
enamorados a primera vista. Ambos permanecen mudos, sabiendo que ya no querían
separarse jamás.
Ulises y Penélope se fueron a vivir a Ítaca. Su
padre, Icario, intentó que se quedara en Esparta. Ella solo guardó silencio y
se cubrió la cara con un velo. Así dio a entender que se iría con Ulises. En el lugar en donde ocurrió esto,
Icario construyó luego un templo dedicado al pudor .
La nueva pareja partió, no sin antes darse un largo
beso como sello para su amor. Ya en Ítaca, un año más tarde, tuvieron un hijo:
Telémaco. Poco después se desata la
Guerra de Troya y Ulises tiene que partir. Tardó 10 años en la guerra y otros
10 en su viaje de regreso.
En ese lapso fue seducido por una ninfa, una maga y una princesa, pero siempre
tuvo en su mente a su esposa y a su hijo.
Mientras, Penélope, al ser una mujer que estaba sola,
comenzó a verse rodeada por múltiples pretendientes. Estos se instalaron en su
casa. Comían y
bebían a su antojo. Todos la urgían para que aceptara a uno de ellos, pues
daban a Ulises por muerto. Ella, sin embargo, presentía que su esposo estaba
vivo y que regresaría.
Para eludir la decisión de
aceptar a alguno de sus pretendientes, Penélope dijo que elegiría cuando terminara de tejer un
tapiz. Lo que se le ocurrió fue tejer de día y deshacer de noche.
Así pasó cuatro años, al final de los cuales, Ulises por fin regresó. Después
de una serie de pruebas, logró reconocerlo. Ulises, por su parte, acabó con los
pretendientes.
Lo cierto es que hay varias versiones sobre lo que
sucedió. La más
extendida, y la que más nos gusta escuchar, cuenta que “vivieron felices para
siempre”. Otra versión señala que Ulises repudió a su esposa, pues la acusó de
haber sido ella misma quien había atraído a los pretendientes. También hay
versiones de que la mató por haber sido infiel o que la devolvió a su padre por la misma
razón.
Penélope es el modelo de la mujer abnegada, que
calla y espera. Se ve obligada a
hacer y deshacer, una y otra vez su propia obra mientras regresa el amor
“perdido”. Su tapiz
representa ese círculo vicioso de la resistencia. Su actitud, lo que la cultura
occidental estableció como ideal para una esposa.
[fuente https://lamenteesmaravillosa.com/penelope-el-mito-de-la-mujer-que-espera-para-siempre ]
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posteado por kalais 28/1/2023 - ch
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