Fernando Pessoa: Livro do Desassossego y nota s/heterónimos
He dado a esta traducción el título de Libro del desasosiego
de Bernardo Soares —y no «por Bernardo Soares», como consta en la edición
original [pról. del traductor al español Ángel Crespo]
El Libro del
desasosiego (en portugués, Livro do Desassossego),
escrito por Fernando Pessoa bajo el heterónimo de Bernardo Soares, es la obra en prosa más importante del poeta portugués. Fernando Pessoa nació en Lisboa el 13
de junio de 1888. Su madre, prematuramente viuda, se casó en segundas nupcias
con el comandante João Miguel Rosa, que en 1895 fue nombrado cónsul en Durban
(África del Sur), donde Pessoa estudió en el convento de West Street y luego en
la High School y la Commercial School, y pasó el examen de admisión y la
Intermediate Examination de Artes en la Universidad de Ciudad del Cabo. En 1905
Pessoa se trasladó a Lisboa para matricularse en el curso superior de Letras.
Traductor, astrólogo, médium, ensayista, vinculado a la vez a la vanguardia
literaria y plástica y al ocultismo, Fernando Pessoa debe su extensa y casi
enteramente póstuma notoriedad mundial a la vasta y variada obra poética que,
firmada por él mismo o atribuida a alguno de sus heterónimos —señaladamente
Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Alvaro de Campos.
F. Pessoa sólo
alcanzó reconocimiento tras su muerte en Lisboa, en 1935. Pessoa nació en
Lisboa, pero durante su infancia viajó a Durban, en Suráfrica, donde su
padrastro era cónsul, había perdido a su padre con 5 años y su madre se casó en
segundas nupcias. El inglés se convirtió en su segunda lengua: fue bilingüe y
trabajó como traductor técnico; publicó sus primeros poemas en inglés. Al
tiempo que trabajó como traductor se convirtió en el principal foco estético de
la vanguardia portuguesa y colaboró en diversas publicaciones como Orfeo,
órgano de la literatura vanguardista. Influido por la filosofía de Schopenhauer
y de Nietzsche, y por los simbolistas franceses, introdujo en su país las
corrientes literarias en boga de la época; desde el modernismo al futurismo. No
publicó poesía en portugués hasta un año antes de su muerte, cuando apareció
una colección de poemas firmados con diferentes nombres, como si fueran
distintos alter egos. Es la suya una obra que verdaderamente puede decirse que
representa todos los aspectos diferentes de la personalidad del poeta con su
completa variedad de voces y diferentes estilos individuales.
Signos
utilizados: / / Reserva del autor acerca de
una palabra o expresión. ( ) Duda del autor en cuanto a la oportunidad de la
inclusión de una o más palabras. (...) Pasaje dejado incompleto por el autor. [
] Palabras añadidas por los editores. [...] Palabra o pasaje ilegible.
PREFACIO
Hay en Lisboa unos
pocos restaurantes o casas de comidas en los que, encima de una tienda con
hechuras de taberna decente, se alza un entresuelo que tiene el aspecto casero
y pesado de un restaurante de ciudad pequeña sin tren. En esos entresuelos poco
visitados, excepto los domingos, es frecuente encontrar tipos curiosos, caras
sin interés, una serie de apartes en la vida. El deseo de sosiego y la
conveniencia de los precios me han llevado, durante un período de mi vida, a
ser parroquiano de uno de esos entresuelos. Sucedía que, cuando tenía que cenar
a las siete, casi siempre encontraba a un individuo cuyo aspecto, que al
principio no me interesó, empezó a interesarme poco a poco. Era un hombre que
aparentaba unos treinta años, magro, más alto que bajo, encorvado
exageradamente cuando estaba sentado, pero menos cuando estaba de pie, vestido
con cierto descuido no totalmente descuidado. A la cara pálida y sin facciones
interesantes, un aire de sufrimiento no le añadía interés, y era difícil
definir qué especie de sufrimiento indicaba aquel aire; parecía indicar varios:
privaciones, angustias y ese sufrimiento que nace de la indiferencia de haber
sufrido mucho. Cenaba siempre poco, y terminaba fumando tabaco de hebra.
Observaba de manera extraordinaria a las personas que había allí, no de modo
sospechoso, sino con un interés especial; pero no las observaba como
escrutándolas, sino como si le interesasen y no quisiera fijarse en sus facciones
o analizar las manifestaciones de su carácter. Fue este rasgo curioso el que
primero hizo que me interesase por él. Pasé a verle mejor. Me di cuenta de que
un aire inteligente animaba de cierto modo incierto sus facciones. Pero el
abatimiento, la inercia de la angustia fría, ocultaba tan regularmente su
aspecto que era difícil entrever, además de éste, cualquier otro rasgo. Supe
incidentalmente, por un camarero del restaurante, que era un empleado
comercial, de una firma de allí cerca. Un día sucedió algo en la calle, por
debajo de las ventanas: una escena de pugilato entre dos individuos. Los que
estaban en el entresuelo corrieron hacia las ventanas, y yo también, y también
el individuo del que estoy hablando. Cambié con él una frase casual, y me respondió
en el mismo tono. Su voz era empañada y trémula, como la de las criaturas que
no esperan nada, porque es perfectamente inútil esperar. Pero resultaba, por
ventura, absurdo conceder esa importancia a mi compañero vespertino de
restaurante. No sé por qué, empezamos a saludarnos desde aquel día. Un día
cualquiera, en el que tal vez nos aproximó la circunstancia absurda de
coincidir el que ambos fuésemos a cenar a las nueve y media, empezamos una
conversación accidental. A cierta altura, me preguntó si escribía. Respondí que
sí. Le hablé de la revista «Orpheu»1 , que había aparecido hacía poco. La
elogió, la elogió mucho, y yo me quedé verdaderamente pasmado. Me permití
hacerle la observación de que me extrañaba, porque el arte de los que escriben
en «Orpheu»2 suele ser para pocos. Por lo demás, añadió, aquel arte no le había
ofrecido verdaderas novedades: y tímidamente observó que, no teniendo dónde ir
ni qué hacer, ni amigos a los que visitar, ni interés en leer libros, solía
gastar sus noches, en su cuarto alquilado, escribiendo también.
(TRECHO INICIAL) He nacido en un tiempo en que la mayoría de
los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus
mayores la habían tenido: sin saber por qué. Y entonces, porque el espíritu
humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la
mayoría de los jóvenes ha escogido a la Humanidad como sucedáneo de Dios.
Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen
de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de la que son, sino
también los grandes espacios que hay al lado. Por eso no he abandonado a Dios
tan ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad. He considerado
que Dios, siendo improbable, podría ser; pudiendo, pues, ser adorado; pero que
la Humanidad, siendo una mera idea biológica, y no significando más que la
especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie
animal. Este culto de la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me ha
parecido siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales
eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales. Así, no sabiendo
creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me he quedado, como
otros de la orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se
llama la Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia;
porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese
pensar, se pararía. A quien como yo, así, viviendo no sabe tener vida, ¿qué le
queda sino, como a mis pocos pares, la renuncia por modo y la contemplación por
destino? No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque
no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre,
ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo
de tener alma, la contemplación estética de la vida. Y, así, ajenos a la
solemnidad de todos los mundos, indiferentes a lo divino y despreciadores de lo
humano, nos entregamos fútilmente a la sensación sin propósito, cultivada con
un epicureismo sutilizado, como conviene a nuestros nervios cerebrales.
Reteniendo, de la ciencia, solamente aquel precepto suyo central de que todo
está sujeto a leyes fatales, contra las cuales no se reacciona
independientemente, porque reaccionar es haber hecho ellas que reaccionásemos;
y comprobando que ese precepto se ajusta al otro, más antiguo, de la divina
fatalidad de las cosas, abdicamos del esfuerzo como los débiles del entretenimiento
de los atletas, y nos inclinamos sobre el libro de las sensaciones con un gran
escrúpulo de erudición sentida. No tomando nada en serio, ni considerando que
nos fuese dada, por cierta, otra realidad que nuestras sensaciones, en ellas
nos refugiamos, y a ellas exploramos como a grandes países desconocidos. Y, si
nos empleamos asiduamente, no sólo en la contemplación estética, sino también
en la expresión de sus modos y resultados, es que la prosa o el verso que
escribimos, destituidos de voluntad de querer convencer al ajeno entendimiento
o mover la ajena voluntad, es apenas como el hablar en voz alta de quien lee,
como para dar objetividad al placer subjetivo de la lectura. Sabemos bien que
toda obra tiene que ser imperfecta, y que la menos segura de nuestras
contemplaciones estéticas será la de aquello que escribimos. Pero, imperfecto y
todo, no hay poniente tan bello que no pudiese serlo más, o brisa leve que nos
dé sueño que no pudiese darnos un sueño todavía más tranquilo. Y así,
contempladores iguales de las montañas y de las estatuas, disfrutando de los
días como de los libros, soñándolo todo, sobre todo para convertirlo en nuestra
íntima substancia, haremos también descripciones y análisis que, una vez
hechos, pasarán a ser cosas ajenas que podemos disfrutar como si viniesen en la
tarde. No es éste el concepto de los pesimistas, como aquel de Vigny, para
quien la vida es una cárcel, en la que él tejía paja para distraerse. Ser
pesimista es tomar algo por trágico, y esa actitud es una exageración y una
incomodidad. No tenemos, es cierto, un concepto de valía que apliquemos a la
obra que producimos. La producimos, es cierto, para distraernos, pero no como
el preso que teje la paja, para distraerse del Destino, sino como la joven que
borda almohadones para distraerse, sin nada más. Considero a la vida como una
posada en la que tengo que quedarme hasta que llegue la diligencia del abismo.
No sé a dónde me llevará, porque no sé nada. Podría considerar esta posada una
prisión, porque estoy compelido a aguardar en ella; podría considerarla un
lugar de sociabilidad, porque aquí me encuentro con otros. No soy, sin embargo,
ni impaciente ni vulgar. Dejo a lo que son a los que se encierran en el cuarto,
echados indolentes en la cama donde esperan sin sueño; dejo a lo que hacen a
los que conversan en las salas, desde donde las músicas y las voces llegan
cómodas hasta mí. Me siento a la puerta y embebo mis ojos en los colores y en
los sonidos del paisaje, y canto lento, para mí solo, vagos cantos que compongo
mientras espero. Para todos nosotros caerá la noche y llegará la diligencia.
Disfruto la brisa que me conceden y el alma que me han dado para disfrutarla, y
no me interrogo más ni busco. Si lo que deje escrito en el libro de los
viajeros pudiera, releído un día por otros, entretenerlos también durante el
pasaje, estará bien. Si no lo leyeran, ni se entretuvieran, también estará
bien. 29-3-1930.
1ST ARTICLE: Cuando
nació la generación a la que pertenezco, encontró al mundo desprovisto de
apoyos para quien tuviera cerebro, y al mismo tiempo corazón. El trabajo
destructivo de las generaciones anteriores había hecho que el mundo para el que
nacimos no tuviese seguridad en el orden religioso, apoyo que ofrecernos en el
orden moral, tranquilidad que darnos en el orden político. Nacimos ya en plena
angustia metafísica, en plena angustia moral, en pleno desasosiego político.
Ebrias de las fórmulas exteriores, de los meros procesos de la razón y de la
ciencia, las generaciones que nos precedieron derrocaron todos los fundamentos
de la fe cristiana, porque su crítica bíblica, ascendiendo de la crítica de los
textos a la crítica mitológica, redujo los evangelios y la anterior hierografía
de los judíos a un montón dudoso de mitos, de leyendas y de mera literatura; y
su crítica científica señaló gradualmente los errores, las ingenuidades
salvajes de la «ciencia» primitiva de los evangelios; y, al mismo tiempo, la
libertad de discusión, que sacó a pública discusión todos los problemas
metafísicos, arrastró con ellos a los problemas religiosos donde perteneciesen
a la metafísica. Ebrias de algo, dudoso, a lo que llamaron «positividad», esas
generaciones criticaron toda la moral, escudriñaron todas las reglas de vida, y
de tal choque de doctrinas sólo quedó la seguridad de ninguna, y el dolor de no
existir esa seguridad. Una sociedad indisciplinada así en sus fundamentos
culturales no podía, evidentemente, ser otra cosa que víctima, en la política,
de esa indisciplina; y así fue como despertamos a un mundo ávido de novedades
sociales, y que con alegría iba a la conquista de una libertad que no sabía lo
que era, de un progreso que nunca definió. Pero el criticismo ordinario de
nuestros padres, si nos legó la imposibilidad de ser cristianos, no nos legó el
contentamiento con que la tuviésemos; si nos legó la incredulidad en las
fórmulas morales establecidas, no nos legó la indiferencia ante la moral y las
reglas de vivir humanamente; si dejó dudoso el problema político, no dejó
indiferente a nuestro espíritu ante cómo se resolvería ese problema. Nuestros
padres destruyeron alegremente porque vivían en una época que todavía tenía
reflejos de la solidez del pasado. Era aquello mismo que destruían lo que
prestaba fuerza a la sociedad para que pudiesen destruir sin sentir agrietarse
al edificio. Nosotros heredamos la destrucción y sus resultados. En la vida de
hoy, el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los
agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos
procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la
incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación.
4 Pertenezco a una generación que ha heredado la
incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas
las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que
transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas
de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros
depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más
cristianos todavía, iban a buscar a Orientes y Occidentes otras formas
religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente
vivir. Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos
huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la
representa: pasar a otras religiones es perder ésta y, por fin, perderlas a
todas. Nosotros perdimos ésta, y también las otras. Nos quedamos, pues, cada
uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece
ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un
puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto al que
deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula
aventurera de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso. Sin
ilusiones, vivimos apenas del sueño, que es la ilusión de quien no puede tener
ilusiones. Viviendo de nosotros mismos, nos disminuimos, porque el hombre
completo es el hombre que se ignora. Sin fe, no tenemos esperanza, y sin
esperanza no tenemos propiamente vida. No teniendo una idea del futuro, tampoco
tenemos una idea de hoy, porque el hoy, para el hombre de acción, no es sino un
prólogo del futuro. La energía para luchar nació muerta con nosotros, porque
nosotros nacimos sin el entusiasmo de la lucha. Unos de nosotros se estancaron
en la conquista necia de lo cotidiano, ordinarios y bajos buscando el pan de
cada día, y queriendo obtenerlo sin trabajo sentido, sin la conciencia del
esfuerzo, sin la nobleza de la consecución. Otros, de mejor estirpe, nos
abstuvimos de la cosa pública, nada queriendo y nada deseando, e intentando
llevar hasta el calvario del olvido la cruz de existir simplemente. Imposible
esfuerzo en quien no tiene, como el portador de la Cruz, un origen divino en la
conciencia. Otros se entregaron, atareados por fuera del alma, al culto de la
confusión y del ruido, creyendo vivir cuando se oían, creyendo amar cuando
chocaban contra las exterioridades del amor. Vivir, nos dolía, porque sabíamos
que estábamos vivos: morir, no nos aterraba, porque habíamos perdido la noción
normal de la muerte. Pero otros, Raza del Final, límite espiritual de la Hora
Muerta, no tuvieron el valor de la negación y el asilo en sí mismos. Lo que vivieron
fue en la negación, en el desconocimiento y en el desconsuelo. Pero lo vivimos
desde dentro, sin gestos, encerrados siempre, por lo menos en el género de
vida, entre las cuatro paredes del cuarto y los cuatro muros de no saber hacer.
5 Envidio —pero no sé si envidio— a aquellos de quienes se
puede escribir una biografía, o que pueden escribir la propia. En estas
impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi biografía sin
hechos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones y, si nada digo en ellas, es
que no tengo nada que decir. ¿Qué tiene alguien que confesar que valga o que
sirva? Lo que nos ha sucedido, o le ha sucedido a todo el mundo o sólo a
nosotros; en un caso, no es novedad, y en el otro no es cosa que se comprenda.
Si escribo lo que siento es porque así disminuyo la fiebre de sentir. Lo que
confieso no tiene importancia, pues nada tiene importancia. Hago paisajes con
lo que siento. Hago fiestas de las sensaciones. Comprendo bien a las bordadoras
gracias a la amargura, y a las que hacen punto de media porque hay vida. Mi tía
vieja hacía solitarios durante lo infinito de la velada. Estas confesiones de
sentir son solitarios míos. No los interpreto, como quien usase cartas para
saber el destino. No los ausculto, porque en los solitarios las cartas no
tienen propiamente valor. Me desenrollo como una madeja multicolor, o hago
conmigo figuras de cordel, como las que se tejen entre los dedos estirados y se
pasan de unos niños a otros. Sólo me preocupo de que el pulgar no estropee el lazo
que le corresponde. Después, vuelvo la mano y la imagen resulta diferente. Y
vuelvo a empezar. Vivir es hacer punto de media con una intención de los demás.
Pero, al hacerlo, el pensamiento es libre, y todos5 los príncipes encantados
pueden pasear por sus parques entre zambullida y zambullida de la aguja de
marfil de pico al revés. Punto de ganchillo de las cosas... Intervalo...
Nada... Por lo demás, ¿con qué puedo contar conmigo? Una acuidad horrible de
las sensaciones, y la comprensión profunda de estar sintiendo... Una
inteligencia aguda para destruirme, y un
poder de ensueño ávidamente deseoso de entretenerme... Una voluntad muerta y
una reflexión que la arrulla, como a un hijo vivo... Sí, punto de ganchillo...
6 Encaro serenamente, sin nada más que lo que en el alma
represente una sonrisa, el encerrárseme siempre la vida en esta Calle de los
Doradores6 , en esta oficina, en esta atmósfera de esta gente. Tener lo que me
dé para comer y beber, y donde vivir, y el poco espacio libre en el tiempo para
soñar, escribir —dormir—, ¿qué más puedo yo pedir a los Dioses o esperar del
Destino? He tenido grandes ambiciones y sueños dilatados —pero también los tuvo
el cargador o la modistilla, porque sueños los tiene todo el mundo: lo que nos
diferencia es la fuerza de conseguir o el destino de conseguirse con nosotros.
En sueños, soy igual al cargador y a la modistilla. Sólo me diferencia de ellos
el saber escribir. Sí, es un acto, una realidad mía que me diferencia de ellos.
En el alma, soy su igual. Bien sé que hay islas del Sur y grandes amores
cosmopolitas y (...) Si yo tuviese el mundo en la mano, lo cambiaría, estoy
seguro, por un billete para [la] Calle de los Doradores. Tal vez mi destino sea
eternamente ser contable, y la poesía o la literatura una mariposa que,
parándoseme en la cabeza, me torne tanto más ridículo cuanto mayor sea su
propia belleza. Sentiré añoranzas de Moreira, ¿pero qué son las añoranzas ante
las grandes ascensiones? Sé bien que el día que sea contable7 de la casa
Vasques y Cia. será uno de los grandes días de mi vida. Lo sé con una
anticipación amarga e irónica, pero lo sé con la ventaja intelectual de la
certidumbre.
7 El patrón Vasques. Siento, muchas veces,
inexplicablemente, la hipnosis del patrón Vasques. ¿Qué es para mí ese hombre,
salvo el obstáculo ocasional de ser el dueño de mis horas, durante un tiempo
diurno de mi vida? Me trata bien, me habla con amabilidad, salvo en los
momentos bruscos de preocupación desconocida en que no habla bien a alguien.
Sí, ¿pero por qué me preocupa? ¿Es un símbolo? ¿Es una razón? ¿Qué es? El
patrón Vasques. Me acuerdo ya de él en el futuro con la nostalgia que sé que he
de sentir entonces. Estaré tranquilo en una casa pequeña de los alrededores de
algo, gozando de un sosiego en el que no haré la obra que no hago ahora, y
buscaré, para continuar el no haberla hecho, disculpas diferentes de aquella en
que hoy me esquivo a mí mismo. O estaré internado en un asilo de mendigos,
feliz por la derrota completa, mezclado con la ralea de los que se creyeron
genios y no fueron más que mendigos con sueños, junto con la masa anónima de
los que no tuvieron poder para triunfar ni renuncia generosa para triunfar al
revés. Esté donde esté, recordaré con nostalgia al patrón Vasques, a la oficina
de la Calle de los Doradores, y la monotonía de la vida cotidiana será para mí
como el recuerdo de los amores que no tuve, o de los triunfos que no habrían de
ser míos. El patrón Vasques. Veo hoy desde allí, como le veo hoy desde aquí
mismo — estatura media, achaparrado, ordinario con límites y afectos, franco y
astuto, brusco y afable—, jefe, aparte su dinero, en las manos peludas y
lentas, con las venas marcadas como pequeños músculos coloreados, el pescuezo
lleno pero no gordo, los carrillos colorados y al mismo tiempo tersos, bajo la
barba oscura siempre afeitada a tiempo. Le veo, veo sus ojos de vagar enérgico,
los ojos que piensan para dentro cosas de fuera, recibo la perturbación de su
ocasión en que no le agrado, y mi alma se alegra con su sonrisa, una sonrisa
ancha y humana, como el aplauso de una multitud. Será, tal vez, porque no hay
cerca de mí una figura más importante que el patrón Vasques por lo que, muchas
veces, esa figura vulgar y hasta ordinaria se me enreda en la inteligencia y me
distrae de mí mismo. Creo que hay símbolo. Creo o casi creo que en alguna
parte, en una vida remota, este hombre fue en mi vida algo más importante que
lo que es hoy.
8 ¡Ah, comprendo! El
patrón Vasques es la Vida. La Vida, monótona y necesaria, dirigente y
desconocida. Este hombre trivial representa la trivialidad de la Vida. Él lo es
todo para mí, por fuera, porque la Vida lo es todo para mí por fuera. Y, si la
oficina de la Calle de los Doradores representa para mí la Vida, este segundo
piso mío, donde vivo, en la misma Calle de los Doradores, representa para mí el
Arte. Sí, el Arte, que vive en la misma calle que la Vida, aunque en un sitio
diferente, el Arte que alivia de la Vida sin aliviar de vivir, que es tan
monótono como la misma Vida, pero sólo en un sitio diferente. Sí, esta Calle de
los Doradores comprende para mí todo el sentido de las cosas, la solución de
todos los enigmas, salvo el de que existan los enigmas, que es lo que no puede
tener solución.
9 A veces, cuando
levanto la cabeza aturdida de los libros en que escribo las cuentas ajenas y la
ausencia de la propia vida, siento una náusea física, que puede ser de
inclinarme, pero que trasciende a los números y a la desilusión. La vida me
disgusta como una medicina inútil. Y es entonces cuando siento con visiones
claras lo fácil que sería alejarse de este tedio si tuviese la simple fuerza de
querer alejarlo de verdad. Vivimos gracias a la acción, es decir gracias a la
voluntad. A los que no sabemos querer —seamos genios o mendigos— nos hermana la
impotencia. ¿De qué me sirve llamarme genio si soy ayudante de contabilidad?
Cuando Cesário Verde8 hizo que le dijeran al médico que era, no el señor Verde,
empleado de comercio, sino el poeta Cesário Verde, se valió de uno de esos
verbalismos del orgullo inútil que exudan el olor de la vanidad. Lo que siempre
fue, pobrecillo, fue el señor Verde, empleado de comercio. El poeta nació
después de su muerte, porque fue después de su muerte cuando nació la
estimación por el poeta. Hacer, he ahí la inteligencia verdadera. Seré lo que quiera.
Pero tengo que querer lo que sea. El éxito está en tener éxito, y no en tener
condiciones para el éxito. Condiciones de palacio las tiene cualquiera en la
ancha tierra, pero ¿dónde está el palacio si no lo hacen allí?
10 Prefiero la prosa al verso, como modo de arte, por dos
razones, la primera de las cuales, que es mía, es que no puedo escoger, pues
soy incapaz de escribir en verso. La segunda, sin embargo, es de todos, y no es
—lo creo de verdad— una sombra o disfraz de la primera. Vale, pues, la pena que
la deshile, porque afecta al sentido íntimo de todo el valor del arte.
Considero al verso una cosa intermedia, un paso de la música a la prosa. Como
la música, el verso es limitado por leyes rítmicas que, aunque no sean las
leyes rígidas del verso regular, existen sin embargo como defensas, coacciones,
dispositivos automáticos de opresión y castigo. En la prosa hablamos libres.
Podemos incluir ritmos musicales y, a pesar de ello, pensar. Podemos incluir
ritmos poéticos y, sin embargo, estar fuera de ellos. Un ritmo ocasional de
verso no estorba a la prosa; un ritmo ocasional de prosa hace tropezar al
verso. En la prosa se engloba todo el arte, en parte porque en la palabra está
contenido todo el mundo, en parte porque en la palabra libre está contenida
toda la posibilidad de decirlo y pensarlo. En la prosa lo damos todo, por
transposición: el color y la forma, que la pintura no puede dar sino
directamente, en ellos mismos, sin dimensión íntima; el ritmo, que la música no
puede dar sino directamente, en él mismo, sin cuerpo formal, ni ese segundo
cuerpo que es la idea; la estructura, que el arquitecto tiene que formar con
cosas duras, dadas, exteriores, y nos erguimos en ritmos, en indecisiones, en
decursos y fluideces; la realidad, que el escultor tiene que dejar en el mundo,
sin aura ni transubstanciación; la poesía, en fin, en la que el poeta, como el
iniciado en una orden oculta, es siervo, aunque voluntario, de un grado y de un
ritual. Estoy seguro de que, en un mundo civilizado perfecto, no habría otro
arte que la prosa. Dejaríamos los ponientes a los ponientes, procurando tan
sólo, en arte, comprenderlos verbalmente, transmitiéndolos así en una música
inteligible del corazón. No haríamos escultura de los cuerpos, que guardarían,
propios, vistos y tocados, su relieve móvil y su tibieza suave. Haríamos casas
sólo para vivir en ellas, que es, al fin, aquello para lo que son. La poesía
quedaría para que los niños se acercasen a la prosa futura; que la poesía es,
por cierto, algo infantil, mnemónico, auxiliar e inicial. Hasta las artes
menores, o aquellas a las que podemos llamar así, se reflejan, susurrantes, en
la prosa. Hay prosa que danza, que canta, que se declama a sí misma. Hay ritmos
verbales que son bailes en que la idea se desnuda sinuosamente, con una
sensualidad translúcida y perfecta. Y hay también en la prosa sutilezas
convulsas en que un gran actor, el Verbo, transmuta rítmicamente en su
substancia corpórea el misterio impalpable del Universo . 18-10-1931.
11 Todo se penetra. La lectura de los clásicos, que no
distinguen10 los ocasos, me ha vuelto inteligibles muchos ocasos, en todos sus
colores. Hay una relación entre la competencia sintáctica, por la que se
distinguen los valores de los seres11, de los sonidos y de las formas, y la
capacidad de comprender cuándo el azul del cielo es realmente verde, y qué
parte del amarillo existe en el verde azul del cielo. En el fondo es lo mismo:
la capacidad de distinguir y de sutilizar. Sin sintaxis no hay emoción
duradera. La inmortalidad es una función de los gramáticos.
12 Me gusta decir. Diré mejor: me gusta palabrear. Las
palabras son para mí cuerpos tocables, sirenas visibles, sensualidades
incorporadas. Tal vez porque la sensualidad real no tiene para mí interés de
ninguna especie —ni siquiera material o de ensueño—, se me ha transmutado el
deseo hacia aquello que crea en mí ritmos verbales, o los escucha de otros. Me
estremezco si dicen bien. Tal página de Fialho , tal página de Chateaubriand,
hacen hormiguear a mi vida en mis venas, me hacen rabiar trémulamente quieto de
un placer inaccesible que estoy teniendo. Tal página, incluso, de Vieira , en
su fría perfección de ingeniería sintáctica, me hace temblar como una rama al
viento, en un delirio pasivo de cosa movida. Como todos los grandes enamorados,
me gusta la delicia de la pérdida de mí mismo, en la que el gozo de la entrega
se sufre completamente. Y, así, muchas veces, escribo sin querer pensar, en un
devaneo exterior, dejando que las palabras me hagan fiestas, niño pequeño en su
regazo. Son frases sin sentido, que corren mórbidas, con una fluidez de agua
sentida, un olvidarse de riachuelo en el que las olas se mezclan e indefinen,
volviéndose siempre otras, sucediéndose a sí mismas. Así las ideas, las
imágenes, trémulas de expresión, pasan por mí en cortejos sonoros de sedas
esfumadas, donde una claridad lunar de idea oscila, batida y confusa. No lloro
por nada que la vida traiga o se lleve. Hay sin embargo páginas de prosa que me
han hecho llorar. Me acuerdo, como si lo estuviera viendo, de la noche en que,
siendo todavía niño, leí por primera vez, en una antología, el célebre paso de
Vieira sobre el Rey Salomón. «Fabricó Salomón un palacio...» Y seguí leyendo,
hasta el final, trémulo, confuso; después rompí en llanto feliz, como el que
ninguna felicidad real me hará llorar, como el que ninguna tristeza de la vida
me hará imitar. Aquel movimiento hierático de nuestra clara lengua majestuosa,
aquel expresar las ideas en las palabras inevitables, correr de agua porque hay
un declive, aquel asombro vocálico en que los sonidos son colores ideales; todo
esto me embriagó instintivamente como una gran emoción política. Y, lo he
dicho, lloré; hoy, al acordarme, lloro. No es —no— la añoranza de la infancia,
de la que no tengo añoranzas: es la añoranza de la emoción de aquel momento, la
tristeza de no poder leer ya por primera vez aquella gran seguridad sinfónica.
No tengo ningún sentimiento político o social. Tengo, sin embargo, en un
sentido, un alto sentimiento patriótico. Mi patria es la lengua portuguesa. No
me pesaría que invadiesen o tomasen Portugal, siempre que no me molestasen
personalmente. Pero odio, con odio verdadero, con el único odio que siento, no
a quien escribe mal portugués, no a quien no sabe sintaxis, no a quien escribe
en ortografía simplificada (14), sino a la página mal escrita, como a persona
propia, a la sintaxis equivocada, como a gente a la que golpear, a la
ortografía sin ípsilon15 , como al escupitajo directo que me enoja
independientemente de quien lo haya escupido. Sí, porque la ortografía también
es gente. La palabra es completa vista y oída. Y la gala de la transliteración
grecorromana me la viste con su verdadero manto regio, gracias al cual es reina
y señora.
(14) Pessoa escribía con ortografía
etimológica, la cual no ha sido modernizada en la edición que traducimos.
13 Por más que pertenezca, por el alma, al linaje de los
románticos, no hallo reposo más que en la lectura de los clásicos. Su misma
estrechez, a través de la cual su claridad se expresa, me consuela no sé de qué.
Capto en ellos una impresión alegre de vida ancha, que contempla amplios
espacios sin recorrerlos. Los mismos dioses paganos reposan del misterio. El
análisis supercurioso de las sensaciones —a veces de las sensaciones que
suponemos tener—, la identificación del corazón con el paisaje, la revelación
anatómica de todos los nervios, el uso del deseo como voluntad y de la
aspiración como pensamiento, todas estas cosas, me resultan demasiado
familiares para que, en otro, me aporten novedad, o me procuren sosiego.
Siempre que las siento, desearía, precisamente porque las siento, estar
sintiendo otra cosa. Y, cuando leo a un clásico, esa otra cosa me es dada. Lo
confieso sin rebozo ni vergüenza... No hay un trecho de Chateaubriand o un
canto de Lamartine —trechos que tantas veces parecen ser la voz de lo que yo
pienso, cantos que tantas veces parecen serme dichos para conocer— que me
embelese y me eleve como un trecho de prosa de Vieira17 o una u otra oda de
esos pocos clásicos nuestros que siguieron de veras a Horacio. Leo y soy
liberado. Adquiero objetividad. He dejado de ser yo y disperso. Y lo que leo,
en vez de ser un traje mío que apenas veo y a veces me pesa, es la gran
claridad del mundo exterior, toda ella aparente18, el sol que ve a todos, la
luna que mancha de sombras al suelo quieto, los espacios anchos que terminan en
el mar, la solidez negra de los árboles que hacen señas verdes arriba, la paz
sólida de los estanques de las quintas, los caminos cubiertos por las parras19,
en los declives de las cuestas. Leo como quien abdica. Y, como la corona y el
manto regios nunca son tan grandes como cuando el Rey que parte los deja en el
suelo, depongo en los mosaicos de las antecámaras todos mis trofeos del tedio y
del sueño, y subo la escalinata con la nobleza única de la mirada20 . Leo como
quien pasa. Y es en los clásicos, en los calmos, en los que, si sufren, no lo
dicen, donde me siento sagrado transeúnte, ungido peregrino, contemplador sin
razón del mundo sin propósito, Príncipe del Gran Exilio, que dio, al partir, al
último mendigo, la limosna extrema de su desolación.
14 Detesto la lectura. Siento un tedio anticipado de las
páginas desconocidas. Sólo soy capaz de leer lo que ya conozco. Mi libro de
cabecera es la Retórica del Padre Figueiredo , donde leo todas las noches, por
la cada vez más milésima vez, la descripción, en el estilo de un portugués
conventual y perfecto, las figuras retóricas, cuyos nombres, mil veces leídos,
no he aprendido todavía. Pero me arrulla el lenguaje (...) y si me faltasen las
palabras justas escritas con C, dormiría inquieto. Debo, a pesar de ello, al
libro del Padre Figueiredo, con su exageración de purismo, el relativo
escrúpulo que siento —todo lo que puedo sentir— de escribir la lengua en que
registro con la propiedad que... Y leo: (un trecho del P. Figueiredo) y esto me
consuela de vivir o, si no, (un trecho sobre figuras) que vuelve en el prefacio
No exagero una pulgada verbal: siento todo esto. Como otros pueden leer trechos
en la Biblia, los leo de la Retórica. Tengo la ventaja del reposo y de la falta
de devoción.
15 No conozco un
placer como el de los libros, y poco leo. Los libros son presentaciones a los
sueños, y no necesita presentaciones quien, con la facilidad de la vida, entre
en conversación con ellos. Nunca he podido leer un libro entregándome a él;
siempre, a cada paso, el comentario de la inteligencia o de la imaginación me
ha interrumpido la secuencia de la propia narrativa. Después de unos minutos,
quien escribía era yo, y lo que estaba escrito no estaba en ninguna parte. Mis
lecturas predilectas son la repetición de los libros triviales que duermen
conmigo a mi cabecera. Hay dos que nunca me dejan —la Retórica del Padre
Figueiredo24 y las Reflexiones sobre la Lengua Portuguesa del Padre Freiré25 .
Estos libros los releo siempre, y bien; y, si es cierto que ya los he leído
muchas veces, también es cierto que no he leído seguido ninguno de ellos. Debo
a estos libros una disciplina que casi creo imposible en mí; una regla de
escribir objetivado, una ley de la razón de que las cosas estén escritas. El
estilo afectado, claustral, humilde, del Padre Figueiredo es una disciplina que
hace las delicias de mi entendimiento. La difusión, casi siempre sin
disciplina, del Padre Freiré entretiene a mi espíritu sin cansar, y me educa
sin causarme preocupaciones. Son espíritus de eruditos y de sosegados que le
sientan bien a mi ninguna disposición para ser como ellos, o como cualquier
otra persona. Leo y me abandono, no a la lectura, sino a mí mismo. Leo y me
adormezco, y es como entre sueños como sigo la descripción de las figuras
retóricas del Padre Figueiredo, y es por bosques encantados por donde oigo al
Padre Freiré enseñar que se debe decir Magdalena, pues Madalena sólo lo dice el
vulgo. 16 He meditado hoy, en un intervalo de sentir, en la forma de prosa que
uso. En verdad, ¿cómo escribo? He tenido, como todos han tenido, el deseo
pervertido de querer tener un sistema y una norma. Es cierto que he escrito
antes de la norma y del sistema; en esto, por tanto, no soy diferente de los
demás. Analizándome esta tarde, descubro que mi sistema de estilo se asienta en
dos principios, e inmediatamente, y con la buena manera de los buenos clásicos,
erijo estos dos principios en fundamentos generales de todo estilo: decir lo
que se siente exactamente como se siente —claramente, si es claro; oscuramente,
si es oscuro; confusamente, si es confuso—; comprender que la gramática es un
instrumento, y no una ley. Supongamos que veo ante nosotros una muchacha de
modales masculinos. Un ente humano vulgar dirá de ella, «Esa muchacha parece un
muchacho». Otro ente humano y vulgar, ya más cerca de la conciencia de que
hablar es decir, dirá de ella «Esa muchacha es un muchacho». Otro igualmente
consciente de los deberes de la expresión, pero más animado por el afecto de la
concisión, que es la lujuria del pensamiento, dirá de ella «Ese muchacho». Yo
diré «Esa muchacho», violando la más elemental de las reglas gramaticales, que
manda que haya concordancia de género, como de número, entre la voz substantiva
y la adjetiva. Y habré dicho bien: habré hablado en términos absolutos,
fotográficamente, fuera de la vulgaridad, de la norma, y de la cotidianeidad.
No habré hablado: habré dicho. La gramática, al definir el uso, hace divisiones
legítimas y falsas. Divide, por ejemplo, los verbos en transitivos e
intransitivos; sin embargo, el nombre de saber decir tiene muchas veces que
convertir un verbo transitivo en intransitivo para fotografiar lo que siente, y
no para, como el común de los animales hombres, el ver a oscuras. Si quiero
decir que existo, diré «Soy». Si quiero decir que existo como alma separada,
diré «Soy yo». Pero si quiero decir que existo como entidad que a sí misma se
dirige y forma, que ejerce junto a sí misma la función divina de crearse, ¿cómo
he de emplear el verbo «ser» sino convirtiéndolo súbitamente en transitivo? Y
entonces, triunfalmente, antigramaticalmente supremo, diré «Me soy». Habré
dicho una filosofía en dos palabras pequeñas. ¿Cuan preferible no es esto a no
decir nada en cuarenta frases? /¿Qué más se puede exigir de la filosofía y de
la dicción?/ Obedezca a la gramática quien no sabe pensar lo que siente.
Sírvase de ella quien sabe mandar en sus expresiones. Cuéntase de Segismundo,
Rey de Roma26 , que, habiendo, en un discurso público, cometido un error
gramatical, respondió a quien le habló de él, «Soy Rey de Roma, y además de la
gramática». Y la historia narra que fue conocido en ella como Segismundo
«super-grammaticam». ¡Maravilloso símbolo! Cada hombre que sabe decir lo que
dice es, a su manera, Rey de Roma. El título es regio y la razón del título es
serse .
17 Desde que las últimas lluvias han dejado el cielo y se
han quedado en la tierra —cielo limpio, tierra húmeda y brillante— la claridad
mayor de la vida que como el azul ha vuelto a lo alto, y en la frescura de
haber habido agua se ha alegrado abajo, ha dejado un cielo propio en las almas,
una frescura suya en los corazones. Somos, por poco que lo queramos, siervos
del tiempo y de sus colores y formas, súbditos del cielo y de la tierra. Aquel
de nosotros que más se embreñe en sí mismo, despreciando lo que le rodea, ese
mismo no se embreña por los mismos caminos cuando llueve que cuando el cielo
está sereno. Oscuras transmutaciones, sentidas tal vez sólo en lo íntimo de los
sentimientos abstractos, se producen porque llueve o porque ha dejado de
llover, se sienten sin que se sientan porque, sin sentir, se ha sentido al
tiempo. Cada uno de nosotros es varios, es muchos, es una prolijidad de sí
mismos. Por eso, aquel que desprecia al ambiente no es el mismo que por él se
alegra o padece. En la vasta colonia de nuestro ser hay gente de muchas
especies, pensando y sintiendo de manera diferente. En este mismo momento, en
que escribo, en un intervalo legítimo del hoy escaso trabajo, estas pocas
palabras de impresión, soy yo quien las escribe atentamente, soy yo el que está
contento de no tener que trabajar en este momento, soy yo el que está viendo el
cielo allá fuera, invisible desde aquí, soy yo el que está pensando todo esto,
soy yo el que siente al cuerpo contento y a las manos vagamente frías. Y todo
este mundo mío de gente ajena entre sí proyecta, como una multitud diversa pero
compacta, una sombra única —este cuerpo quieto y escribiente con que me
reclino, de pie, contra el escritorio alto de Borges, donde he venido a buscar
mi secante, que le había prestado. 30-12-1932.
Fuente https://monikamelo.files.wordpress.com/2011/02/pessoa-fernando-libro-del-desasosiego.pdf
-o-o-
Fernando Pessoa - Heterónimos
Sobre Ricardo Reis
Los heterónimos :
Tuve siempre, desde niño, la necesidad de aumentar el
mundo con personalidades ficticias, sueños míos rigurosamente construidos,
vistos con claridad fotográfica, comprendidos dentro de sus almas. Tendría no
más de cinco años y, niño aislado como estaba y sin querer dejar de estarlo, ya
me acompañaban algunas de las figuras de mis sueños —un tal capitán Thiebaut,
un tal Chevalier de Pas— y otros que he olvidado, y cuyo olvido, como el
imperfecto recuerdo de aquéllos, es una de las grandes
saudades
de mi vida.
(…) Esta tendencia no pasó con la infancia, sino que se
desarrolló en la adolescencia, arraigó en la mocedad, y se ha convertido
finalmente en la forma natural de mi espíritu. Hoy ya no tengo personalidad:
cuanto en mí pueda haber de humano lo he repartido entre los diversos autores
de cuya obra he sido ejecutor. Hoy soy el punto de reunión de una pequeña
humanidad sólo mía.
(…)
Allá por 1912, salvo error (que nunca puede ser
grande), me vino la idea de escribir unos poemas de índole pagana. Esbocé unas
cosas en verso libre (…) y abandoné el caso. Había esbozado, con todo, en una
penumbra mal urdida, un vago retrato de la persona que estaba haciendo aquello.
(Había nacido, sin yo saberlo, Ricardo Reis).
(…)
Aparecido Alberto Caeiro, traté enseguida de
descubrirle —instintiva y subconscientemente— unos discípulos. Arranqué de su
falso paganismo al Ricardo Reis latente, descubrí su nombre y lo ajusté a él,
porque en aquel momento ya lo veía. Y, de repente, y en derivación opuesta a la
de Ricardo Reis, me surgió impetuosamente un nuevo individuo. De una sola vez,
y a la máquina de escribir, sin interrupción ni enmienda, surgió la «Oda
Triunfal» de Álvaro de Campos: la oda con ese nombre y el hombre con el nombre
que tiene.
Creé una
coterie
inexistente. Establecí todo aquello en moldes de realidad. Gradué las
influencias, conocí las amistades, oí, dentro de mí, las discusiones y las
divergencias de criterio, y en todo ello, me parece que fui yo, creador de
todo, quien menos presente estaba. Parece que todo ocurrió independientemente
de mí. Y parece que así ocurre todavía. Si algún día pudiese publicar la
discusión estética entre Ricardo Reis y Álvaro de Campos, se vería lo
diferentes que son uno de otro, y cómo yo no soy nada en la cuestión (…)
Unas notas más sobre este asunto… Yo veo delante de mí,
en el espacio sin color pero real del sueño, las caras, los gestos de Caeiro,
Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Fijé sus edades y sus vidas. Ricardo Reis
nació en 1887 (no recuerdo el día ni el mes, los tengo en algún sitio) en
Oporto, es médico y vive actualmente en Brasil (…). Ricardo Reis es un
«poquito» más bajo que Caeiro (que era de estatura mediana), más fuerte (Caeiro
murió tuberculoso) aunque delgado, su rostro de un vago moreno mate (…).
Ricardo Reis, educado en un colegio de jesuitas, es, como dije, médico; vive en
Brasil desde 1919, pues se exilió voluntariamente por ser monárquico. Es un
latinista por educación, y un semihelenista por vocación (…).
Caeiro escribía mal el portugués, Campos
razonablemente, pero con lapsos como cuando dice «eu próprio» en lugar de «eu
mesmo», etcétera, Reis mejor que yo, pero con un purismo que considero
exagerado.
Sea como sea, el origen mental de mis heterónimos está
en mi tendencia orgánica y constante a la despersonalización y a la simulación.
Estos fenómenos —afortunadamente para mí y para los demás— los ideé en mí;
quiero decir, que no se manifiestan en mi vida práctica, exterior y de relación
con los demás; estallan hacia dentro y los vivo a solas conmigo.
(…)
Puse en Caeiro todo mi poder de despersonalización
dramática, puse en Ricardo Reis toda mi disciplina mental revestida de la
música que le es propia, puse en Álvaro de Campos toda la emoción que no debo
ni a mí ni a la vida.
(…)
Lo que soy esencialmente —tras las máscaras
involuntarias del poeta, del pensador y de cuanto más haya— es dramaturgo. El
fenómeno de mi despersonalización instintiva para la explicación de la
existencia de los heterónimos conduce de forma natural a esa definición. Así
pues, no evoluciono: VIAJO (por un lapso en la tecla de las mayúsculas me
salió, sin que lo quisiera, esa palabra en letra grande. Está bien, y así la
dejo). Voy cambiando de personalidad, voy (aquí puede haber evolución) enriqueciendo
mi capacidad de crear personalidades nuevas, nuevos tipos de fingir que
comprendo el mundo, o mejor de fingir que se puede comprender.
Ricardo Reis
El doctor Ricardo Reis nació dentro de mi alma el día
20 de enero de 1914 alrededor de las once de la noche. Yo había estado oyendo
el día anterior una amplia discusión sobre los excesos, especialmente de
realización, del arte moderno. Según mi manera de sentir las cosas sin
sentirlas, me fui dejando llevar por la onda de esa reacción momentánea. Cuando
me di cuenta de lo que estaba pensando, vi que había concebido una teoría
neoclásica y que la estaba desarrollando. La encontré hermosa y pensé que sería
interesante si la desarrollaba según principios que no adopto ni acepto. Se me
ocurrió la idea de hacer un neoclasicismo «científico» (…).
* * *
Se resume en un epicureísmo triste toda la filosofía de
la obra de Ricardo Reis. Trataremos de sintetizarla.
Cada uno de nosotros —opina el Poeta— debe vivir su
propia vida, aislándose de los demás y procurando tan sólo, dentro de una
sobriedad individualista, lo que le agrada o le place. No debe procurar los
placeres violentos, y no debe huir de las sensaciones dolorosas que no sean
extremas.
Buscando el mínimo de dolor o (…), el hombre debe
procurar sobre todo la calma, la tranquilidad, absteniéndose del esfuerzo y de
la actividad útil (…).
Debemos procurar darnos la ilusión de calma, de
libertad y de felicidad, cosas inalcanzables porque, en cuanto a la libertad,
los propios dioses —sobre los que pesa el Hado— no la tienen; en cuanto a la
felicidad, no la puede tener quien está exiliado de su fe y del medio donde su
alma debía vivir; en cuanto a la calma, quien vive en la angustia compleja de
hoy, quien vive siempre esperando la muerte, difícilmente puede fingirse
sereno. La obra de Ricardo Reis, profundamente triste, es un esfuerzo lúcido y
disciplinado para lograr una cierta calma.
(…)
Nuestro Ricardo Reis (
confiesa Álvaro de Campos
) tuvo una inspiración feliz, si es que él utiliza la inspiración, cuando
redujo a seis líneas su arte poética:
No el arte poética, sino la suya. Que él ponga en la
mente activa (altiva) el esfuerzo sólo de la «altura» (sea esto lo que sea), lo
admito, aunque me parezca rigurosa una poesía limitada al escaso espacio propio
de las cumbres. Pero la relación entre la altura y los versos de un cierto
número de sílabas me es más oscura. Y, es curioso, el poema, salvo la historia
de la altura, que es personal, y por ello se queda en Reis, que, por otra
parte, la guarda para sí, está lleno de verdad:
Que cuando es alto y regio el pensamiento,
Súbdita la frase lo busca
y el esclavo ritmo lo sirve.
(…)
No critico a Reis más que a otro poeta. Lo aprecio
realmente, y a decir verdad, por encima de muchos, de muchísimos. Su
inspiración es rigurosa y densa, su pensamiento compactamente sobrio, su
emoción real aunque demasiado dirigida hacia ese punto cardinal llamado Ricardo
Reis. Pero es un gran poeta —aquí lo admito—, si es que hay grandes poetas
fuera del silencio de sus propios corazones.
(…)
Dice Campos (
habla ahora el propio Ricardo Reis
) que la poesía es una prosa donde el ritmo es artificial. Considera la poesía
como una prosa que se reviste de música, de ahí el artificio. Yo, sin embargo,
diría que la poesía es una música que se hace con ideas, en lugar de con
emociones. Con emociones haréis sólo música. Con emociones que tienden a las
ideas, que se añaden a las ideas para definirse, haréis el canto. Con ideas
solamente, que contengan tan sólo (?) lo que de emoción hay necesariamente en
todas las ideas, haréis poesía. De este modo, el canto es la forma primitiva de
la poesía, porque es el camino hacia ella.
Cuanto más fría la poesía, más verdadera: la emoción no
debe entrar en la poesía sino como elemento dispositivo del ritmo, que es la
supervivencia lejana de la música en el verso. Y ese ritmo, cuando es perfecto,
debe surgir antes de la idea que de la palabra. Una idea perfectamente
concebida es rítmica en sí misma; las palabras donde perfectamente se diga no
tienen poder para abatida. Pueden ser duras y frías, no importa: son las únicas
y por ende las mejores. Y, siendo las mejores, son las más hermosas.
De nada sirve el simple ritmo de las palabras si éstas
no contienen ideas. No hay nombres bellos, si no es por la evocación que los
hace nombres. Que alguien se deje arrullar por los nombres propios de Milton es
justo si se conoce lo que expresan, absurdo si se ignora, no provocando sino
cansancio en el entendimiento, del que las palabras son el torpor.
(…)
Un poema (
continúa Reis
) es la proyección de una idea en palabras a través de la emoción. La emoción
no es la base de la poesía: es tan sólo el medio del que la idea se sirve para
reducirse a palabras.
(…) La disciplina del ritmo se aprende hasta que acaba
siendo una parte del alma: el verso que la emoción produce nace ya subordinado
a esta disciplina. Una emoción naturalmente armónica es una emoción
naturalmente ordenada: una emoción naturalmente ordenada es una emoción
traducida a un ritmo ordenado, pues la emoción da el ritmo, y el orden que hay
en ella el orden que en el ritmo existe.
En la palabra, la inteligencia da la frase, la emoción
el ritmo. Cuando el pensamiento del poeta es alto, esto es, formado por una
idea que produce una emoción, ese pensamiento, ya de por sí armónico por la
conjunción equilibrada de idea y emoción por la nobleza de ambas, transmite ese
equilibrio de emoción y de sentimiento a la frase y al ritmo, y así, como dije,
la frase, súbdita del pensamiento que la define, lo busca, y el ritmo esclavo
de la emoción que ese pensamiento incorporó a sí, lo sirve.
(…)
Hay frases espontáneas (
escribe Álvaro de Campos
), profundas porque vienen de lo profundo, que definen a un hombre, o mejor,
con las que un hombre se define sin pretenderlo. No me puedo olvidar de aquélla
en la que Ricardo Reis una vez se me definió. Se hablaba de la mentira, y él
dijo: «Abomino la mentira, porque es una inexactitud». Todo Ricardo Reis —pasado,
presente y futuro— está en esto…
FERNANDO PESSOA
(fuente
https://www.librosdemario.com/odas-de-ricardo-reis-leer-online-gratis/5-paginas )
posteado por kalais - ch
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