Ramón Gómez de la
Serna: inventor de Greguerías y otras humoradas.
Ramón Gómez de la Serna Puig (Madrid, 3 de julio de 1888-Buenos Aires, 12 de enero de 1963) fue un prolífico escritor y periodista vanguardista español, generalmente adscrito
a la generación de 1914 o novecentismo, e impulsor del género literario
conocido como greguería. Posee una obra
literaria extensa que va desde el ensayo costumbrista o la biografía (escribió
varias: sobre Valle Inclán, Azorín y sobre sí mismo: Automoribundia)
hasta la novela y el teatro. Su vida y obra es una ruptura contra las
convenciones. Es así una encarnación con el espíritu y la actuación de las
vanguardias, a las que dedicará un libro llamado Ismos. Su obra es
extensa y su eje central son las greguerías: un género iniciado por él, como un
conjunto de apuntes en los que encierra una pirueta conceptual o una metáfora
insólita. Suelen ser de varios tipos: chistes, juegos de palabras, o incluso
también apuntes filosóficos. Estuvo muy vinculado con las tertulias y los
escritores de la Argentina, país donde residió y trabajó por períodos de
diversa duración y donde falleció.
«Ramón», como le gustaba que le
llamaran, escribió un centenar de libros, la gran mayoría traducidos a varios
idiomas. Divulgó las vanguardias europeas desde su concurrida tertulia en el Café de Pombo inmortalizada por su amigo, el
pintor y escritor expresionista José Gutiérrez Solana. Escribió
especialmente biografías en que el
personaje reseñado suponía en realidad una excusa para la divagación y la
acumulación de anécdotas, verdaderas o inventadas.
Greguerías
Las greguerías son
textos breves semejantes a aforismos, que generalmente constan de una sola
frase, y que expresan, de forma aguda y original, pensamientos filosóficos,
humorísticos, pragmáticos, líricos, o de cualquier otra índole. Se considera un
género creado por Ramón Gómez de la Serna.
La bufanda es para los que bufan de frío.
El café con leche es una bebida mulata.
La plancha eléctrica parece servir café a las camisas.
A veces el beso no es más que un ” Chewing-gum ” compartido.
Era tan celoso que resultaba proceloso.
El ventilador afeita el calor.
Al sentirnos mal tenemos sudor frío de botijos.
Los bebes con chupete miran al fumador con pipa como a un
compañero de cochecito.
Las alpargatas tempraneras pasan dando bofetadas al suelo.
Se le pone otra hache a Sánchez y es Shakespeare.
El lápiz solo escribe sombra de palabras.
Al oír que dice el bruto “Yo solo me he hecho a mí mismo”,
pensamos en lo mal escultor que ha sido.
El arcoiris es como el anuncio de una tintorería.
El sostén es el antifaz de los senos.
Lo que le da más grima al cuchillo es partir un limón.
Los negros son negros porque sólo así logran estar a la sombra
bajo el sol de África.
El león tiene en la punta de la cola la brocha de afeitar.
Las pirámides hacen jorobado al desierto.
Al ombligo le falta el botón.
El gato rubrica todos sus pensamientos con la cola.
Cuando el martillo pierde la cabeza, los clavos se ríen.
El camello tiene cara de cordero jorobado.
El bebé se saluda a si mismo dando la mano al pie.
-o-o-
Los senos de auténtico
Sèvres
En
casa del anticuario apareció la fina mujer, cuya cintura se cimbreaba en la
luz. —¿Qué
desea? ¿Me trae algún abanico? El
anticuario al verla sin ningún paquete, creyó que era una de esas que se
sacan de no se sabe dónde un abanico, un abanico viejo, que llena de
lentejuelas la tienda cuando ellas lo abren. Ella
acercándose más al anticuario le dijo: “Le traigo unos senos de verdadero
Sévres” —Venga,
pase —le dijo el anticuario pasándola al despachito donde compraba las joyas
más importantes. Ella
entró con la determinación de la que va dispuesta a todo y allí sacó sus
senos y los enseñó al anticuario. —¿De
Sévres? … ¿De Sévres? —decía el anticuario sin dejar de darles vueltas como a
los jarrones a los que busca la marca. —Sí,
mire usted la señal—y la mujer que tenía los más puros senos de Sévres, y que
sabía dónde estaba el grabado frío como una cicatriz de la marca, le dijo:
“Aquí está”. El
anticuario con su lupa se quedó asombrado de la autenticidad, y comenzó a
contar como quien cuenta papeles de fumar los billetes que daba por ellos. Y
la mujer de los puros y verdaderos senos de Sévres salía de la tienda sin
senos, lisa, como la que ha vendido la última joya que le quedaba de sus
padres. |
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La cleptómana de cucharillas : Era poderosa y aristocrática,
pero tenía la obsesión de las cucharillas. Es esa una cleptomanía
corriente, sobre todo en los palacios reales, y por eso hubo reyes que
cambiaron las de oro por otras de similor, para evitar que se llevasen costoso
”recuerdo de S. M.”.
Poseía cucharillas de los mejores hoteles del mundo, de las casas
más nobles —con el escudo en el agarradero–, y hasta algunas arrancadas a las
colecciones napoleónicas. Un día, sin poder resistir mi curiosidad, le
pregunté qué se proponía almacenando tantas cucharillas. Entonces la cleptómana
me dijo en voz baja:
—Vengarme del mundo. . . Dejarlo sin una cucharilla. . …Que muevan
el café con tenedor.
Sabe a
mariposa: Llegó a la gran bodega el supercatador, y cuando le dieron a
probar el caldo rubio del jerez nuevo, dijo sin dubitación alguna:
- Sabe a mariposa
Todos se quedaron perplejos porque el dictamen del supercatador
era inapelable. Por si hablaba en un sentido simbólico, le preguntaron:
-¿Y eso qué quiere decir?
- Nada, no se alarmen - repuso el genio en distinguir sabores-.
Eso quiere decir que ha caído una mariposa en la tinaja.
Dudando de tanta sutileza, subieron en una escalera para ver si se
veía la mariposa ahogada, y, en efecto, una mariposa blanca se había ahogado en
el néctar rubio.
Senos
de las criadas: Los senos de las criadas son senos que dan origen a sentimientos
sordos y enconados.
Son como animales domésticos, que corren por la casa, que andan
sueltos por ella y la alegran un poco.
Eso que es visible, una urbanidad y una política hipócrita hace
como que no lo ve. Animan la mañana sobre todo, y dan a la casa más ambiente
casero, más sabor humano.
Parece que cantan en la criada de otra manera que canta su boca, y
son la gracia rústica de su trajín.
Son senos silvestres y retozones. Son como la cebolla que
condimenta el aire de la casa, la cebolla humana y sensual, la cebolla barata.
Sobre todo el empaque que tiene la casa se destaca el que son
verdaderamente, indudablemente senos de mujer. Las señoras de la casa evitarían
que se viese eso, pero no pueden. Es demasiado elocuente su presencia y tiene
derechos más fuertes que todo el señorío Que domina aún el mundo. Su rebeldía
es manifiesta y no puede menos de admitirse teniéndose que tragar la píldora la
señora. Los señoritos y el señorío ven demasiado, y a veces los buscan, aunque
son senos ingratos y sucios, de una imaginación roma, senos que no comprenden,
senos descarados que abusan de su condescendencia sombría o que sufren el
vilipendio del hombre más espantosamente desleal que es el señorito que niega a
la luz del día sus cosas de la sombra.
Traspaso
de sueños: De pronto dejó de tener pesadillas y se sintió aliviado, pues
habían llegado ya a ser una proyección obsedante que provoca una obsesión en
las paredes de su alcoba.
Descansado y tranquilo en su sillón de lectura, el criado le
anunció que quería verlo el señor de arriba. Como para la visita de un vecino
no debe haber dilaciones que valgan, lo hizo pasar y escuchó su incumbencia:
– Vengo porque me ha traspasado usted sus sueños.
– ¿Y en qué lo ha podido notar?
– Como vecinos antiguos que somos, sé sus costumbres, sus manías y
sobre todo sé su nombre, el nombre titular de los sueños que me agobian a mí,
que no solía soñar... Aparecen paisajes, señoras, niños con los que nunca tuve
que ver...
– ¿Pero cómo ha podido pasar eso?
– Indudablemente, como los sueños suben hacia arriba como el humo,
han ascendido a mi alcoba, que está encima de la suya...
– ¿Y qué cree usted que podemos hacer?
– Pues cambiar de piso durante unos días y ver si se vuelven a
usted sus sueños.
Le pareció justo, cambiaron, y a los pocos días los sueños habían
vuelto a su legítimo dueño.
El día
32 : Ya no van a quedar más hojas del almanaque.Era nuestra última
fortuna. Dentro de un rato estaremos arruinados.
Nos detendremos antes de arrancar la última hoja.
¿Qué habrá dentro? ¿Un consejo? ¿Una máxima? ¿Una promesa?
Hay quienes dejan pegada esa hoja en el cartón. Mal hecho. Esos se
quedan sin algo, han dejado prendido un boleto de opción; quién sabe qué mueble
de regalo; quién sabe qué fotografía que el destino hace en esa hoja en blanco
y envía a la Caja de jubilaciones (desde luego en esa hoja está el vale para la
comadrona que ha de sacar con bien el próximo año).
Porque hay un secreto que voy a divulgar, y es que, entre el 31 y
el 1 del año que comienza, hay un día que no se nota, que pasa desapercibido,
que, como todo el mundo está preocupado, nadie ve: el día 32.
Desde la antigüedad existe ese día, que no es de non, porque es
par y jacarandoso.
Es el día en que los desmemoriados -todos somos desmemoriados el
31- vuelven a adquirir la memoria; el día que se pasa con la cabeza en el
hielo; el día en que muchos, que no saben jugar al ajedrez, se lo pasan jugando
sobre el tablero; el día de cambiar el empapelado del comedor y, como se ha
hecho en plena inconsciencia, sorprenderse al día siguiente de lo raro que
resulta contemplarle rojo cuando ayer parecía amarillo. ¡Qué de cosas se hacen
ese día 32!
Es un día sin cobradores y en cuyos balcones aparece el paisaje
que hemos soñado, y quizá por eso nos sentimos tan bien y la vida es sueño.
Cuando me di cuenta de la existencia del día 32 fue un año en el
que el día 1 del año siguiente se me presentó una amiga de una prima mía con la
que cené el día 31 de aquel diciembre.
-Chulillo mío -me dijo-, ¡qué día el de ayer!
Yo me quedé sorprendido, sin saber lo que significaba aquello.
Me acordaba de que el día último del año había cenado en casa de
mis tíos y había acompañado a aquella joven al domicilio, cuya dirección ella
misma me dio.
No me acordaba de haber estado calamocano ni de propasarme.
Acepté aquel idilio, y cuando la oía hablar del día que pasamos
juntos entre las gasas del balcón, lleno de cortinajes transparentes y con algo
de nido, sospeché la existencia de ese día 32.
Claro que salí de ella otro día 32 del año siguiente, aprovechando
que ese día nadie se acuerda de lo que sucedió. Como sucede invisiblemente, se
puede tener una despedida invisible.
El día 32 es el día en que se comen pichoncitos en salsa de jerez
y se repara una última vez en que está retratado en las cien y borlas que se
hubieran hecho si la suerte hubiera soplado a más velocidad. ¡Qué bonitas
novias y cuántos sombreros de galera alta he gastado!
Yo sonrío ya cuando arrancan la última hoja y creen que detrás no
hay nada más que un papel con engrudo.
-¡Mañana, ya, primero de año!
-Sí, quizá.
-¿Cómo quizá?
Hago un guiño y así me burlo de una más de los engañados. Pero
¿cómo no comprende que no puede venir un año después de otro sin una tregua,
sin el día de la bandera blanca y del armisticio?
Yo ya me preparo, elijo la mujer de ese día, miro en los
escaparates de repostería lo mejor de lo mejor. Tengo una lista de vinos
reservada para el día 32 y me cambio de narices, y en algunos trechos en que mi
pelo clarea, logro que se espese, y en los catálogos de radiorreceptores elijo
el mejor, y ese día oigo las estaciones superpolares, donde las focas tocan el
violín como no ha habido ejecutante que lo haya logrado nunca.
¿Qué cómo se entra en el día 32?
Ése es mi invento.
Yo tengo un biombo de cuatro hojas amplias y altas y en una de
ellas he abierto una puertecita.
¡Qué cuestión tuve con mi mujer cuando encargué esa puertecita de
escape!
-Prefiero que llames a tu amigo el psiquiatra y que me interne por
fin en un manicomio a que hagas una puerta en ese biombo.
Al fin la convencí, y por esa puerta, en la segunda hoja del
biombo, me escapo cuando suenan las doce de las noche del día 31 y me sumerjo en
el 32. Ella no recobra el conocimiento hasta que llega el que ella cree que es
el día siguiente, y es el subsiguiente.
La
amante de Santiago: Todos los amigos de Santiago estaban
sorprendidos de aquella predilección suya por una mujer de aspecto tan vulgar.
No la soltaba, no la dejaba hablar con nadie, caminaba siempre de
su brazo, incrustándose en ella.
Santiago, cada vez más pálido y con una cabeza mayor, pasaba
frente a sus amigos de promoción como un viejo precoz, aunque su rostro tenía
su redondez de siempre, su carallenismo del instituto.
Sus amigos gastaban bromas a su cabeza.
—Pero échate petróleo Gal...
—Pero chico, que te quemen las puntas...
—¿Qué puntas?
—Las de las orejas... y las de la nariz.
—¿Por qué no te echas simiente de esa planta que venden en la
calle de Hortaleza para cubrir de pelo vegetal a esos tiestos de barro que
imitan una cabeza de hombre?
—Sí hombre, debes conseguir tener pelo aunque sea pelo verde...
—Por qué no gastas por lo menos peluquín... Te sentaría bien.
Parecerías mucho más joven de lo que pareces...
Santiago callaba y se veía que cada vez le eran más molestas
aquellas bromas por como dejaba de asistir temporadas de dos y tres meses a la
tertulia del café.
—No salgo apenas de casa. Allí me paso los días enteros. Esa mujer
me hace feliz...
Era la primera vez que hablaba de aquella mujer y todos callaron
para que continuase, para ver si decía algo más. Al ver que no volvía a
rechistar, Juan le tiró de la lengua:
—¿Pero qué tiene esa mujer?
—Que es extraordinaria.
— ¿Extraordinaria por qué?
— Hay cosas que no se pueden decir, pero yo os juro que esa mujer
es extraordinaria. No hay belleza
comparable con la suya. Las demás mujeres son rígidas, parece que se han
tragado un bastón o un paraguas...
— ¡Hombre! Qué cosas más raras dices. ¿Qué es eso de trabarse un
bastón o un paraguas? Se habrán podido tragar hasta una cucharilla ¡pero un
bastón!
—No podéis comprenderme. Esa mujer además ha viajado mucho...
muchísima... Ha estado hasta en esa ciudad que ya nadie podrá conocer, porque
es como si hubiese desaparecido ¡Ha estado muchas veces en San Petersburgo!
—¿Y por qué ha viajado tanto? ¿Es una exploradora o una turista?
— Es una artista.
— ¿Artista de qué?
Santiago vaciló.
— ¿Artista de cante?-dijo para ayudarle uno de los
presentes.
—Sí... Artista de canto...
—¿Y por qué no nos invitas alguna noche para que la oigamos?
—Porque ha perdido un poco la voz y sobre todo porque ella ya no
quiere dedicar su arte a nadie que no sea yo... Nadie la volverá a admirar como
no sea yo. Nadie.
Cuando pronunció estas últimas palabras Santiago, lo hizo con
ofuscación, como defendiéndola contra todos, como prohibiendo que nadie la
tocase, como si alguien fuese a abusar de ella.
Muchas otras veces interrumpió la charia de todos Santiago
diciendo como traspasado por el recuerdo.
—Me hace muy feliz esa mujer.
Todos le veían siempre con ella, divirtiéndola por todas partes.
Era una mujer un poco amulatada, sinuosa, insinuante, flexible, con temblores
de coquetería que hacían serpentear su espina dorsal. Se torcía sobre él y
buscaba con los labios una patata frita del plato lleno que tenía a su lado
Santiago. Les ofuscaba a todos con su flacura y su modo envolvente de
enroscarse a Santiago, y tanto que muchas veces parecía haber casado de un lado
a otro de su amante y si aparecía sentada a la derecha había momentos que
parecía colocada a la izquierda.
Todos sus amigos, preocupados con aquella incógnita, comenzaron a
indagar quién era: qué había sido aquella mujer que tan fuerte nudo había hecho
alrededor de Santiago, que parecía unido a un bicho feroz que le absorbía
durante todo el día y toda la noche.
Enrique llegó un día al café con la noticia fresca.
—¿Sabéis qué fué la amante de Santiago?
—¿Qué?—preguntamos todos.
— Contorsionista...
—¿Contorsionista?—preguntó alguno de los presentes sorprendido y
sin atreverse a formular sus sospechas sobre aquellas voluptuosidades que
indudablemente cautivaban a Santiago.
—Sí... Contorsionista...
Todos callaron durante un instante viendo las escenas escabrosas
de aquella sensualidad, viendo como aquella mujer se aplicaba romo una ventosa
a su hombre y hacía las curvas más insospechables.
Juan interrumpió la abstracción de todos diciendo:
—¡Mirad que ir a caer con una contorsionista! Acabará por matarle
como esas enredaderas que trepan por los árboles y los secan...
—Pues todavía os traigo una cosa que comprueba más el hecho y que
os va a parecer más curiosa: un programa de circo en que figura ella y están
enlazadas en una especie de mesa revuelta las catorce posturas principales de
su repertorio...
—¡Venga!... ¡Venga!... Enséñalo—dijeron todos, y
cuando el programa de circo fue colocado como un plano sobre la mesa, todos se
levantaron y se acodaron a su alrededor.
—¡Y nos parecía un inocente! ¡Vaya un cucanda! Ha
ido más allá que todos nosotros. Hay que reirse de los economistas.
Todos la veían ya palpitante, sin la camisa verde sapo de la
descoyuntada, estallándola los muslos en las flexiones más difíciles, por todos
lados senos salientes que daban el pecho al amante y toda verde, de la carne
verde de las contorsionistas.
¡En qué momentos más difíciles clavaría sus ojos en
los ojos de él! ¡Qué magníficas indiscreciones podría cometer!¡Qué vencidas
todas las prohibiciones del mundo!
La postura décima de la del programa era la más escabrosa y la que
más les preocupó. ¡Pobre Santiago obligado a una especie de juegos icarios del
amor!
¡Cuántos besos nuevos e inconcebibles le daría! ¡Qué besos en la
nuca sin dejar de estar delante de él! ¡Qué dos momentos más dispares no uniría
ella!
Santiago que hasta aquel día había resultado ante todos un ingenuo
del amor, ahora resultaba el más ducho de todos, el que podría enseñarles cosas
nuevas.
¡Qué círculo vicioso más terrible el que formaría ella
alrededor de él!
—¿Debemos decirle que nos hemos enterado?—dijo
Juan rompiendo el silencio escabroso en que todos asistían al cinematógrafo de
las posturas.
—No. Basta que él nos dijese que es artista de cante para que no
se lo desmintamos... Se avergonzaría y de todas maneras no nos haría ninguna
confidencia, así que es inútil. Callémonos...
Enrique se guardó el programa delirio y cuando aquella noche
salieron todos del café, sentían la curiosidad más malsana, la curiosidad de
aquel circo íntimo en que la contorsionista hacía perder la cabeza a Santiago y
le iba dejando cada vez más calvo, con aquel queso rancio por fisonomía...
Hubieran buscado una contorsionista en la noche, pero sólo hay
cinco o seis contorsionistas que han provocado pasiones fatales y que son
intransferibles.
«Y entonces ella bajó el foco de la alcoba...»—pensaba cada uno al
irse a casa, y veían los gestos de una cordialidad inusitada que prodigaba
aquella mujer dotada de cierta divina inmaterialidad, la mujer que contravenía
divinamente ciertas leyes humanas de una engorrosa rigidez, las leyes que la
hacen permanecer tan lejos, tan altiva y tan impasible la cabeza o por el
contrario tan baja... Ella sola podía dar dignidad a todos los gestos...
Todos condujeron a su casa la amargura de no poder competir con el
amigo que nunca les diría la verdad de aquel idilio, cuya unión era más
entrañable que ninguna, suprimidos todos los obstáculos del ángulo y de la
recta.
Revolución:
Cuando la revolución está en su crepiteo más sangriento es cuando se oye
gritar:
—¡A matar los pavos reales!
No sería una revolución completa y tan digna como debe ser si no
se oyese ese grito que es el ex libris revolucionario:
—¡A matar los pavos reales!
Entonces la multitud se desparrama por palacios y zoológicos y no
queda un pavo real vivo y con plumas. Entonces —sólo entonces— comienza la
contrarrevolución.
Negro
condenado a muerte:
Aquel
negro había tenido la avilantez de amar a una blanca y eso, en la pulcra
yanquilandia, no se perdona. Los
jueces, que por algo se lavaban los dientes cuatro veces al día, pronunciaron
una terrible sentencia condenatoria. El negro sería ejecutado por tres veces
con macabra saña. La
noche de capilla fue aterradora para el pobre hombre empavonado, tan terrible
que, cuando le llevaron a matar en la madrugada de ojos pitañosos, se había
vuelto blanco. Así
como en la noche de la capilla última ha habido condenados que han encanecido
por completo aun habiendo entrado pelijóvenes, el negro se había convertido
en blanco. En
vista de eso, los jueces se reunieron en consejo urgente y como, al perder el
color, el delito se había convertido en falta, optaron por casar a la pareja
de blancos. |
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Récord de viajes en avión: Su
locura era la de ser el turista aéreo que más viajes de ida y vuelta había
hecho, visitando todos los aeropuertos del mundo.
-Salgo para Siracusa, la semana que viene estaré en Timor y dentro de quince
días habré vuelto por vía Nueva York...
En esos giros y contragiros por los siete cielos del mundo, un día al descender
en el campo de aterrizaje de Lisboa se encontró con que le esperaba él mismo; o
se había adelantado o estaba ya para volver a subir en el mismo avión.
El gato que vuela: El
gato que vuela no lo suelen ver más que los trasnochadores impenitentes, y eso
si no pierden de vista la perspectiva de los tejados. El gato que vuela no es
que vuele seguido en el cielo de la madrugada, porque entonces sería un gran
murciélago, sino sólo hace una cosa: que salta de alero a alero atravesando la
calle, como si volase. Como los naturalistas nunca andan por las ciudades de
cuatro y media a cinco de la madrugada, no han podido anotar ese salto
maravilloso —más vuelo que salto— que engatuña el cielo delirante en el
entrevero de la noche y el día.-
(fuente
https://albalearning.com/audiolibros/gomez/elgato.html )
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