Sonntag, 27. Juli 2014

E la nave va...




E la nave va, Fellini https://www.youtube.com/watch?v=nZrmsP-ickE  film

 Por las mismas fechas calendarias en las que  posteo este homenaje (27.07.2014) se están cumpliendo cien años desde el inicio de las acciones bélicas que, en pocos días y semanas, se extenderían sobre tierras y mares de la tierra para convertirse en lo que después denominarán la "primera guerra mundial" o "la Grande Guerre". El film de Fellini E la nave va... también sitúa su relato en aquel repliegue de la historia, si bien da un sesgo metacrítico a la trama mostrando cerca del final algunas escenas del trabajo de filmación en estudios, tarea cumplida en 1983. 


Tras breves minutos de episodios portuarios en color sepia y en cine mudo, un selecto contingente de músicos y cantantes de ópera embarca junto a un grupo de personalidades de la alta sociedad europea en una imponente nave de pasajeros. Llevan las cenizas de una célebre diva de ópera a su isla natal para arrojarlas en aguas cercanas a la misma. Asume el papel de traspunte y  narrador un periodista, que nos guía a través de lo que acontece a bordo. 

Los famosos tripulantes, estilizados de conformidad con sus respectivos roles sociales y caracteres personales, conforman diversos grados en una amplia tesitura de jerarquías. Algunos son músicos allegados a la famosa cantante fallecida, hay parientes y admiradores de la misma, miembros de la realeza, pero ante todo las rivales de la soprano que aspiran a sucederla y aun superarla en el favor de los volubles públicos del belcanto. No faltan notables intérpretes masculinos y femeninas, incluyendo un director musical. El reparto de personajes del film se completa con miembros del clero, el comandante y oficiales del buque, un archiduque de prosapia austríaca, cocineros, camareros, calderistas y estoicos paleadores de carbón que mantienen el fuego para la presión de las calderas. Completan el elenco algunas decenas de capones y gallinas, encerradas en jaulas a la espera de ser transformadas en alimento de los comensales, y no faltan a bordo de la nave los habituales roedores más un insólito rinoceronte.

           
                                 Rinoceronte a salvo 
          La escena de las calderas es afín con las que se muestran en las películas sobre el Titanic.  Los cantantes visitan la sala de máquinas de la nave y a pedido de los obreros se sucede un torneo de destreza vocal que revela las rivalidades y envidias entre los artistas en un excepcional estudio psicológico.
La atmósfera del  viaje se ensombrece cuando comienza la ya preanunciada guerra. Medio centenar de serbios y gitanos en huida, que se habían lanzado en botes al mar, son rescatados por el capitán en cumplimiento de su honor de marino y de normas internacionales vigentes. Lo insólito de las costumbres de esos recientes ocupantes de la cubierta de popa arrastra en su  curiosidad a los viajeros originales.
El film culmina con el hundimiento de la nave. Mientras ésta se sumerge, un melancólico admirador de la soprano difunta continúa escuchando en un gramófono las arias de ésta, mientras la mayoría de los viajeros se refugian en botes salvavidas al son del coro de "La forza del destino", de Verdi, y de música de Debussy. El periodista narrador de los sucesos, olvidado tal vez de su libreta de apuntes, rema en uno de los botes llevando al rinoceronte como único pasajero.
La voz de la soprano fallecida es ejecutada por Mara Zampieri y la coreógrafa Pina Bausch actúa como la Princesa Lherimia, una ciega vidente. 
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Cuarenta y cuatro años después del tiempo histórico reconstruido por el filme E la nave va, el internauta que redacta esta evocación fue testigo conviviente de una escena similar a una de las que registra Fellini en su arriba mencionada película. Fue a bordo del Andrea C,
buque de línea para carga y pasajeros que unía en viajes regulares los puertos de Genova y Buenos Aires, con breves paradas en Montevideo, Santos o Rio de Janeiro u otro del Brasil, según lo exigieran las contingencias de carga y desembarco.
No era un navío de lujo ni mucho menos. Había en él una "primera clase", una segunda y una tercera, con escalas de precios descendentes en orden inverso al de esa numeración. Dos enormes espacios al nivel de las bodegas solían ser acondicionados como "dormitorios colectivos", uno para cada sexo -- diferencia que por entonces no parecía difícil de definir. Los costos de la travesía en esos dormitorios eran apenas un poco inferiores a los de la "tercera clase" ya que al fin de cuentas los viajeros de ambas comían el mismo menú, pomposamente denominado "pranzo equatoriale", es decir, con escasas calorías. Va de suyo que el hoy "internauta" descansó todo aquel viaje en uno de esos dormitorios, bajo la línea de flotación. Para escapar de esa atmósfera, no siempre compuesta de aire, pasaba el mayor tiempo posible sobre la cubierta de popa aunque día a día iba transgrediendo dicho límite.
No faltó quien se apercibiera de esas ausencias para hurtarle la "campera" con la que pensaba abrigarse en las primeras jornadas invernales europeas.

  columnas de Hércules
 concierto de cristal

A punto de atravesar (en sentido inverso al de los navegantes de la Antigüedad) las columnas de Hércules, el capitán de la Andrea C hizo avisar a tripulación y pasaje que por la noche se ingresaría por "razones de mejor servicio" al puerto de Gibraltar; al día siguiente la nave retomaría el derrotero previsto hasta Genova. Los viajeros se retiraron a dormir, sin riesgo de caer esa noche de sus cuchetas, y al despertar en la mañana se encontraron con un extraño espectáculo: sobre las planchas de madera de la cubierta inferior de popa caminaban o estaban recostados unos treinta o cuarenta nuevos pasajeros, mujeres, hombres y niños, con  bártulos y ropas que revelaban la humildad de su condición.
El intento de conversar con ellos tropezaba con cierta reticencia, aunque lo hacían en perfecto español y acento un tanto arcaico.
Púdose averiguar, empero, que eran de religión judía ("hebrea", decían ellos), descendientes de sefardíes, en ruta hacia Cannes donde reembarcarían en un navío que los transportaría hacia Israel. Que todos ellos habían pagado sus pasajes a través de representantes, tenían sus papeles en regla y habían resuelto establecerse en Tierra Santa.
Estaban conformes de permanecer dos jornadas completas - o las que hicieran falta - sobre cubierta y recibirían la comida habitual de los pasajeros de tercera.
Si bien fueron objeto de curiosidad y trato amable de parte de tripulantes y pasajeros, no dejaron de ser parcos en sus declaraciones. Ello dio pie a sospechar que el insólito lugar donde embarcaron y el no menos extraño de su transbordo, ya que Cannes o Canas carece de un puerto comercial, pudieran explicarse como el resultado de "tratativas privadas" entre el capitán y otros marinos del mar Mediterráneo, sin conocimiento ni anuencia de las autoridades marítimas estatales. Es probable que esos sefardíes hayan arribado, como muchos otros contingentes, a la nueva tierra de sus sueños. Ningún noticiero ni periódico propagó que hayan seguido errantes por mucho tiempo.
Sin embargo, durante las noches y los días que pasaron sobre la cubierta de popa del Andrea C  nunca se los vio arrebatados por la música, la danza y el jolgorio de los serbios prófugos que Federico Fellini pintó con lente magistral en E la nave va, producida en 1983.-

                     kalais- julio de 2014



Fuente adicional :
http://diasdeunacamara.blogspot.com.ar/2010/12/y-la-nave-va-1983-de-federico-fellini.html 
Y la nave va es la película de Fellini más enferma de autoconciencia y melancolía, y, de alguna manera, engloba su universo desde una madurez completa y con una intención terminal. Quizá por eso tiene un halo extraño en el conjunto de su obra. Desde su prólogo, se descubre un propósito reflexivo y meta cinematográfico. A la manera de un rápido resumen de la evolución formal del cine, asistimos a la proyección primero muda, luego musicalizada y sonorizada, y por último a color, de la partida de un gran navío.

Como no podía ser de otra manera, se trata del viaje de un grupo decadente. De cuando en cuando, y como en una crónica, los personajes y sucesos son comentados por un perspicaz narrador (alter ego del autor de Roma), que se dirige al espectador frontalmente, mirando hacia la cámara. Con un regordete príncipe prusiano, y un rinoceronte enfermo, músicos y cantantes se encuentran en la nave para esparcir, en el mar griego, las cenizas de una gloriosa diva de la ópera. Fellini contrasta la pomposidad de sus personajes, como siempre, con situaciones cómicas:  véase la competencia operística que entablan los maquinistas de las calderas. Sin embargo, la verdadera fiesta empieza cuando el barco es abordado por náufragos serbios y gitanos. El anárquico contingente encerrado en un mismo espacio -tema que Fellini encaró explícitamente en Ensayo de Orquesta- ahora se pone en escena con resonancias históricas. El ejemplo más ilustrativo es el estallido "accidental" del enfrentamiento naval, cuando se hace entrega forzosa de los serbios a otro barco, príncipe prusiano de por medio (¿en alusión a la Primera Guerra Mundial?). Habría que añadir que este tempestuoso combate se presenta como conclusión natural de la aventura, de la vida y la película.

Fellini fue y será siempre el cineasta de Cinecittá, esa gran casa o universo de juguete que él podía armar y desarmar a su gusto. La esencia de su poética descansaba en la singular materialidad de sus escenarios -y su manera de filmarlos-, unos paisajes o entornos que casi siempre escondieron, o lucieron sin más, una artificialidad cómplice, ingenua y extrañamente onírica. Algo que él comprendía muy bien, y que aquí se exhibe más enfáticamente que nunca con cielos, nubes y mares de plástico, con barcos como gigantescas maquetas de colores pálidos, tonos grises o superficies renegridas. Pero eso no es todo. Luego, al mostrar sus cámaras, reflectores y máquinas, Fellini hace evidente, de una manera especialmente impúdica, la condición ilusoria de lo que se agita ante nosotros. Esto sucede en la última y apocalíptica tormenta que vive el navío, en el clímax del filme. Allí, donde la verosimilitud tensa sus cuerdas, y, a la vez, todo parece perder el control, el cineasta echa una mirada a lo que está haciendo, como si se tratara del fin de su propio arte.