Sonntag, 15. Mai 2022

Caza mayor - Conde de Yebes : Prólogo de J. Ortega y Gasset



En el año 1942 se escribió un libro acerca de la caza que dio lugar a un prólogo memorable. El libro se llama: "Veinte años de Caza Mayor" de Eduardo Figueroa Alonso-Martínez, Conde de Yebes y su prólogo fue escrito por el gran filósofo José Ortega y Gasset.

Es una de las obras esenciales de la bibliografía cinegética de todos los tiempos, no sólo por ser la obra cumbre de su autor, que ha servido como manual de referencia inalterable para varias generaciones de cazadores, sino porque se ha visto complementado con el más famoso prólogo escrito para un libro de caza: el que compusiera José Ortega y Gasset, que supone uno de los más importantes ensayos filosófico sobre la caza, en el que dejó de manifiesto la estrecha vinculación natural del hombre con la actividad cinegética.

El libro es una auténtica joya del arte literario, aconsejado para cazadores y no cazadores, pues ayuda a entender la verdadera problemática de la caza.

El conde de Yebes: Eduardo de Figueroa y Alonso-Martínez, VIII Conde de Yebes, (Madrid, 20 de septiembre de 1899-Madrid, 11 de julio de 1984) fue un arquitecto, escultor, escritor y cazador español.

Fue el sexto de los siete hijos del matrimonio formado por Casilda Alonso-Martínez y Martín (hija de Manuel Alonso Martínez) y Álvaro de Figueroa y Torres, I conde de Romanones. Su hermanos fueron Casilda, LuisÁlvaroCarlosJosé y Agustín.​

Fue diputado a Cortes en 1923 por el distrito de Barbastro (circunscripción de Huesca).​

Estudió la carrera de arquitectura en Madrid, titulándose en 1923. Entre 1928 y 1930 proyecta en el número 47 de la Gran Vía el edificio de viviendas y oficinas para D. Santos Suárez y Compañía, que amplía en 1943 para añadir una planta más. Su novedad radicaba en la inclusión de un pasaje comercial que conectaba con la calle de Silva.​ Entre sus obras cabe destacar el edificio de viviendas sito en el número 53 de la calle de José Abascal​ o el conjunto de siete viviendas en la calle de las Yeserías 51-63,​ que se encuadran dentro de la corriente denominada racionalismo madrileño. Junto con Daniel Zavala, presentó un proyecto por la construcción del Nuevo Hipódromo de Madrid, por el que obtuvieron un segundo premio.

Como cazador publicó Veinte años de caza mayor, prologado por Ortega y Gasset y dirigió La caza en España. Documentó la presencia de la cabra montés en la cordillera Penibética en 1947.​ Fue Presidente de Honor de la Federación Española de Caza, hasta su muerte, así como fundador y Presidente de la Junta Nacional de Homologación de Trofeos de Caza.1​ Posee el récord del mundo del antílope gigante sable, que cazó en Angola en 1949 y legó al Museo de Ciencias Naturales de Madrid.​

En 1965 fue elegido académico de número para la sección de escultura de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.​

Juan Francisco Campomar, quien después de cazar su primer ciervo a los quince años, supo que la actividad cinegética ocuparía gran parte de su vida, se dedicó al profundo estudio de la vida silvestre. A pesar de considerar que el famoso texto supera ampliamente su capacidad de inexperto escritor, por sugerencia directa de la hija del filósofo y de su propia hermana (presidenta de la Fundación Ortega y Gasset Argentina), decidió analizar el contexto filosófico del magnífico ensayo sobre la caza de Ortega y Gasset.

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ORTEGA Y GASSET: LA “MISMIDAD DE LA CAZA” - Comentarios de Juan F. Campomar

PALABRAS PRELIMINARES -  por Marta Campomar

Desde una completa falta de experiencia empírica en asuntos de cacería, acompaño

con estas palabras preliminares el texto de Juan Francisco Campomar, como

vicepresidenta de la Fundación Ortega y Gasset de Argentina, a sabiendas de que doña

Soledad Ortega Spottorno, en su última estadía en nuestro país, conversó largo y

tendido con mi hermano respecto del Prólogo a la cacería de su padre. José Varela

Ortega, nieto del filósofo, también ha intercambiado sus experiencias venatorias con el

autor de este libro, con lo cual participamos de este modo de esta vocación con la

familia Ortega, desde ese lejano vínculo familiar que nos dejaron nuestros antepasados,

para retomar, una vez más el diálogo que se inició en 1916 hasta el presente, ampliando

en cada etapa histórica, la experiencia americana de Ortega y Gasset entre argentinos.

En 1939, con humor crítico, reflexionaba el filósofo sobre su última estadía en

nuestra capital: “Las calles y los salones de Buenos Aires y los círculos académicos

están llenos de rebaños de panteras magníficas que caen sobre el transeúnte: son las

pasiones de Buenos Aires, los motores del pueblo joven”, encendidos por la pasión

política de aquellos años. Pasiones “indómitas y sin bozal”, sin inhibiciones, sin freno,

que dan “sus grandes brincos feroces de felinos, (y) se disparan subitáneas sobre el que

pasa”. Son pasiones criollas, comentaba Ortega, que tenían su propia cadencia e

historia, y porque nos consideraba pueblo joven, las percibía funcionando a toda

máquina, “con plenos y recién hechos resortes”. En este bosquejo lleno de perspicacias

e intuiciones, en el que abundan ciertas alusiones a fenómenos venatorios (aparece hasta

una mención a “una jauría de mastines”), Ortega no se ocupó de esa otra pasión que

sería, para él, “la mismidad de la caza”. Ese deporte adquiría en Sudamérica paisajes

insospechados de otra realidad humana, la que precisamente construirá Juan Campomar

en sus comentarios al entrar y salir de un tratado sobre la montería, que tiene raíces en

España pero que poco o nada se asemeja a las características propias de la actividad

venatoria del continente americano.

El Prólogo a la cacería al libro Veinte años de caza mayor del Conde de Yebes, a

pocos años de Meditaciones del Pueblo Joven en la Universidad de La Plata, es un texto

que ha tenido varias ediciones en lenguas lejanas al español. Es considerado por los

cazadores como un clásico de la literatura venatoria, y ha despertado entre historiadores,

antropólogos, etnólogos y aficionados a la caza un disparadero de emociones e ideas,

sobre la esencia misma de la acción de cazar en cualquier rincón del mundo. El que

habita Juan Campomar, con su experiencia peculiar adaptada al ámbito argentino, es

solo un repertorio más de los muchos que despierta esta universal pasión, que es el

quehacer de la caza a lo largo de la historia.

Otro punto de vista nos ofrece el prólogo al Prólogo de Ortega y Gasset escrito por el

profesor Santiago Muñoz Machado, catedrático de Derecho de la Universidad

Complutense de Madrid quien, a pedido de la Fundación José Ortega y Gasset de

España, aportó sus conocimientos sobre el deporte de la montería en España,

comentando el sugerente escrito de Ortega sobre el arte de la caza mayor, hecho con la

pasión de un aficionado distinguidísimo, como lo fue el conde de Yebes. El Prólogo de

Ortega, aclara Muñoz, aventaja al libro en ser “una enjuta y preciosa obra de arte

literaria y, probablemente, la primera reflexión filosófica seria y bien enhebrada

referida a las difícilmente explicables razones por las que los seres humanos sienten

irresistiblemente la pasión de cazar”.

Según explica Muñoz, el reconocimiento que hace el propio Conde de Yebes del

Prólogo orteguiano en su libro -“gracias a él, Ortega nos ha legado algo sin

precedentes en la biografía venatoria desde que el mundo es mundo”-, se debe a la

penetración intelectual del filósofo quien, al describir las correrías de montero de Yebes,

ofrece al lector con pelos y señales los mil detalles de una montería , deporte cinegético

de larga trayectoria en Europa donde también existían variantes diferentes a las de la

mística y prácticas españolas. Él hará un recorrido desde los primigenios neolíticos,

pasando por los Romanos, Medioevo y ecos literarios de España, hasta llegar a las

prácticas de Yebes, “rumiando”, como diría entre argentinos, en zonas de la historia

universal desconocidas en otros continentes. Este deambular por los caminos de otras

culturas incluía siempre en Ortega modos de ser de la América Hispana y la del Norte,

con sus propios códigos ancestrales y usos contemporáneos. Sin embargo, aun dentro de

la vida autóctona de naciones distintas a la europea, la pregunta clave sigue siendo la

misma: “¿Qué diablos de ocupación es esa de cazar?”. Esta misma pregunta conduce a

Juan Campomar, cazador aficionado argentino, a retomar el Prólogo de Ortega en

búsqueda de concordancias atemporales, diferencias regionales, y similitudes tácticas

respecto del dilema moral que despierta hoy día el deporte de la caza a nivel mundial.

Juan Campomar es un conocido y experto cazador del hemisferio sur, autor de un

libro sobre la biología y cacería del ciervo rojo en Argentina, libro en que recoge la

historia sobre la relación y supervivencia del ciervo autóctono, y el exótico, que

introdujo un español, don Pedro Luro, en territorios argentinos.

Sin considerarlo una contradicción, Campomar se declara conservacionista,

encarando el desafío que se presenta actualmente con la apertura de recursos turísticos,

los cotos de caza, y la búsqueda de buenos trofeos. En su artículo “La caza deportiva y

el moderno conservacionismo” (2005) destaca que “es esta una larga y apasionante

historia que quizás nos permita por primera vez remarcar el eterno conflicto que

protagonizan el hombre, la fauna y el medio ambiente, problema que lejos de quedar

solucionado está hoy más vigente que nunca”. Este es un debate moral que como

aficionado a la caza él pone sobre la mesa, habida cuenta de que el cazador es el nexo

entre el proceso destructivo de la fauna, las poblaciones aborígenes, el crecimiento

demográfico y la alteración del medio ambiente. Santiago Muñoz, en su Prólogo al

Prólogo de Ortega, al cierre de su recorrido, concluye que resulta difícil buscar una

explicación definitiva “que sirva para justificar por qué diablos los seres humanos,

preferimos utilizar la caza como forma de captura y muerte de algunas especies”. Su

comentario a este dilema es que “probablemente no podemos evitar hacerlo, porque, en

último término, somos la herramienta final de un equilibrio biológico que demanda

nuestra intervención”.

 

Algo de este mismo razonamiento aparecerá en los argumentos que desarrolla

Campomar al encarar la “mismidad de la caza” ingresando en la modernidad. Él refiere

que existen numerosas y novedosas formas de encarar la cuestión pero siempre

presentándose el mismo dilema moral dado que el hombre actual sigue siendo cazador.

Hoy, escribe Campomar en su Introducción, “la lucha es más ideológica que ética”. Las

ciencias biológicas conforman nuevos planteos, pero concuerda con el punto de vista de

Ortega cuando afirma que “las esencias siguen intactas por más que haya cambiado la

mentalidad del cazador”.

“Evocando el pasado, continúa razonando Campomar, todo indica que hemos

logrado un progreso sostenido, pero todo cambio debe enfrentar desafíos que no pasan

ya por la técnica, ni la ética del cazador sino por la ética de la muerte del animal que

hemos tratado de dilucidar. En eso consiste el progreso actual, en cómo debemos

analizarlo para estar dispuestos a enfrentarlo”.

La actividad de la caza, a la que Ortega, como los que recorren con él la historia del

quehacer cinegético desde los albores de la humanidad atribuyen rituales y místicas

imperecederas, se analiza, en el caso de Campomar como cazador sudamericano: él se

concentra en desmenuzar costumbres venatorias desde los orígenes de la biología

continental, con su rica evolución social, su ecología propia, hasta con los “íntimos

recovecos zoológicos” que marcan la evolución de las especies en un enorme territorio

aún inexplorado, con paisajes poco conocidos por los que pasaron hombres y mujeres,

culturas, imperios, la vida colonial; y de colonos e inmigraciones más tardías; cada una

de ellas, como recordaría Ortega en Meditación del Pueblo Joven, conduce hacia el

interior de su vida autóctona.

Campomar, al transitar junto con Ortega, por los módulos ancestrales del acontecer

venatorio, traza sus propias huellas y rescata una épica y unos senderos muy distintos,

adaptados a las técnicas de cacería nativas, que se arraigan a un suelo específico, a una

naturaleza de enormes proporciones y con desafíos o resoluciones distintas a las

conocidas en Europa. En un plano más doméstico, en la estancia Acelain de Enrique

Larreta, en cacerías nocturnas por la pampa húmeda, Ortega vivenció técnicas

venatorias que le llamaron la atención. Una vez instalado en Portugal al retornar de

Argentina, comparte superficialmente con cazadores de ese país algunas experiencias

que habría vislumbrado en el campo de amigos porteños; de haberse topado con

cazadores expertos de otras generaciones como la de Juan Campomar, hubiese podido

ampliar sus conocimientos venatorios descubriendo que muy poco se debía a las

costumbres españolas y mucho al terruño y a las costumbres nativas del criollo. Hubiera

escuchado con atención algo más sobre la caza y preservación del ciervo rojo al que se

refiere Campomar cuando en relación al moderno conservacionismo se pregunta: “Los

argentinos tenemos una de las mayores variedades de ciervos autóctonos del mundo,

verdaderas joyas de la diversificación y especialización radiativa de aquellos primitivos

odocoilenos que cruzaron el Istmo de Panamá y que se ‘embotellaron’, valga la

expresión , en el extremo sur del continente , pero curiosamente la mayoría de ellos está

pasando la cornisa de extinción. Cabe preguntarnos como habiendo experiencias

positivas con los exóticos, los autóctonos no puedan levantar cabeza. Es que faltan los

Luros, los Mauras, o los Homann”.

No pertenece a este espacio hacer un análisis exhaustivo de estas cuestiones que

tienen su respuesta en el libro de Juan Campomar sobre el ciervo rojo, donde Pedro

Luro y otros personajes de origen vasco o colonos de otras regiones de España tuvieron

gran protagonismo. Lo que moviliza el texto de este autor siguiendo los pasos de

Ortega, es la mismidad de la caza, como deporte, como actividad necesaria, como

herencia de antiguos ritos y costumbres cinegéticas, tan primitivas como las que

practicaban pueblos ya desaparecidos de la memoria continental, o de tribus más

recientes como onas o guaraníes. Entre estos grupos nativos, emboscar, caminar,

rastrear, vistear, y explorar el medio sin perder el rumbo, es toda una ciencia

antropológica que merece todavía mayor estudio.

Como cazador de raza Campomar está dispuesto a encarar este desafío, conservando

el amor al deporte de la caza, preservando el respeto a la presa con conciencia

conservacionista, exigiéndose a sí mismo y a otros, que no abandonen estos principios

fundamentales. Con respecto al Prólogo de Ortega sobre la montería, Campomar no se

aparta de la calidad filosófica que ha embebido del pensador español rumbeando por los

caminos de otro continente y otra latitud. Su comentario final resume su gratitud: “es un

privilegio que nos otorga a nosotros los cazadores, que uno de los filósofos más

preclaros del Occidente moderno, se ocupe de nuestro quehacer, y que lo haga de tal

forma que su filosofía termine siendo uno de los clásicos inamovibles de la literatura

cinegética de todos los tiempos”.

Para los lectores de la blanda ribera del Plata, el texto de Ortega no pierde vigencia, y

sin duda de haber intercambiado un diálogo directo con el autor de este libro, a su

interés por la categoría de “vida colonial” que él decía había sido poco estudiada,

Ortega le habría añadido otro gran círculo de reflexión global, dedicado a la mismidad

de la caza en el Cono Sur, asunto que ya de por sí le resultaría un gigantesco fenómeno

en toda su amplitud. Esperamos que el libro de Juan Campomar ofrezca a todos los

interesados en el arte de la caza mayor, ese capítulo que Ortega no pudo completar

sobre la mismidad de la caza en los naturales entretejidos venatorios de la América

Hispana, lo que le revelaría, sin duda los secretos más profundos de su realidad étnica y

de su masa conjunta en cada etapa histórica de su acontecer social.

 

 

INTRODUCCION DEL AUTOR

AL PRÓLOGO DE ORTEGA Y GASSET

 

Luego de su paso por Argentina y en su retorno a Europa, exiliado en Portugal,

Ortega y Gasset redactaba para su amigo el conde de Yebes uno de los más grandes

prólogos sobre la caza en la España de aquel entonces. Veinte años de Caza Mayor, que

así se titula el libro de Yebes, es de por sí un excelente tratado de caza pero lo que

realza el valor del libro son, indudablemente, las 79 páginas del prólogo que le dedica

Ortega.

Para el cazador de raza hay un antes y un después de ese prólogo. Al terminar su

lectura éste comprobará con asombro que su querido deporte, antes visto como un mero

pasatiempo, se ha transformado súbitamente en una razón de ser mucho más compleja y

profunda de lo que su imaginación previa le sugería, ya que Ortega nos propone una

cinegética mucho más elevada que conduce al oficio más allá de una faena placentera.

A partir de esa lectura comprobaremos, gracias a la magistral pluma del autor y a la

profundidad de sus pensamientos, que el divertimento se ha transformado en un tema de

valor existencial. El autor nos seduce con su prosa exuberante y florida y con la

clarividencia propia de uno de los más grandes pensadores de siglo XX; consigue así

sumergirnos en la historia, la ética y la filosofía profunda que apunta a las esencias

mismas del hombre tomando como punto de partida algo que parecía intrascendente

pero que, como él mismo dice, fue su primera necesidad. Y es precisamente sobre ese

argumento que centraremos la temática de este ensayo.

Es un privilegio que se nos otorga a nosotros, los cazadores, que uno de los filósofos

más preclaros del Occidente moderno se ocupe de nuestro quehacer y que lo haga de tal

forma que su prólogo termine siendo uno de los clásicos inamovibles de la literatura

cinegética de todos los tiempos.

Ortega no escribe un prólogo de compromiso, pasatista y trivial; ese nunca fue su

estilo. Al hablar de caza lo hace con tal pasión y conocimiento que expertos, legos y

 

profanos, quedan atrapados desde la primera página en ese contexto cinegético-

filosófico magistralmente armado.

 

Con la caza como punto de partida y como centro de su pensamiento, el autor nos

sumerge en las raíces antropológicas del hombre, ese hombre primitivo que tanto lo

fascina. Desde ahí nos proyecta a la caza “actual”, entendiéndose por tal la que se

ejercía en Europa en 1943, fecha en la que escribió su prólogo.

Visto desde la perspectiva del prólogo, creo que Ortega se vale de la caza para

presentarnos al HOMBRE desde sus orígenes, con sus pasiones y, como él mismo dice,

“con sus picos de lucidez”.

Muchas cosas sucedieron desde aquel entonces, pero es tarea de los cazadores

actuales, tomar la posta y seguir trabajando sobre esos lineamientos rectores para que la

caza del aquí y ahora siga teniendo la vigencia que él nos propone.

 

Desde esas propuestas recién mencionadas y desde una filosofía antropológica,

Ortega se lanza a filosofar sobre la caza y lo hace con tal profundidad y maestría que no

deja un solo resquicio del tema sin aclarar. No podía ser de otra forma, ya que el espacio

mítico que le inspira el arte venatorio lo conduce a la investigación y a la reflexión

profunda.

Es, además, un prólogo sorprendente porque encierra dos paradojas: La primera es

que su texto no es un tratado de caza tal como los lectores del tema están acostumbrados

a visualizar. En él no se oyen disparos, no se viven aventuras electrizantes, ni se cobran

trofeos excepcionales. Aquí se habla simplemente de lo que se supone que es la CIENCIA

Y EL ARTE DEL CAZAR. La segunda, es que EL AUTOR RECONOCE QUE JAMÁS EFECTUÓ UN

DISPARO A UN ANIMAL DE PELO Y QUE EL EJERCICIO VENATORIO LE ES AJENO, a pesar de

ser, como él mismo lo declara, un empedernido lector de libros que atañen al tema. LO

SUYO ES PURO PENSAMIENTO Y NOSOTROS TENDREMOS QUE ADAPTARNOS A ESA FORMA

DE VER LAS COSAS SI QUEREMOS ENTENDERLO.

¿Puede ser posible entonces, que quien nunca ejerció ese oficio esté capacitado para

escribir sobre un asunto que de por sí es pura praxis? A medida que transcurre la lectura

y progresa el desarrollo de sus ideas, el autor se ocupará de demostrarnos que sí, que tal

logro es posible.

El Prólogo de Ortega y Gasset es poco conocido entre los cazadores argentinos,

mucho menos aún entre las nuevas generaciones de aficionados y estudiosos del tema.

Personalmente, la edición de Veinte años de Caza Mayor que poseo data de 1953;

desconozco si hubo ediciones posteriores. De todos modos, muchos han oído hablar de

él pero pocos han tenido la oportunidad de leerlo. Por eso estimo oportuno comentarlo

con la esperanza de que sea útil tanto al cazador como al profano, y acceder a esos

fragmentos que considero los más sabrosos.

Como el Prólogo no tiene desperdicios, el primer desafío fue poder entresacar de él

solo las partes más selectas, lo que considero que son las más importantes, y como esa

labor se basa en una opinión estrictamente personal, estoy seguro que para otros que lo

han leído, debo haber omitido aspectos no menos importantes sobre ese profundo

tratado. En ese caso pido disculpas de antemano pero entiendo que no se puede

satisfacer a todos.

El argumento que inicialmente concebí para hacer novedoso el tema es que si quien

nunca practicó la caza puede escribir genialidades sobre ella, alguien que la vivenció

por años puede también expresar lo que le enseñó la experiencia.

El pensamiento orteguiano plantea las cosas desde una óptica tan particular que la

teoría cinegética y su práctica se concretan en un todo de total coherencia. El autor no

divaga en teorías fantasiosas ni en pragmatismos reduccionistas: lo suyo es visionario y,

a la vez, claro, concreto, realista y pletórico de erudición.

Así planteadas las cosas, lo que puede aportar un cazador a ese ensayo son meros

tecnicismos o conocimientos científicos adaptados a los tiempos actuales, ya que el

cúmulo de aportes que la biología moderna posorteguiana ofrece a los manejos de la

fauna silvestre y los cambios culturales y sociales que luego sucedieron, hace

indispensable su inclusión. Pero por más vueltas que se le dé al tema, el meollo de este

tratado pasa por las raíces mismas de la caza cuyas ideas y fundamentos nos aporta el

filósofo. Lo demás, que es básicamente secundario, se refiere más bien al árido aporte

de datos actualizados carentes del vuelo y la imaginación que brotan del talento del

autor.

 

Resulta difícil armar un texto ordenado en esas condiciones, de manera que opté por

transcribir las frases sobresalientes de Ortega y Gasset en letras cursivas para que el

lector pueda diferenciarlas e identificarlas fácilmente de los nuevos cambios

introducidos. En la mayor parte de los casos tomo la frase textual y completa, pero en

otras ocasiones, cuando éstas se vuelven muy largas, abrevio o sintetizo el texto,

tratando de que ese pasaje no pierda el concepto ni el significado preciso.

Como el Prólogo está dividido en diez subtítulos no estructurados, iremos

trascribiendo y comentando cada tema por separado, tal como los escribe el autor.

La temática del Prólogo no está armada paso a paso; no tiene un comienzo ni un

final ordenado: su autor va desgranando y aportando un conjunto de ideas a medida que

se va armando el relato, diríamos más bien que trata diversos aspectos sobresalientes

más o menos hilvanados entre sí, pero que no siguen un orden cronológico, y para no

romper con ese modelo, opté por seguir la misma técnica, desgranando opiniones

personales cada vez que las circunstancias así lo indiquen.

Finalmente, en una última parte, abordaremos las tantas cosas que sucedieron

después de que Ortega cerrara su Prólogo e incluiremos aportes mucho más detallados,

necesarios para realzar sus conceptos.

Ésta es, a mi entender, la contribución que le corresponde al cazador moderno para

que la obra orteguiana tenga continuidad y amplitud.

Algunas veces quizás, el lector notará que me he visto obligado a volver una y otra

vez sobre ciertos temas ya mencionados con anterioridad. Si eso fuese así, es porque de

una u otra forma la temática me lleva a regresar a esos espacios comunes que la caza

siempre tiene.

Por último, cabe reconocer que este no es un ensayo escrito exclusivamente para

cazadores porque Ortega y Gasset nos habla, además, del hombre, de sus pulsiones, de

sus pasiones, de sus esfuerzos y de su historia. Nos ofrece así un temario de amplia

proyección antropológica y social en la cual vamos a aceptar sumergirnos.

El amante de la caza, su detractor, o el intelectual movido por el ansia de saborear lo

bueno que siempre aporta Ortega, tienen aquí un lugar de lectura, de polémica y de

opinión. Planteadas ya las cosas de este modo, llegó el momento de introducirnos en el

tema para que, como dice el propio escritor, logremos poder darle caza a la caza.

 

CAPÍTULO I - LA CULTURA CINEGÉTICA

 

Ortega, luego de tomar la decisión de escribir sobre la caza, se hace la pregunta

fundamental que tantas veces también pasó por mi mente: ¿Qué género de ocupación es

esa? ¿Qué secreta pulsión eleva nuestras emociones al punto de llevarnos, en los

momentos decisivos del lance, al borde de la taquicardia?

La respuesta es clara: no es una emoción cualquiera; algo profundo se mueve ahí

adentro. Lo importante es descubrir qué es y en qué consiste precisamente el intento de

Ortega y Gasset a lo largo de varios pasajes del Prólogo de definir las causas sobre el

fenómeno de la caza y los sentimientos que afloran en ella.

¿Es esta clase de emociones el descubrimiento de unos pocos maestros iniciáticos?

De ninguna manera, pues casi todos los cazadores de ley han pasado por esos trances. El

tema de por sí es tan conocido que los norteamericanos lo denominan simplemente

“buck fever”. Las manos tiemblan, el rifle no se controla, el pulso se acelera y la

respiración se agita, esa es la descripción simplificada del “buck fever”.

Pero la pregunta clave es ¿de dónde proviene tanta agitación? ¿Qué presión

psicológica nos lleva a ese estado de cosas? Eso es precisamente lo que nos impide

encontrar una respuesta simplista al tema de la caza y en eso consiste la mismidad de la

caza. Solamente profundizando en las raíces de la caza podremos exhumar parte del

misterio. Por eso Ortega vuelve sobre su pregunta clave: “A lo largo de la Historia

Universal, en todos los tiempos de que hay memoria, desde Sumeria y Acadia, y Asiria

y el primer Imperio de Egipto, hasta la hora que hoy transcurre, ha habido siempre

hombre, muchos hombres, de las más variadas condiciones sociales, que se dedicaron a

cazar por gusto, albedrío o afición. Visto en esto que es su auténtica perspectiva, el

tema de la caza se perhinche hasta adquirir enorme tamaño. Por eso, con la conciencia

de que es asunto más peliagudo de lo que al pronto puede parecer, me preguntaba yo

antes ¿qué diablo de ocupación es esta de la caza?”.

Esta pregunta punzante y a la vez inquietante tiene una sola respuesta. NOS

ENCONTRAMOS FRENTE A LA HISTORIA DE UNA DE LAS CULTURAS MÁS ANTIGUAS QUE

VIVIÓ LA HUMANIDAD; por eso, Ortega dice que la caza, en su esencia, nunca puede

cambiar.

Para afirmar lo dicho, vemos que el tema es por demás complejo. La caza comienza

desde la noche de los tiempos ya que siempre hubo seres vivientes que se nutrieron a

expensas de otros seres vivientes para sobrevivir, originando así largas cadenas tróficas

de predación para “cazar” -por así decirlo- a sus víctimas. A esas conductas bien

podemos considerarlas como una auténtica CAZA BIOLÓGICA.

No hay duda de que EL CAZAR HUMANO ES UNA CONTINUACIÓN DE ESTA CADENA y

comienza con nuestros primeros congéneres para luego identificarse plenamente con el

hombre paleolítico que recurrió a ella para sobrevivir como cualquier otra especie

animal. De ahí la lucidez de Ortega cuando dice que la caza nos viene de la zoología.

Ya entrado en el neolítico agricultor, el hombre se vale de la caza solo como dieta complementaria de aquella nueva agricultura incipiente para, finalmente, transformarse

en pasatiempo placentero cuando entramos definitivamente en la Antigüedad.

Esta última etapa es el comienzo de una larga evolución que llega hasta nuestros días

bajo la forma de la caza deportiva tal como la practicamos hoy.

Para adentrarnos mejor en el tema y teniendo en cuenta que la caza es una de las más

antiguas expresiones culturales de la humanidad se nos hace indispensable aclarar un

poco qué es lo que entendemos por cultura venatoria.

La cultura se basa en un conocimiento asentado sobre largas experiencias. Al pasar el

tiempo acumulando experiencias, las pautas culturales del hombre se van consolidando,

refinando y enriqueciendo ya que se trata de ideas activas asentadas en largas

experiencias vivenciales. En otras palabras, son experiencias afianzadas sobre los

hechos y acontecimientos vividos y ampliados por ideas creativas y renovadoras. Pero

cultura es, además, comportamientos aprendidos y trasmitidos de generación en

generación que, al repetirse y consolidarse, terminan generando una larga tradición que

perdura en el tiempo conformando así definitivamente una pauta cultural.

En sus orígenes, la trasmisión cultural de la caza fue puramente oral: pasaba de

padres a hijos por medio de relatos en fogones y campamentos. Luego, se expande por

medio de símbolos pictográficos en cavernas; después, a través de la escritura en

paredes, tumbas y palacios donde se relatan las hazañas del rey cazador para finalizar en

los escritos y libros que desde la Edad Media llegan a nuestros días. Y, aunque cueste

creerlo, en la era digital, todavía luego de una jornada de caza, en el fogón del

campamento, los cazadores volvamos a apelar al relato y al intercambio de experiencias

con el mismo primitivismo y entusiasmo que hace veinte mil años atrás y ese rito es el

testimonio de lo que hace a la cultura y a la mismidad de la caza.

El hecho de describir experiencias cinegéticas por escrito sucedió con la revolución

de la imprenta, que abrió las puertas a la historiografía, cerrando así el círculo cultural

oral. A partir de allí, la cultura cinegética se manifiesta escribiendo su historia y eso es

lo que a través de este ensayo, Ortega y Gasset -citando de tanto en tanto casos

puntuales de su propia tradición española-, me obliga a hacer desde otra perspectiva: la

sudamericana. Tanto la una como la otra, se tratan solo de una ampliación

historiográfica parcial para que se comprenda lo que hicieron esos muchos hombres de

todos los tiempos y clases sociales.

Ese deseo de resguardar históricamente la caza es el bien común asentado en

pensamientos y propósitos afines; es lo que consolida una base cultural desde el bien

común, basada en ideas de progreso y acciones concretas que perduran en el tiempo.

A pesar de lo dicho, la caza sigue esperando a un historiador que se dedique a

investigarla plenamente y en profundidad desde el mismo minuto que el hombre

comenzó a practicarla; así la entenderíamos mejor y más esclarecidamente. Entremos

ahora en el prólogo de Ortega, en su propia meditación y ante un tema que él considera

“de enorme tamaño”.

 

Lo innato y lo adquirido

 

En la sección sobre “Caza y felicidad” planteaba Ortega “qué diablo de ocupación es

esta de la caza”. El filósofo admite que es un asunto peliagudo, ya que hay que definir la

sustancia de cada vida humana en relación al animal. Así sostiene:

“Al animal no solo le es dada la vida, sino también el repertorio invariable de su

conducta. Sin intervención suya, los instintos le dan ya resuelto lo que va a hacer y

evitar. Por eso no puede decirse del animal que se ocupa en esto o en lo otro. Su vida

no ha estado nunca vacía, indeterminada. Pero el hombre es un animal que perdió el

sistema de sus instintos o, lo que es igual, que conserva de ellos solo residuos y

muñones incapaces de imponerle un plan de comportamiento. Al encontrarse existiendo

se encuentra ante un pavoroso vacío. No sabe qué hacer; tiene él mismo que inventarse

sus quehaceres u ocupaciones. Si contase con un tiempo infinito ante sí, no importaría

mayormente: podría ir haciendo cuanto se le ocurriese, ensayando, una tras otra, todas

las ocupaciones imaginables. Pero –ahí está!- la vida es breve y urgente; consiste sobre

todo en prisa, y no hay más remedio que escoger un programa de existencia, con

exclusión de los restantes; renunciar a ser una cosa para poder ser otra; en suma,

preferir unas ocupaciones a las demás. El hecho mismo de que nuestras lenguas

emplean la palabra “ocupación” en ese sentido revela que los hombres vieron desde

muy antiguo, tal vez desde el principio, la vida como un “espacio” de tiempo que

nuestros actos van llenando, incompenetrables los unos que los otros lo mismo que los

cuerpos”.

Este conjunto de ideas encierra dos claves distintas. En lo que respecta al tema de los

instintos, Ortega se expresa con las teorías propias de su época, pero hoy los etólogos y

los neurólogos nos plantean las cosas de otra manera. Los instintos humanos no

desaparecen; solo se archivan en lo más profundo del subconsciente, tema del que

después nos ocuparemos en más detalle.

La discusión actual diverge entre los que sostienen que la conducta animal responde

a pautas instintivas estrictamente heredadas a lo largo de la evolución, y los que dicen

que además de esas conductas innatas e innegables que plantea el maestro, existen y se

superponen, otras adquiridas por el aprendizaje directo a medida que el animal es

presionado por múltiples circunstancias. Se establecen entonces de este modo dos

formas de comportamiento: las innatas y las adquiridas.

La capacidad de aprendizaje recorre la zoología de menor a mayor. Cuanto más

evolucionada es la especie, tanto mayor es su desarrollo cerebral y, consecuentemente,

mayor es su capacidad de aprender. Siguiendo este razonamiento, la oruga es puro

instinto; el ciervo, en cambio, ya aprendió a desplegar varias estrategias de evasión a

medida que es perseguido por los distintos predadores, en tanto que el chimpancé llega

al extremo de elaborar por cuenta propia algunas rudimentarias herramientas, algo así

como lo que hizo el hombre primigenio en los albores de su humanidad.

Lo innato y lo adquirido conviven dentro del mismo individuo a lo largo de toda la

vida. En ocasiones se complementan y otras veces se contradicen, dando origen a

conflictos y dudas. La diferencia radica en que las conductas innatas pasan de un

individuo a su descendencia como parte de su memoria filogenética (léase la historia de

su evolución), en tanto que las adquiridas generalmente mueren con el propio animal o

en el mejor de los casos pasan solamente de la madre a su hijo y excepcionalmente al

grupo que lo rodea. Solo en los monos, y como excepción más que como regla, algunos

simios trasmiten al grupo y a su descendencia algún comportamiento novedoso y

progresista.

La humanidad es la única de las especies que tiene la propiedad de trasmitir los

conocimientos adquiridos de una generación a las siguientes, conservándolos en la

memoria primero y en la escritura después, de forma tal que lo aprendido perdure para

siempre como una pauta cultural.

Esa peculiar característica es la que ha contribuido al gran despegue del hombre

sobre sus pares animales, sin olvidar, por otra parte, que esa acumulación cultural se

debe básicamente al lenguaje articulado.

Es así que el hombre acumula aprendizajes sucesivos, y los animales no: El tigre

siempre cazó y seguirá cazando de la misma forma; no hay variantes en su estilo. El

hombre, en cambio, a través de su evolución, fue transformando progresivamente su

forma de cazar. Ahí radica la diferencia que nos marca Ortega entre el que todo lo

recibe por instinto pero que poco puede cambiar en el futuro, y ese otro, que a través del

tiempo fue “inventando sus quehaceres”, reduciendo así su repertorio instintivo con tal

de acumular y crear nuevos conocimientos intelectivos.

Volviendo otra vez al tema de los instintos diré por experiencia, que entre los

animales de caza, es factible observar una transformación progresiva de lo innato a lo

adquirido. Veamos cómo sucede esta incipiente progresión.

La cría de un animal nace provista de una serie de conductas innatas que contribuyen

a su supervivencia. En esa etapa del desarrollo animal, todo es puro instinto y es la

madre, a través de la educación, la única que puede aportar los conocimientos que su

hijo debe asimilar para seguir prosperando. Claro está que ese aprendizaje ya está

escrito en sus códigos genéticos, pero lo latente debe ser activado. Lo que nos resta

saber es, en cada especie, cuáles son los códigos presentes, cuáles son los latentes y

cuáles son los que no se poseen y se deben aprender. Eso es, quizás, la brecha que

diferencia a una especie de la otra, y es lo que marcará su futuro ascenso en la escala

zoológica.

Llegado el destete, momento en que se rompe la relación madre-hijo, el conjunto de

conductas intuitivas no alcanza para el juvenil que ya no recibe la protección materna ni

es resguardado por el clan que le ofreció hasta entonces su seguridad.

Esta crisis es más aguda en los machos abandonados a su propia supervivencia, ya

que las hembras son rápidamente incorporadas al clan materno ocupando un lugar en él,

partiendo de las más bajas jerarquías del clan, pero igualmente más protegidas.

Así planteadas las cosas, comienza en los juveniles la dura etapa del aprendizaje que

lleva latente. Si bien los puros instintos siguen rigiendo sus conductas, no son

suficientes para asegurar la supervivencia: las necesidades presionan, y los jóvenes

deben aprender a resolverlas. Es esta etapa un aprendizaje basado en la prueba y el

error, única forma por otra parte, de la que se valen los animales para adquirir

conocimientos y experiencia.

Si Ortega hubiese conocido estos mecanismos seguramente nos hubiese dicho que en

el mundo animal no hay lugar para los conocimientos teóricos, esos que solo están,

como dice Ortega, reservados a “aquel que debe inventar su quehacer”. Esta es una

breve síntesis de lo que hoy nos enseñan la biología y la moderna sociobiología.

Este esquema de vida así relatado fue elegido ex profeso. Es el modelo preferencial

de los herbívoros de los cuales se valió el hombre cazador para servirse de alimento. Por

este motivo me pareció necesario sintetizarlo para una mejor comprensión futura de

cómo se comporta la fauna silvestre predada y cómo debe ésta manejarse para

sobrevivir.

En la segunda parte de su comentario, Ortega nos lleva a lo que luego, al referirse al

hombre paleolítico, tratará con más amplitud. Él argumenta que si la vida es “necesidad

y urgencia”, esa vida es como un espacio de tiempo que nuestros actos van llenando y

que en el hombre primitivo, se llamó caza por necesidad. Ampliando el concepto,

Ortega dirá que “... nos es impuesta una serie de necesidades ineludibles, que hemos de

afrontar so pena de sucumbir pero no nos han sido impuestos los medios y modos de

satisfacerlas, de suerte que aún en este orden de lo inexcusable tenemos que

inventarnos –cada uno por sí o aprendiéndolo en los usos y tradiciones- el repertorio

de nuestras acciones. Más aún: ¿hasta qué punto esas que llamamos necesidades

vitales lo son rigorosamente hablando? Se nos imponen en la medida que queramos

pervivivir y no querremos pervivir si no inventamos a nuestra existencia un sentido, una

gracia, un sabor que por sí no tiene”.

“Ello es que para casi todos los hombres la mayor porción de ocupaciones está

llena de ocupaciones forzosas, de faenas que por su gusto no ejecutarían”.

Desde su punto de vista, esas ocupaciones impuestas por la necesidad que Ortega

llama trabajos, solo confirman la terrible maldición del Génesis.

Al referirse a las necesidades ineludibles en la medida que queremos pervivir es

obvio que Ortega se está refiriendo a la supervivencia con la cual tuvo que enfrentarse

el hombre tan pronto “bajó del árbol”.

Es un hecho evidente que la supervivencia está llena de necesidades forzosas. Ese

primer hombre para comer tuvo que cazar y recolectar frutos. Tal fue su primer y

primordial oficio; en otras palabras, su primer trabajo. Entiéndase bien: eso no fue una

diversión; fue un trabajo duro e insoslayable. De ahí parte quizás la milenaria fijación

que aún pervive dentro del subconsciente y esa fijación comienza con la caza. La caza y

la recolección comenzaron como un trabajo forzoso.

El hombre no se introduce en la cinegética como cazador deportivo sino como

cazador profesional y lo hizo por la necesidad apremiante de poder sobrevivir en el

período más largo de su evolución: me estoy refiriendo al período paleolítico.

Es ineludible entonces, que la caza tenga en él, la tan profunda raigambre que posee

y que, por lo tanto, despierte obligatoriamente fuertes y ocultas emociones humanas

que, como sugiere Ortega y Gasset, en más de un párrafo de su Prólogo es la voz del

pasado que nos vuelve a llamar. He aquí donde aparece por primera vez, la mismidad de

la caza.

El mandato “ganarás el pan con el sudor de tu frente” al que Ortega refiere

elípticamente al mencionar la maldición bíblica, para el hombre paleolítico se tradujo en

un claro mensaje: “COMO OTROS ANIMALES, MATARÁS PARA COMER Y PARA ELLO TE

TRANSFORMARÁS EN UN PREDADOR”. De esa forma y desde aquel entonces hasta el día

de hoy, el hombre ocupó su lugar en el mundo como un predador omnívoro, es decir,

cazador y recolector.

El tema merece varias ampliaciones porque hace en cierto modo a la razón misma

del cazar. Como cualquier otro ser viviente que ocupa un lugar en este planeta, homo

sapiens jugó dentro de la cadena ecológica el papel del predador omnívoro, lo que

significa carnívoro y herbívoro. Por eso el filósofo dice en otros pasajes que el hombre

tiene tanto de tigre como de cordero.

Si esa es nuestra identidad biológica y si ese es nuestro destino, es bueno aclarar un

poco qué se entiende por predación omnívora ya que estamos viendo cómo,

parafraseando a Ortega, el tema se está volviendo cada vez más peliagudo.

A modo de introducción y para crear un contexto abarcativo digamos que la biología

se rige por un sinnúmero de leyes, pero lo peculiar del caso es que, a pesar de que esas

leyes son palpadas cotidianamente, el hombre no alcanza a visualizarlas conciente y

seriamente, sino simplemente como procesos de un subconciente, inexplicable o poco

previsible.

 

La ley natural

 

Como la naturaleza no contrata abogados ni acude a los tribunales, el hombre solo

entiende por ley todo aquello que se refiere a la relación del individuo con la justicia

humana. Las relaciones del ser humano con la naturaleza y sus leyes, las considera

simplemente como “fenómenos” no claramente definidos a los que podemos, arrogante

e irresponsablemente, manipular a nuestro antojo.

Los conocimientos actuales nos indican que la naturaleza no se rige por fantasías

extravagantes o emocionalismos sensibleros sino por leyes concretas, muchas de las

cuales, por ser universales o cósmicas, desafortunadamente hacen sentir sus efectos de

manera sutil y tan solo en el largo plazo. Algunas de estas leyes nos son parcialmente

conocidas y otras, las más, aun nos falta conocer.

Como sucede con todas las cosas de la Creación, las leyes naturales se nuclean

dentro la Soberana Ley Natural que los cazadores, por razones de participación

naturalista activa, no pueden ignorar. La más esencial, en lo que respecta a lo viviente,

es que la vida se rige por tres de esas leyes fundamentales: nacimiento, conservación y

muerte.

Si los nacimientos superan a las muertes la especie crece, se expande y se irradia

ocupando distintas geografías. Sin duda, aquí estamos en presencia de una especie

exitosa. Ese es el caso, precisamente, del hombre actual.

Si la mortandad supera a la procreación, la especie se retrae, disminuyen sus

individuos o entra en la peligrosa zona roja de la extinción. Es el caso de las tantas

especies que hoy mencionan los zoólogos y conservacionistas.

Cuando nacimientos y muertes se equiparan, la especie se estabiliza y se conserva

dentro de una dinámica equilibrada en lo que ecológicamente se conoce como la ley de

la homeostasis.

Estas son las tres posibilidades que le ofrece la naturaleza a las poblaciones y a los

individuos vivientes que las componen. A eso la sociobiología denomina dinámica de

poblaciones y, como el cazador es una de las piezas involucradas en esa cadena, no

puede menos que conocer estos principios fundamentales para no cometer abusos

depredadores o errores de interpretación.

 

Nace así una ley simple y no escrita pero de fundamental importancia para el mundo

de la caza. Esa ley proclama: SE CAZA LO QUE ABUNDA Y SE CONSERVA LO QUE ESCASEA.

Al hombre urbano se le pueden permitir algunos de esos errores de interpretación

sobre este axioma, pero esas equivocaciones resultan inadmisibles en el cazador

moderno porque se supone que, teniendo éste la franquicia de cazar, debe saber qué,

cómo y cuánto cazar, y respetar no solo las leyes de fauna dictadas por la sociedad sino

también esas otras leyes naturales mencionadas (y no explicitadas pero evidentes), que

lo obligan a actuar responsable y adecuadamente en el entorno ecológico donde debe

desarrollar su actividad preferida. En esa ley no escrita están fijadas a fuego las claves

del moderno conservacionismo.

Sin embargo, el principio tiene sus bemoles. Una especie puede pasar sucesivamente

de abundar a escasear o viceversa. Frente a esto, lo que debe importarle a nuestro

cazador es, en el aquí y ahora, la condición actual por la que está pasando la especie o la

población local en el campo cinegético donde él debe actuar; es decir, lo que otrora

abundaba y hoy puede escasear, o se limita su caza o bien se prohíbe, obligándonos así a

la abstención.

Es indispensable también que los que legislan sobre fauna tengan claro este

diagnóstico y que no perpetúen leyes burocráticas estáticas a contrapelo de esa dinámica

poblacional, siempre cambiante y variable, que exige constantemente el monitoreo

sobre el terreno.

Afortunadamente, hemos visto que especies de caza antes escasas, gracias a un

correcto manejo, se han vuelto abundantes a punto tal que en algunos casos hasta es

posible abrir ciertos cupos de caza sobre ellas, algo que antes era impensable. Esa es la

parte positiva del conservacionismo.

Por esa razón es indispensable que el moderno cazador sepa abstenerse de cazar

ilegalmente “el fruto prohibido” que escasea, pues queda la posibilidad de que, al

vencer la tentación, algún día podrá tener acceso a ella sin necesidad de recurrir a

procedimientos ilegales. Todo dependerá del entusiasmo, la buena voluntad y el empeño

con que colabore la comunidad cazadora en el logro de ese objetivo.

Hay una segunda ley: la Ley del Vitalismo, que dice que toda especie tiende a

expandirse hasta donde se lo permite el medio. Alcanzado ese límite, se estabiliza y si el

medio cambia, puede disminuir o incluso desaparecer, según sea la intensidad de la

crisis.

Es bueno recordar, además, que las especies no son más que un conjunto de

individuos. Algo así como un individuo supernumerario al que le caben los mismos

principios que al único ejemplar. Las especies también pueden envejecer en el tiempo,

perder vitalidad y desaparecer igual que cualquier otro individuo. La única diferencia en

este concepto es que lo hacen en cientos o miles de años, o sea, a mucho más largo

plazo. Según lo que dicen Ares y Apesteguía, el promedio de supervivencia de una

especie se calcula en cuatro millones de años, de modo que al igual que los individuos,

en un futuro lejano queda la posibilidad de que recorrerán ese mismo camino pero

hablamos de promedios. Eso también hay que saberlo por cuanto hay especies más

viejas que otras. A modo de ejemplo: en este preciso momento los virus y las bacterias,

cabal expresión de las más primitivas formas de vida, están hoy tan vigentes como cuando apareció la vida en la Tierra, de modo que debemos prever y diagnosticar en lo

posible, el tiempo que puede perdurar cada especie.

La biología es pródiga en toda esta clase de testimonios y los apóstoles

conservacionistas emocionales que le echan la culpa al cazador de todo lo que

desaparece deberían reflexionar sobre este tema.

 La ley universal de la predación

 

Los individuos y las especies pueden desaparecer por cataclismos, accidentes

ambientales, vejez o enfermedades, pero entre los animales hay una cuarta causa: la

predación.

A excepción del hombre, los componentes de una misma especie animal muy

raramente se predan entre sí. Son otras las especies que comúnmente se especializan en

predarlas. A los animales que se transforman en víctimas generalmente los llamamos

predados y a los que se sirven de ellas los conocemos como predadores: pero los

predados no se quedan de brazos cruzados esperando patéticamente su final. Eso solo,

dice Ortega, “se da en el caso de especies precisamente envejecidas que han perdido su

capacidad de adaptación y no son capaces de modificar sus conductas a los nuevos

desafíos”.

Las especies de predados, sanas y vigorosas, elaboran sus propias estrategias de

supervivencia: se establece así, desde la noche de los tiempos, una lucha infinita entre

predados y predadores donde nadie se saca ventaja.

Nadie se escapa de este destino: incluso los más agresivos predadores (especialmente

sus crías) son predados por otros predadores, con lo cual la predación toma LA

DIMENSIÓN DE OTRA DE LAS TANTAS LEYES UNIVERSALES antes comentadas. Casi se

podría decir que AHÍ DONDE HAY VIDA YA HAY TAMBIÉN PREDACIÓN Y MUERTE.

Desde el principio de la vida, incluyendo las especies más primitivas de que se tenga

conocimiento, siempre hubo un predador /cazador al acecho para servirse de ella.

Se preda en el aire, en los mares y en la tierra. No hay un solo lugar en este planeta

donde no haya un predador agazapado esperando su oportunidad. Y hago especial

hincapié en el término predador /cazador porque a lo largo de todos los tiempos y en

todos los ecosistemas los predadores, para satisfacer sus necesidades vitales, se valieron

de tres estrategias: la búsqueda, el acoso o el acecho. Formas exactamente iguales a las

estrategias que hoy utiliza el cazador moderno. Ello quiere decir que la ley universal nos

lleva inexorablemente al mismo punto: la caza es la que es siempre lo mismo; ahí no

hay nada por descubrir. Es ésta, por lo tanto, una de las tantas formas de visualizar a lo

que Ortega se refiere como la “mismidad” de la caza.

 

La muerte, la caza, la predación y la depredación

 

LA MUERTE, COMO FENÓMENO VITAL, REGULA LAS POBLACIONES DANDO

OPORTUNIDAD A QUE NUEVOS INDIVIDU OS CADA VEZ MÁS PERFECCIONADOS OCUPEN EL

LUGAR PARA SALVAGUARDAR SU ESPECIE: A ESO SE LE LLAMA LA LEY DE LA

REGENERACIÓN.

 

De las causas de muerte, el accidente, la vejez y los cambios climáticos no forman

parte de nuestro estudio, pero la enfermedad y la predación sí, porque ésta última actúa

como “purificador” biológico.

La enfermedad o las fallas genéticas, fatalmente segregan a los organismos fallidos y

es precisamente el predador quien percibe esas falencias a veces en forma tan sutil que

en ocasiones el ojo humano no alcanza a percibirlo.

Una sola deficiencia, una sola falla en los reflejos, una vacilación en la huida o un

solo error en la conducta antipredatoria, es suficiente para que el predador cobre su

víctima.

La ley natural se vale de todos estos elementos, en primer lugar, para reducir las

poblaciones descontroladas ya que allí donde se concentra gran cantidad de herbívoros,

aparece también un número creciente de predadores; y en segundo lugar, para mejorar la

calidad de las especies predadas, ya que el predador en la mayoría de los casos ataca

animales lastimados, enfermos, viejos o juveniles sin experiencia (recuerden el párrafo

donde se comentaron los errores de aprendizaje y la falta de experiencia). A pesar de

este accionar, los predadores nunca pueden exterminar una especie de predados sana,

vigorosa, y de óptima fecundidad. A lo sumo, la ralean porque cuando la predación se

vuelve intensa los predados emigran buscando lugares más seguros.

Provistos de estos argumentos, sigamos ahora la temática del papel que jugó el

hombre en esa naturaleza prístina.

 

Las cadenas tróficas

 

La ecología divide las criaturas del reino animal en consumidores primarios y

consumidores secundarios. Como resulta evidente, simplifico este tema hasta reducirlo

a una clasificación elemental y grosera a la que solo recurro para que se tenga un

panorama de lo que pretendo demostrar más adelante.

Los consumidores primarios se valen de lo que produce el reino vegetal en sus más

diversas formas. Su importancia es fundamental porque SON EL PUENTE VITAL ENTRE

DOS REINOS. GRACIAS A ELLOS, LO QUE PRODUCE EL REINO VEGETAL A TRAVÉS DEL

PASTOREO Y EL RAMONEO, SE TRANSFORMA EN PRODUCTO ANIMAL DEL CUAL SE VALEN

LOS PREDADORES PARA SU PROPIA SUPERVIVENCIA.

PERO NOSOTROS COMO OMNÍVOROS GOZAMOS DE AMBOS PRIVILEGIOS.

Con este principio se cierra el primer eslabón de la cadena ecológica. Ese producto

animal elaborado por los herbívoros predados, a expensas de las materias vegetales es, a

su vez, aprovechado y transformado en más producto animal por los consumidores

secundarios, esos a los que denominamos carnívoros. De tal modo que el carnívoro

come la carne que los herbívoros elaboraron comiendo vegetales y así si se cierra un

fundamental circuito trófico.

Pero dentro de este esquema, aparece una tercera categoría de criaturas que se valen

alternativamente de ambas fuentes: lo que aporta el vegetal y lo que aporta el animal,

estando facultadas así a sacar lo mejor de cada recurso para poder así aprovechar

integralmente todo lo que ofrece la naturaleza para reforzar su supervivencia.

A esas especies las llamamos omnívoras y dentro de ese tercer modelo, aparece

como figura descollante nuestra propia especie que es, a su vez, cazadora por ser

predadora, y recolectora, por ser vegetariana.

De esto se desprende que el hombre no es un carnívoro altamente especializado sino

un carnívoro circunstancial y oportunista, algo que la historia evolutiva de la humanidad

ha reconocido desde el primer momento.

A lo largo de su historia, ese hombre carnívoro casi invariablemente se dedicó predar

herbívoros; esa fue su fijación, o como se dice hoy día, esas fueron sus especies target.

Desde el pequeño roedor hasta el gigantesco mamut, todos los herbívoros pasaron

por su aparato digestivo y esta pauta es casi tan invariable que el lenguaje popular

terminó reconociéndolos como “animales de caza”.

Pero fuera de estos “animales de caza”, el primitivo homo sapiens incursionó

también sobre los predadores cuando estos amenazaban sus ganados o su propia

existencia. En otras palabras, cuando estos hacían peligrar sus intereses más íntimos. De

modo que como predador puede también predar sobre sus más feroces enemigos, los

grandes predadores carnívoros. De esa forma, homo sapiens ya no es un predador

cualquiera: al cazar tanto herbívoros como carnívoros, SE VUELVE UN SUPER PREDADOR

y eso lo ubica en lo más alto de la pirámide biológica, hecho que ha perdurado

inalterado hasta nuestros días.

Es concluyente entonces razonar que EL HOMBRE FUE PREDADOR/CAZADOR

OPORTUNISTA POR UN MANDATO DE LA LEY NATURAL. Pero al llegar a esta conclusión

aparece una curiosa novedad.

Son pocos los que se refieren al hombre como un predador, quizás porque al hacerlo,

nos incomoda vernos incluidos en lo más feroz y tenebroso de lo que nosotros creemos

erróneamente que tiene el reino animal. Será por eso, quizás, que para disimular este

incordio y para darle más elegancia a esa palabra molesta, la sociedad inventó la palabra

caza y desde ese entonces, A LA PREDACIÓN HUMANA LA LLAMAMOS CAZA Y AL QUE SE

OCUPA DE PREDAR LE LLAMAMOS CAZADOR.

Aclarada la idea de que CAZAR ES UN ACTO PREDATORIO NATURAL, no le corresponde

al hombre, sin embargo, la franquicia de depredar irresponsable y arbitrariamente.

Cualesquiera que sean los argumentos que invoque, ya sean estos intereses de índole

económica o de pura presión psicológica encubierta bajo la forma de pasiones

descontroladas y desprovistas de toda razón, EL HOMBRE PUEDE SER PREDADOR, NO

PUEDE SER UN DEPREDADOR.

CAZAR NO ES DEPREDAR. La diferencia entre predar y depredar es determinante

porque ÉSTA ÚLTIMA FORMA DE CAZAR YA NO PASA POR EL MANDATO DE LA SOBERANA

LEY NATURAL.

Los animales predadores no depredan masivamente y sistemáticamente; el único que

lo hace de esa forma es el hombre, y ya resueltos a usar definitivamente el término

cazar, DEBEMOS ACLARAR ENTONCES, QUE TANTO A LOS ANIMALES COMO A LOS

HOMBRES LES ES LÍCITO CAZAR PERO NO DEPREDAR SOBRECAZANDO. Las culturas

paleolíticas ya conocían este principio y solo se valían de la caza para asegurar la

supervivencia. Sabían, además, que se podían utilizar ciertos individuos de la especie

elegida, pero que ésta debía conservarse sana y numerosa para asegurar la continuidad

de su supervivencia. Valiéndose de tabúes y amenazas supersticiosas, reglamentaban a

su manera LA LEY DEL ABUSO. De ahí que muchas de estas culturas establecieran un

vínculo indisoluble con el animal proveedor considerándoselo animal sagrado.

EN EL CASO DEL HOMBRE MODERNO, HOY CONSIDERADO LA CRIATURA SUPREMA DE LA

NATURALEZA, LO QUE MARCA LA DIFERENCIA Y FIJA EL LÍMITE QUE SEPARA LA

PREDACIÓN DE LA DEPREDACIÓN SON LAS LEYES CINEGÉTICAS, LOS VALORES ÉTICOS.

Esos son los códigos que deben primar en su conciencia más íntima para evitar el

desborde, porque no debemos olvidar que ESE HOMBRE ES UN ANIMAL ÉTICO y de eso,

nos hablará Ortega y Gasset en el Prólogo.

 

La tecnología y la filosofía en el mundo de la caza

 

En este paréntesis he esbozado algunos de los argumentos por los cuales la caza nos

mueve a su práctica. Como bien notará el lector, el enfoque que elegí y el escenario

propuesto se centran más en argumentos biológicos de sesgo cientificista que en la

filosofía y en la ética que nos propone Ortega.

Indudablemente, lo que sucede es que la sociedad moderna prefiere moverse dentro

de los escuetos planos científicos. Hoy predominan una ideología y un vocabulario

tecnológico-cientificista y, por lo tanto, el hombre razona y se siente más cómodo

manejando esos términos. Lo ético y lo filosófico lamentablemente no atrapan tanto

como en la época que Ortega escribió su Prólogo y por este motivo creí necesario

actualizar el mensaje.

Como la caza no es un ejercicio teórico, el cazador exige cada vez más resultados

concretos y los modernos conocimientos científicos ayudan a esos logros, pero si

vaciamos a la caza de su razón de ser, SI PRESCINDIMOS DEL CONTEXTO ÉPICO E ILUSORIO

QUE CONTIENE, SI NOS OLVIDAMOS DE SUS VALORES ÉTICOS, ENTONCES LA CAZA

TECNOLÓGICA SE TRANSFORMA AUTOMÁTICAMENTE EN UN ACTO MECÁNICO DE MATAR O

DE ACUMULAR TROFEOS SIN SENTIDO. POR ESA RAZÓN, LA CAZA AUTÉNTICA NUNCA

PODRÁ PRESCINDIR DE SUS ESENCIAS ÉTICAS Y FILOSÓFICAS, y ese es uno de los más

importantes aportes que le debemos a Ortega y Gasset en este Prólogo al libro de

Yebes.

 

El fenómeno social de la caza

 

“Cazar no es matar”, pero para que eso sea válido hay que cumplir con reglas de

juego que convaliden el acto. Ahí es donde aparece el contenido ético sin el cual el acto

cinegético moderno pierde sus esencias. Es en ese sentido adonde nos dirigimos ahora

para que Ortega nos hable de la felicidad del cazar. Sus comentarios al respecto son

significativos:

 

“...sumergido penosamente en sus trabajos u ocupaciones forzosas, el hombre

proyecta con su fantasía, a ultranza de ellos, otra figura de vida, consiste en

ocupaciones muy distintas, en cuya ejecución no le parecería perder su tiempo, sino, al

revés, ganarlo, llenándolo satisfactoria y debidamente”.[...] “Mientras las ocupaciones

forzosas se presentan con el cariz de imposiciones forasteras, a estas otras nos

sentimos llamados por una vocecita íntima que las reclama desde secretos y profundos

pliegues yacentes en nuestro recóndito ser. Este extrañísimo fenómeno de que nos

llamamos a nosotros mismos para hacer determinadas cosas es la ‘vocación’.

Hay una vocación general y común a todos los hombres. Todo hombre, en efecto, se

siente llamado a ser feliz; pero en cada individuo esa difusa apelación se concreta en

un perfil más o menos singular con que la felicidad se le presenta. Felicidad es la vida

dedicada a ocupaciones para las cuales cada hombre tiene singular vocación”.

 

Metido

en ellas, no echa de menos nada; íntegro le llena el presente, libre de afán y nostalgia.

Ejercitamos las actividades trabajosas, no por estimación alguna de ellas, sino por el

resultado que tras sí dejan, en tanto que nos entregamos a ocupaciones vocacionales

por complacencia en ellas mismas, sin importarnos su ulterior rendimiento” [...].

[...] “He ahí a los humanos colocados frente a dos repertorios opuestos de

ocupaciones: las trabajosas y las felicitarias. Es conmovedor y de gran melancolía ver

cómo en cada individuo combaten ambos. Los trabajos nos quitan el tiempo para ser

felices, y las delicias mordisquean cuanto pueden el tiempo reclamado por el trabajo”.

Y sigue reflexionando Ortega que es importante saber qué clase de imagen los

hombres se han forjado de la felicidad y qué hace el hombre cuando es libre. “Pues ese

hombre máximamente liberado, ese hombre aristocrático ha hecho siempre lo mismo:

correr con caballos o emularse en ejercicios corporales, concurrir a fiestas, cuyo

centro suele ser la danza, y conversar. Mas antes que todo esto, por encima de todo ello

y con constancia aun mayor...cazar”. [...] “Eso es lo que preferentemente han hecho

reyes y nobles: cazar. Pero acontece que lo mismo han hecho o deseado hacer las

demás clases sociales, hasta el punto de que casi, casi podían comprimirse las

ocupaciones felices del hombre normal en las cuatro categorías: caza, danza, carrera y

tertulia. Secciónese por donde plazca el dilatado y continuo flujo de la Historia, y se

verá que también el burgués y el miserable han solido hacer de la caza su más feliz

ocupación”. [...]

“Sin embargo, la prueba más enérgica de la extensión que ha tenido en toda la

Historia el afán de cazar, está en el hecho contrario, a saber: que con máxima

frecuencia y a lo largo de los siglos no se ha dejado cazar a todo el mundo, y se ha

hecho de esta ocupación un privilegio, uno de los privilegios más característicos de los

poderosos”.

¡Vaya tema el que nos propone el autor! Sin dobleces, Ortega nos mete de lleno en el

problema más delicado que tuvo que afrontar la caza a través de su historia.

Es esta una cuestión que todos tratan de eludir por las consecuencias sociales que

lleva implícitas y porque además, por más soluciones que se le busquen, siempre va a

seguir siendo un asunto controvertido y polémico, porque la caza no es un pasatiempo

sino, como insinúa Ortega, “un anhelo, todo lo extraño que se quiera, pero profundo y

permanente en la condición humana”. Por lo tanto, no puede satisfacer por igual a

todos los que pretenden incursionar en la cinegética.

 

Desde que el hombre es tal, el conflicto siempre estuvo a flor de piel. Si las

primitivas culturas cazadoras delimitaban territorios es por la sencilla razón de que

dentro de ese espacio hipotético las tribus vecinas no podían cazar, pescar o recolectar.

Esos recursos eran tan valiosos, que significaban la supervivencia de la tribu y si había

que recurrir a la violencia para salvaguardar ese valioso terruño, no había empacho en

declararle la guerra al vecino.

Los recursos escasos, cualquiera sea su naturaleza, siempre fueron tema de fricción,

y como vemos, estos comienzan ya con la caza paleolítica.

La protohistoria de nuestro país -Argentina- está repleta de esa clase de conflictos:

onas, tehuelches o guaycurúes no vacilaron en guerrear entre sí por conservar indemnes

sus territorios de caza.

Pero esta historia también nos dice que algunas tribus acosadas por el hambre

solicitaban autorización a los caciques vecinos para poder cazar dentro de sus territorios

y así poder paliar su situación. La territorialidad se extendía a tal punto, que cuando una

tribu tenía que migrar, era costumbre avisar de su paso a los jefes vecinos para solicitar

la servidumbre de paso, cultura que aún se respeta en algunas de las remotas regiones de

difícil acceso que tiene nuestro país.

Como vemos, la territorialidad y la caza desde siempre fueron temas delicados. ¿Es

la territorialidad un invento del hombre? De ninguna manera. Cualquier especie

predadora -félidos y cánidos por poner solo dos de los ejemplos más conocidos-,

también disputan agresivamente sus territorios de caza, de modo que la territorialidad

cinegética, como sugiere Ortega, nos viene también de la zoología y no de la

antropología.

En resumen, la caza, cualquiera sea la especie en cuestión, se relaciona íntimamente

con los recursos escasos que posee cada territorio. Si el animal disputa estos territorios

sin ninguna clase de concesiones, el hombre, en cambio, demostró que este concepto

evoluciona y se flexibiliza ya que como vimos, está facultado en determinadas

condiciones, a conceder franquicias -los conocidos permisos- por los que tanto lucha

cualquier cazador.

Para conseguir el mencionado permiso, el cazador debe solicitar al propietario o al

Estado moderno, la debida autorización para practicar su deporte en un determinado

espacio y tiempo y de ese modo surge una nueva conclusión que complica aún más las

cosas. Los territorios tienen dueños, llámense estos tribales, privados o públicos, y solo

sus dueños están facultados a otorgar los deseados permisos. Aquí comienza la potestad

de los poderosos a los que Ortega hace referencia

Históricamente, los conflictos surgieron entre el cazador y el dueño de campo ¿pero

es acaso el Estado generoso e irresponsable dispensador de permisos?

Las veces que por razones políticas así lo hizo, la fauna entró rápidamente en peligro

de extinción de modo que frente a esta situación, solo le quedan dos caminos: volverse

tan restrictivo como el dueño de un coto privado o dejar que la depredación continúe

hasta que la caza desaparezca ante el gran disgusto de todos aquellos que en su

momento, exigieron disfrutar del recurso sin ninguna clase de limitaciones.

Al plantearse así el problema ingresamos indefectiblemente en una cadena de

sucesos que culmina con el goce de los privilegios. Sigamos pues los sucesos.

 

Obtenido el territorio, ¿a quién le otorgamos permiso? A unos pocos. No porque no

deseamos dar a más, sino porque no podemos hacerlo porque es la cantidad de piezas

cazables la que marca el límite.

Se dice que la caza es elitista, pero esa no es la realidad: la caza es popular pues,

como bien dice Ortega, desde el rey hasta el más humilde vasallo, todos desean e

intentan cazar.

La figura del furtivo testifica precisamente que la caza no apetece solo a una minoría

aristocrática o a una clase social determinada, sino que es el deseo propio de todos los

niveles de una sociedad pero si se depreda la fauna, ésta deja de ser un producto

renovable. A esto alude certeramente Ortega cuando en el contexto histórico escribe:

“Una de las causas de la Revolución Francesa fue la irritación de los campesinos

porque no se les dejaba cazar, y por eso uno de los primeros privilegios que los nobles

se vieron obligados a abandonar fue éste. En toda revolución lo primero que ha hecho

siempre el ʻpuebloʼ fue saltar las vallas de los cotos o demolerlas, y en nombre de la

justicia social, perseguir la liebre y la perdiz. Y esto después de que los periódicos

revolucionarios, durante años y años, habían denostado en sus editoriales a los

aristócratas por ser tan frívolos que...se ocupaban en cazar”.

[...] “No es, pues, un azar ni mera insolencia subversiva la inveterada furia de los

populares contra el privilegio de la caza. Está sobremanera justificada: en ella revelan

que son hombres como los de más arriba, y que es normal en el ser humano la

vocación, la ilusión felicitaria de la caza. Lo que es un error es creer que ese privilegio

tiene un origen arbitrario, que es pura injusticia y abuso de poder”.

Entonces, si la caza no es elitista ¿por qué entonces no todos pueden practicarla? La

respuesta es también sencilla: Siendo la caza un recurso escaso, se vuelve

inexorablemente restrictiva para que se la pueda seguir practicando y ahí está el

verdadero meollo del problema. Por más que se pretendan suprimir los privilegios, no

podremos superar el escollo del recurso escaso, ese que nos recuerda permanente e

impiadosamente, que la caza irrestricta es imposible en el tiempo abriendo así el camino

a los inevitables privilegios. Si es restrictivo el derecho de cazar, ese beneficio se

volverá inexorablemente competitivo.

En todos los órdenes de la vida, y la caza no es en esto una excepción: cuando la

demanda supera a la oferta surge la competencia y para superar esa competencia, es por

demás sabido, que el que compite va a buscar de mil modos el favor de los poderosos

para obtener el deseado privilegio. Como dice Ortega, “no es improbable que ya en la

época neolítica cobrase ciertos rasgos de privilegio. El hombre neolítico, que cultiva ya

el suelo, que ha domesticado y cría animales, no necesita, como su antecesor

paleolítico, nutrirse principalmente del trabajo venatorio. Descargada de su

forzosidad, la caza se eleva a deporte. El hombre neolítico es ya rico, y esto significa

que vive en auténticas sociedades; por tanto, en sociedades articuladas en clases, con

su inevitable ʻarribaʼ y su inevitable ʻabajoʼ. Difícil es que no fuese, en una u otra

dosis, acotada la caza”.

Con esta frase Ortega ya define magistralmente los necesarios privilegios y hace la

transición entre la caza de subsistencia y la caza deportiva que, por otra parte, ya insinúa

claramente cuando nos habla de la felicidad que otorga el cazar, puesto que, NINGÚN

HOMBRE PALEOLÍTICO CAZABA SIMPLEMENTE PARA SER FELIZ. Veamos ahora lo que nos

propone Ortega acerca del placer de la caza: introduce una frase que define por sí

misma todas las esencias de la caza deportiva: “Cazar es así un menester duro, que

exige mucho del hombre: hay que mantenerse entrenado, arrostrar cansancios

extremos, aceptar el peligro. Implica toda una moral y del más egregio gálibo. Porque

el cazador que acepta la moral deportiva cumple sus mandamientos en la mayor

soledad, sin otros testigos ni público que los picachos serranos, la nube vaga, la encina

ceñuda, la sabina temblorosa y el animal transeúnte. Se empareja así la caza con la

regla monástica y la ordenanza militar. Por eso al presentarla yo como lo que es, como

una forma de felicidad, he evitado llamarla placer. Sin duda que en toda felicidad hay

placer; pero el placer es lo menos en la felicidad. El placer es un acontecimiento

pasivo, y conviene volver a Aristóteles, para quien era evidente consistir siempre la

felicidad en una actuación, en una energía, y un esfuerzo. Que este esfuerzo, conforme

se va haciendo segregue placer no es sino un añadido y, si se quiere, uno de los

ingredientes que componen la situación”. [...] “Las ocupaciones felices, conste, no son

meramente placeres; son esfuerzos, y esfuerzo son los verdaderos deportes. No cabe

pues, distinguir el trabajo del deporte por un más o menos de fatigas. La diferencia está

en que el deporte es un esfuerzo hecho libérrimamente, por pura complacencia en él,

mientras el trabajo es un esfuerzo hecho a la fuerza en vista de su rendimiento”.

Creo que en este párrafo está todo dicho, difícilmente se pueda agregar algo más. NO

CONFUNDIR FELICIDAD CON PLACER ES UNO DE LOS CONSEJOS MÁS SABIOS QUE LE DEJA

ORTEGA AL CAZADOR.

Los cazadores de ley saben muy bien que en la soledad del monte, el único juez que

vigila como un estricto censor todos sus actos, es la propia conciencia. LA CAZA ES UN

DEPORTE SORPRENDENTE Y ÚNICO PORQUE NO TIENE REGLAS ESCRITAS Y, POR LO TANTO,

NO ESTÁ CONTROLADA POR NINGÚN ÁRBITRO CUYA ÚNICA FUNCIÓN ES HACERLAS

CUMPLIR. EL CAZADOR DEPORTIVO CUMPLE SOLO CON LAS REGLAS QUE LE MARCA SU

PROPIA CONCIENCIA Y ESE ES SU GRAN DESAFÍO PORQUE SOMETIDO A ESA PRESIÓN DEBE

EXCLUSIVAMENTE JUZGARSE A SÍ MISMO. Saborea de ese modo su cacería por el esfuerzo

que le significó conquistar su trofeo, y admite con igual templanza los éxitos y los

fracasos, en el pleno conocimiento de que la suerte, cual sombra invisible y burlona,

camina a su lado concediendo alternativamente el éxito o el fracaso.

El hombre fogueado en la caza, básicamente añora sus esfuerzos y desvelos, el trofeo

conquistado, pero también aquel soñado que se escapó. Lo que realmente perdura en su

memoria es el recuerdo de HABER ESTADO CAZANDO. Se regodea en los éxitos y se

fortalece en los fracasos porque ambos por igual tienen el sello de una experiencia

profunda y no de una teoría lejana.

 

Caza y trofeo-cultura

 

A pesar de la claridad con que nuestro filósofo diferencia el placer de la felicidad, en

la caza moderna placer y felicidad parecen separarse en un punto: EL PLACER ESTÁ EN

EL TROFEO Y LA FELICIDAD EN EL HECHO DE CAZAR.

Algunos cazadores modernos quedan tan embriagados con la simbología del trofeo

que, obnubilados por éste, olvidan todas las otras circunstancias que acompañaron su

obtención. En otras palabras, desprecian la experiencia vivida y por lo tanto, solo

buscan el placer del trofeo, olvidándose del placer que otorga el cazar. En eso consiste

el trofeo-culturismo que prende fuerte en algunos sectores de la caza.

 

La caza moderna nos muestra hoy super trofeos diseñados ex profeso para satisfacer

esta clase de vanidades excéntricas.

Evidentemente, el factor económico tiene mucho que ver en este panorama. Esta

obsesión por el trofeo récord conduce a esa suerte de vanidad propia de las sensaciones

placenteras: el egocentrismo de haber superado a otros adeptos ahí donde más les duele:

en la obtención del trofeo superior.

Como consecuencia de esta puja ficticia se establece una competencia

trofeoculturista que deforma la esencia del deporte y ensucia o borra el placer del cazar.

Dentro del jaulón no hay esfuerzo ya que no hay ninguna posibilidad de fracasar. Al

no otorgarle al animal el libre juego de la evasión y la huida, SE ROMPEN TODAS LAS

REGLAS DE ESTAR CAZANDO ya que el encierro suprime todo lo bueno que prestigia a la

caza deportiva puesto que estos súper animales se producen en criaderos para

maximizar ganancias.

Esto que escribo no se debe tomar como una regla absoluta. Hay muchos cazadores

trofeoculturistas que obtienen su récord con el esfuerzo y la dedicación propias del

mejor de los cazares porque los buscan en su entorno natural.

Sin embargo, la competencia y el afán trofeoculturista abren las puertas a ciertas

malas artes. Como en tantas otras cosas de la vida, la tentación está ahí emboscada,

esperando su oportunidad y algunos pisan la trampa y llegan en casos extremos a la

transgresión o a la falsificación. Para esta clase de cazadores lo importante es el récord,

no importa cómo se obtuvo. En algunos pocos casos la obsesión llega a tal punto que

uno no sabe si son realmente cazadores deportivos o meros coleccionistas de cueros y

astas.

Considero que EL TROFEO NO TIENE NADA DE ILEGÍTIMO, FORMA LA MOTIVACIÓN MÁS

GRANDE DE LA CAZA MODERNA. Lo importante es saber qué se entiende por tal y hasta

qué punto estamos dispuestos a trasgredir y pagar para obtenerlo.

Siendo el trofeo el motor que mueve toda la caza moderna, todos salimos a cazar

esperanzados en obtener el mejor ejemplar posible ¿Qué puede tener eso de malo? Pero

el buen cazador sabe que para lograrlo hay tanto de arte como de suerte y basado en esta

filosofía espera su oportunidad sin perder la cabeza, la esperanza, y su línea de

conducta. Equilibra así, la ética con el éxito. Creo que este es el mejor antídoto contra la

idea obsesiva del récord.

 

CAPÍTULO II - LA MISMIDAD DE LA CAZA

 

Retomando las palabras de Ortega luego de saltear su relato acerca de la amistad

cinegética que unió a Polibio con Escipión Emiliano, volvamos a la carga sobre las

razones del cazar: Ortega lo hace eliminando pormenores, para apuntarle, como es su

costumbre, a las esencias mismas del tema ya que, como él mismo afirma, lo demás

sería “irse por las ramas”. Para lograrlo, Ortega inventa una palabra contundente que

define en sí misma todo el contenido de este libro, por eso lo elegí como título de tapa.

Enfrentado a este desafío trataré de interpretar lo que esta sola palabra “mismidad”

significa en el mundo de la caza.

Solo un filósofo de la talla de Ortega y Gasset puede sintetizar en una sola palabra

todo un universo. Mismidad significa “esencia”, la razón misma de ser de las cosas; es

el sitio donde todo comienza, el núcleo raigal desde donde todo lo demás surgirá

después. Por lo tanto, desde su punto de partida, iremos desglosando muchas imágenes

de lo que significa esta palabra para que la mismidad cobre fuerza y razón de ser.

Ortega definía el concepto preguntándose: “¿En qué consiste la acción venatoria

que, por lo visto, ha tenido siempre el don de entusiasmar a los hombres? Nos interesa

ahora, por lo tanto, no esto o lo otro que tiene que ver con la caza que a ella se refiere

y que a ella se aplica, sino LO QUE ES LA MISMÍSIMA CAZA O, COMO DEBERÍAMOS DECIR, LA

MISMIDAD DE LA CAZA”.

Como insinúa Ortega, es un error definir la caza como una persecución razonada; los

homínidos no inventaron la caza sino que la recibieron de su antepasado prehumano...

“Ahora bien: es característico de la caza no haber apenas variado en su estructura

general desde los tiempos más antiguos. La maravillosa escena de una batida de

ciervos, que hay en la Cueva de los Caballos, y que pertenece a la era paleolítica, no

discrepa en nada importante de una imagen fotográfica hecha hoy en una montería allá

por Valdelagrana o Mezquetillas. La única diferencia está en el arma, que allí eran

arco y flechas, mientras aquí son rifles. [...] Porque si no nos atropellamos al iniciar

esta meditación, caeremos en la cuenta de que no es matar el propósito exclusivo de la

cacería. Hay cazas que consisten en ʻcazar vivoʼ al animal, y los hombres primeros que

domesticaron animales procuraron apoderarse de ellos sin matarlos”. [...] “...los

progresos del arma son ajenos a la entraña de la caza, que la razón no es ingrediente

primario en ella, puesto que la caza no puede, en lo sustancial, progresar. Tanto es

así, que apenas el arma se fue perfeccionando desapareció toda urgencia de acabar,

fuera como fuera, con el animal; es decir, que se hizo deportiva. Y desde entonces, en

la medida misma en que el arma iba siendo cada vez más eficaz, se fue el hombre

imponiendo limitaciones frente al animal para dejar a éste su juego, para no

desnivelar excesivamente la pieza y el cazador, como si ultrapasar cierto límite en esa

relación aniquilase el carácter esencial de la caza, transformándola en pura matanza

y destrucción. De aquí que el enfronte entre el hombre y el animal tenga una frontera

precisa, en el que la caza deja de ser caza; justamente allí donde el hombre da suelta a

su inmensa superioridad técnica, esto es, racional, sobre la animácula. [...] “Descastar

o destruir por un procedimiento incontrastable y automático a los animales, no es

cazar. Luego cazar es otra y más delicada cosa. [...] Ya veremos cómo en la caza que

hoy practica el hombre –y más o menos siempre fue así- la intervención más importante

de la razón consiste precisamente en frenarse a sí misma, en limitar su propia

intervención. [...] la caza no es faena exclusivamente humana, sino que se extiende por

casi toda la escala zoológica. Solo una definición de la caza que se oriente en toda la

extensión propia al inmenso hecho y que valga lo mismo para el afán predatorio de la

fiera y el casi místico ajetreo del Conde de Yebes, tomará esta sorprendente realidad

por la auténtica raíz. Otra cosa será quedarse por las ramas o, como solemos decir en

Castilla, tomar el rábano por las hojas”.

Tal como esbocé en párrafos anteriores cuando me refería a la predación como

componente de la Ley Natural, Ortega descubre este principio fundamental cuando

escribe: “El gato caza ratones. El león caza antílopes. El sphex y otras avispas cazan

orugas y gorgojos. La araña caza moscas. El tiburón, peces menores. El ave de rapiña

caza conejos y palomas. La caza se extiende, pues, por casi todo el reino animal.

Apenas hay clase o phyla donde no aparezcan grupos de animales cazadores. No es,

por lo tanto, ni siquiera peculiar a los mamíferos”.

Dentro de este contexto que describe Ortega, en el caso particular de los mamíferos

superiores, que son las presas de las cuales se vale la caza mayor moderna, y que suscita

nuestra atención, la predación ha dividido las especies en dos grandes ramas: los

predadores y sus presas. Nos referimos a los carnívoros y los herbívoros.

Una vez más, revisemos la teoría de Ortega sobre este tema:

“Es la caza una faena entre dos animales, de los cuales uno es agente y otro

paciente, uno cazador y otro cazado. Si el cazado fuese también y en la misma ocasión

cazador, no habría caza. Tendríamos un combate, una lucha en que ambos interesados

se comportarían con la misma intención y análoga conducta. La lucha es una acción

recíproca.” [...] “Si el animal que es pieza luchase normalmente y desde luego con el

hombre, de modo que la relación entre ambos consistiese en ese pugilato, tendríamos

un fenómeno completamente distinto del cazar. Por eso torear no es cazar. Ni el

hombre caza al toro, ni éste, al acometer, lo hace con intención venatoria. La

tauromaquia es, en efecto, algo así como una lucha tan sui generis que, en rigor,

tampoco es eso. La lucha es una agresión mutua. Mas en la caza se trata siempre de

que un animal se afana en cazar, mientras el otro se afana en no ser cazado. La caza no

es recíproca. Y no lo es porque consiste en una relación entre animales que excluye la

igualdad de nivel vital entre ambos, y mucho más, claro es, excluye que pueda

ejercitarla un animal inferior respecto a otro superior. [...] La desigualdad esencial

entre pieza y cazador no empece que el animal perseguido pueda superar al persecutor

en tales o cuales dotes: que sea más veloz o más forzudo o de pupila más perspicaz.

Siempre ocurrirá que en el balance general de dotes vitales aventajará al cazado el

cazador. Irremediablemente es la caza una actuación de arriba abajo. De este modo,

sin buscarlo, se nos manifiesta en el hecho universal de la caza la desigualdad de nivel

entre las especies: la jerarquía zoológica”. [...] “Caza es lo que un animal hace para

apoderarse vivo o muerto, de otro que pertenece a una especie vitalmente inferior a la

suya. Viceversa, esa superioridad del cazador sobre la pieza no puede ser absoluta si

ha de haber caza”.

 

Desde esta perspectiva de Ortega, observamos que a lo largo de los millones de años

en que los predadores se han servido de los predados, cada grupo fue elaborando y

perfeccionando una serie de estrategias que condujo a lograr una notable paridad de

fuerzas.

Si reducimos estas estrategias a su mismísima esencia diremos que los carnívoros

atacan y los herbívoros huyen, marcando así dos estrategias distintas que son la esencia

de toda cacería a la que hace mención el autor. La biología nos dice que los predadores

no siempre son exitosos; más aun, los fracasos suelen ser más frecuentes que los éxitos.

Es por esto mismo que la caza, como nos da a entender el filósofo, no es recíproca

sino más bien un juego sutil donde los actores miden la eficacia de dos estrategias

opuestas. Cuando estas dos estrategias no se sacan ventaja, estamos presenciando una

paridad de fuerzas.

Cada especie está especializada en una técnica que hace propia; en otras palabras, se

sirven de distinta forma, de los sentidos, la fuerza y la agilidad para integrarlas y

recombinarlas de distinta manera para lograr el mismo fin: el mandato que les enseña la

supervivencia: los unos cazando y los otros, huyendo. Veamos algunos ejemplos.

 

Las estrategias de los predados

 

Los felinos basan su estrategia predatoria en la sorpresa. Para ello optan por ocultarse

y así tender una emboscada. Llegado el momento preciso y lograda la distancia justa,

atacan con decisión, valiéndose de una carga fulminante para capturar a su presa, luego

de lo cual, haciendo uso de su enorme agilidad y fuerza, ultiman a su víctima en forma

rápida y eficaz. Fuera de los leones, que cazan en grupo, la de los félidos es una caza

solitaria y silenciosa y si logran abatir a una presa que los supera en fuerza y tamaño

esto se debe exclusivamente a la maestría y precisión con que dominan el arte de matar.

Por eso, como estudioso del arte cinegético, nunca dejé de admirar la depurada técnica

de la que se valen estos animales para dar caza a sus presas. Creo que un felino

experimentado es un verdadero maestro en el arte del cazar.

La otra forma de predar está a cargo de los cánidos. La técnica de los cánidos es el

polo opuesto al de los felinos Los cánidos no atacan por sorpresa: arremeten a ojos vista

y sin ninguna clase de ocultamientos ya que su estrategia se basa en la persecución

desembozada y sin ninguna clase de sutilezas.

Como las presas elegidas son casi siempre de mayor tamaño que el propio, estos

predadores deben atacar en grupo ya que solos no podrían dominar a un animal de

mayor peso y fuerza. Su modo de cazar consiste en el recorrido de grandes distancias

buscando el encuentro fortuito, o más bien levantando el rastro por olfato, valiéndose

para ello de esa exquisita cualidad. Hecho el contacto, el grupo comienza la persecución

y avistada la víctima, se precipita sobre el animal elegido al cual tratan de separar de la

manada.

En este tipo de caza casi siempre se entabla una larga persecución donde gana el que

tiene más velocidad y o mayor resistencia. Si logran alcanzar la presa, los predadores se

precipitan sobre ella y la atacan desde varios flancos. Una vez atenazada, se dejan

arrastrar para hacerle disminuir la marcha, con lo que permiten que los compañeros

rezagados también se prendan hasta hacerla detener. Ahí viene el acoso final que

culmina con la muerte. Es esta una muerte cruel y penosa, carente de la precisión y

rapidez con que actúan los felinos, ya que en algunos casos la jauría comienza a devorar

a su víctima cuando está todavía viva.

En toda caza, las técnicas de que se valen los predadores están lejos de ser todo lo

exitosas que parece en este sintético relato. Muchos son los lances que terminan

fracasando: a veces, los cazadores son detectados prematuramente; en otras ocasiones

sus presas logran desprenderse del colmillo o de la garra que las sujeta y las más de las

veces logran huir en veloz carrera sin que sus atacantes puedan alcanzarlas, de modo

que las jornadas de caza de los predadores frecuentemente terminan con un estómago

vacío y la penosa necesidad de recomponer fuerzas y de tener que comenzar todo de

nuevo.

Pasemos ahora al otro escenario de la puja y veamos cómo se organizan las supuestas

víctimas para no ser victimadas.

Los herbívoros están provistos de tres sistemas defensivos altamente eficaces, a

saber: agudos sentidos, una anatomía privilegiada propia de los grandes corredores, y

una estructura social basada en la cohesión de numerosos de individuos, todos los

cuales aportan al grupo muchos ojos para ver, muchas orejas para escuchar y no menos

narices para oler.

Olfato exquisito, agudísimo oído, y vista muy ágil para detectar movimientos, es el

nada despreciable arsenal sensitivo que las presas le oponen a sus predadores. No menos

importante es la facilidad y la velocidad con que sincronizan estos tres sentidos, de por

sí independientes, para que actúen casi al unísono logrando de este modo elaborar una

magnífica red de protección.

A estas características debemos sumarle unas fuertes masas musculares, largos

miembros y livianas pezuñas con lo que consiguen lograr velocidad, resistencia y

agilidad en la marcha. Es fácil entonces comprender lo difícil que es sorprender

descuidados a estos veloces corredores, pues como bien dice Ortega, “las presas de

caza por la presión que se ejerce sobre ellas están siempre en estado de alerta”.

Validos de estas facultades, nuestras presuntas presas han elaborado un sistema

defensivo muy eficaz.

La detección a distancia y la veloz carrera son los modos más eficientes de lograr una

perfecta evasión. Pero es bueno tener presente que la huida no es un desbande: esa huida

se hace siempre de modo disciplinado, presidida por un líder experimentado en la fuga,

y seguida organizadamente por el resto. Todo esto acontece en una cerrada formación

lograda por un grupo compacto que confunde al atacante, consiguiendo así impedir que

este pueda elegir y atacar a un animal determinado entre una maraña de individuos que

corren disciplinadamente y al unísono.

Frente al peligro, los animales dispersos una vez perseguidos se unen haciendo valer

un instintivo espíritu de cuerpo que en conducta animal llamamos precarización. El

instinto gregario sobrepasa el reino animal y se extiende a la especie humana en lo que

los sociólogos llaman fenómeno de masas. Tanto los animales como los hombres en

función de este instinto primario, han descubierto que cuando son muchos, pueden

sobrevivir con mayor posibilidad que el individuo solitario.

No es una casualidad que lo primero que procuran los carnívoros es tratar de

dispersar al grupo, como tampoco puede pasar inadvertido, que por más individuos que

formen el grupo atacante, todos concentran su atención en un solo animal, casi siempre

el más inexperto o el más viejo o el más vulnerable.

 

En una cacería grupal nunca cada perseguidor intenta capturar a varios individuos

distintos porque las veces que así lo han intentado terminan dispersos y con las manos

vacías. De lo que se desprende que tanto los que huyen como los que persiguen, lo

hacen en grupos compactos evitando la separación.

A juzgar por los resultados obtenidos, la estrategia elaborada por los herbívoros

demuestra ser por demás eficiente. Por esta razón discrepo en parte con Ortega cuando

dice que el predador pertenece a una especie superior a la de sus víctimas por la sencilla

razón que si esto fuese así ya no quedarían víctimas disponibles.

Evidentemente, el hombre queda fuera de este análisis. De lo que aquí hablamos es

simplemente del juego de la caza entre animales. Eso que vulgarmente se denomina la

puja “entre el gato y el ratón”. Para nuestro filósofo “es la caza una faena entre dos

animales, de los cuales uno es agente y otro paciente, uno cazador y el otro cazado”.

Donde hay paridad todos ganan y todos pierden, sin lograr imponer una supremacía

absoluta sobre el rival.

En eso consiste probablemente el equilibrio de fuerzas que opera en el mundo

animal; este equilibrio es el garante que asegura la permanente supervivencia de las más

diversas especies, encuéntrense estas tanto en el bando de los predados como en el de

los predadores. Como recalca Ortega, el hombre, por disponer de recursos tecnológicos

superiores, no entra en esta clasificación y por esa razón, como nos insiste el autor, debe

retroceder hasta la cuasi animalidad para no romper los equilibrios.

 

La distancia de huida

 

Otro aspecto interesante y poco tratado en el mundo de la caza es lo que se llama

distancia de huida.

El predador sabe que hay una distancia óptima para lanzarse al ataque, más allá de la

cual nunca podrá alcanzar a su presa. En realidad, tanto los herbívoros como los

carnívoros calculan con precisión esta distancia porque saben que puede significar para

ambos el éxito o el fracaso. A este importantísimo aspecto los anglosajones lo llaman el

“distance flight”, que traducido al español sería algo así como distancia óptima para

emprender el ataque y la fuga.

Es esta una pieza clave en las estrategias de caza y valen tanto para el hombre como

para los animales. Fuera de una distancia adecuada no hay cacería exitosa. Las bestias

predadas conocen muy bien este secreto, ya que en realidad toda su supervivencia

parece depender de este factor.

La ley de la conservación de la energía es bien conocida por los predadores que

cuidan muy bien este despilfarro energético. Ningún predador hace un esfuerzo

innecesario, ya que como en cualquier actividad vital, nadie gasta energía en causas

perdidas.

Cuando las especies predadas advierten que los predadores por alguna razón se

vuelven muy exitosos, se valen del “distance flight” para suprimir esa ventaja: cada vez

están más alertas y cada vez emprenden la huida desde distancias mayores. Eso lo

habrán vivenciado también los cazadores experimentados cuando pretenden cazar

poblaciones de animales muy tiroteados por cuanto la experiencia les enseñó a medir no

solo la distancia de ataque de sus enemigos predadores sino también la distancia de

alcance de un arma.

 

CAPÍTULO III - ESE NUEVO CAZADOR: EL HOMBRE

 

Habiendo visto cómo se comporta la caza en el reino animal, nos toca ahora tratar de

analizar qué pasó con el hombre, teniendo en cuenta, en términos orteguianos, que “la

caza no es faena exclusivamente humana, sino que se extiende por casi toda la escala

zoológica” y que “los homínidos no inventaron la caza, sino que la recibieron de su

antepasado prehumano”.

Comencemos por ver lo que opina Ortega sobre este tema y luego sumemos algunos

aportes:

“Ese hombre auroral tuvo que dedicarse íntegramente a cazar para subsistir. Fue,

pues, la caza su primera ocupación, el primer trabajo y oficio del hombre. Nos importa

sobremanera tener esto bien presente. Al ser inexcusable y prácticamente único, el

menester venatorio, centro y raíz de aquella existencia, impera, orienta y organiza la

vida humana entera: sus actos y sus ideas, su técnica y socialidad. Fue, pues, la

primera forma de vida que ha adoptado el hombre, y esto quiere decir -entiéndase

radicalmente- que el ser del hombre consistió primero en ser cazador”.

 

“Ahora bien, aquella caza primigenia no fue puro invento del hombre primigenio.

Este la había recibido, heredado, del animal primate en que la peculiaridad humana

brotó. No se olvide que el hombre ha sido una fiera. Testimonio irrecusable de ello son

sus colmillos y caninos de carnívoro. Verdad es que también había sido vegetariano,

como el óvido, según lo atestiguan sus molares. El hombre, en efecto, reúne las dos

condiciones del mamífero, y por eso se pasa la vida dudando entre ser una oveja o ser

un tigre.

Mas entre la pura fiera que era el antropoide y el esbozo de humanidad que es el

hombre del primer paleolítico, la Naturaleza da un salto [...] Pero hemos de

representarnos a este hombre primerizo muy cerca aún del animal. Se diferencia de él

en que ha perdido algunos instintos o, lo que es parejo, se le han embotado. En cambio,

posee una mayor dosis de memoria y de lo que es el reverso de la memoria: la fantasía.

Tesauriza más impresiones, más experiencias que la pura bestia, y esto le permite

crear más combinaciones imaginativas, más fantasmagoría íntima, que le proporcionan

una ʻvida interiorʼ negada al animal. El papel del instinto es dirigir automáticamente el

comportamiento. En este primer hombre que era todavía el último animal, cuando un

instinto fallaba y el pobre ser se encontraba sin saber qué hacer en tal situación, la

fantasía aprontaba la imagen de una posible acción”. [...]3

“Conste, pues: el hombre del primer paleolítico, el más antiguo que conocemos y

que da la casualidad de ser el hombre cazador por excelencia, es el hombre en cuanto

inscrito todavía en el animal. Su razón no es suficiente para permitirle trascender la

órbita de la existencia zoológica: es un animal entreverado de discontinuas lucideces, una bestia en cuya penumbra íntima de cuando en cuando fulgura la intelección. Tal es

la manera primordial, originaria de ser hombre.

En estas condiciones caza. Intervienen en su faena todos los instintos que aún le

quedan vivaces, pero además emplea a fondo toda su razón. Es la única caza entre las

que el hombre ha practicado, de la cual puede con verdad decirse que es ʻpersecución

razonadaʼ. Sin embargo, entonces inventa las primeras trampas. El hombre desde un

principio es un animal muy tramposo. Él inventa las primeras estrategias venatorias: la

batida por ejemplo, que empuja a los animales hacia un despeñadero. Las armas

iniciales no permitían matar al animal suelto. La caza o era el despeñamiento o era la

captura en la trampa o en redes y alares. Una vez prisionera la pieza, se la mataba a

golpes”.

En este pasaje, Ortega nos obliga a tratar el tema del arma al cual antes hacía alusión,

y esto nos coloca en el paleolítico.

 

El arma y la muerte a distancia

 

Desde el primer instante, el cazador humano descubre que no puede matar tal como

lo hacen los animales carnívoros.

En párrafos anteriores, expliqué al lector cómo cazaban los carnívoros predadores

con la intencionalidad de visualizar lo que ahora estamos en condiciones de desarrollar.

Un bípedo nunca puede correr tan ligero como un cuadrúpedo. Tampoco tiene la

resistencia de éstos para correr largas distancias a un ritmo sostenido, de modo que, por

ese camino se ve impedido de tener contacto físico con su presa.

Suponiendo que esto fuese posible, aquellos hombres de pequeña talla tampoco

tenían la fuerza suficiente para sujetarla y carecían de las garras y los largos y filosos

colmillos de los que están provistos los carnívoros para ultimarla; de ahí que al

principio tuvieran que recurrir a la trampa y al despeñadero. Pero, a medida que el

hombre va desarrollando sus facultades mentales, comienza a surgir eso que Ortega

denomina la “caza razonada”, y es en ese momento donde el -hasta entonces- frustrado

cazador, se las ingenia para concebir un hallazgo fundamental que cambia para siempre

toda la historia de la caza.

IMPEDIDOS DE ALCANZAR Y SUJETAR A SUS PRESAS, ESTOS CAZADORES DESCUBREN

QUE SE LAS PUEDE MATAR A DISTANCIA y lo logran LANZANDO UN PROYECTIL que,

surcando el aire, puede impactar en el animal elegido.

Todos los que conocemos algo de balística sabemos que cuanto mayor es la

velocidad de proyectil mayor es su penetración y su fuerza de impacto debido a la

consiguiente energía que libera. La clave reside en que la penetración de ese proyectil

tiene que ser lo suficientemente profunda como para lograr alcanzar los órganos vitales

de la presa.

Cómo empezó esta historia nos es imposible determinar. Debemos entonces apelar a

la simple y siempre dudosa conjetura. Quizás el primer proyectil volador fue una simple

piedra. Dice mi amigo Carlos Cesari que un jugador de béisbol puede arrojar una pelota a 180 kilómetros por hora a una distancia de 50 metros; quizás ahí estemos frente al

primer proyectil usado por el hombre. Le sigue luego el palo o el garrote arrojadizo.

Más adelante, ese palo, debidamente afilado en la punta y endurecido por la acción del

fuego, se volvió más penetrante aún. Esto ya es sin duda un arma mortífera.

Cualquiera sea el origen del material usado, lo que no cambia es el concepto del

proyectil que luego daría origen al arma propulsora. Pero llegados a estas instancias,

debemos recordar nuevamente lo que se dijo acerca de la distancia de huida que tan bien

manejan las especies predadas.

A medida que los primeros proyectiles mostraban su contundencia, los animales

comenzaron a alejarse cada vez más de los cazadores. Este distanciamiento los obligó a

crear elementos acompañantes, herramientas que aumentaran la velocidad y la distancia

de vuelo del objeto y es aquí donde probablemente aparece el arma de propulsión

mecánica.

El hilo conductor que nos lleva al arma es posiblemente el palo afilado, ese que

vulgarmente llamamos lanza o pica. Al principio se la debe haber lanzado a mano, pero

después, cuando se hizo necesario estirar aún más la distancia, el hombre debió apelar al

principio de la palanca. A la acción propulsora del brazo le sumó un palo que, sostenido

en la mano, multiplicaba la palanca de propulsión. A este instrumento se lo llamó,

precisamente, propulsor.

El propulsor consiste en un simple palo de más o menos un metro de largo provisto

de un enganche en la parte posterior donde se fija el otro palo, más largo y delgado, que

a modo de flecha vuela en el aire. Este palo-proyectil en el paleolítico medio llevaba en

la punta un elemento punzante de piedra tallada que cumplía con la función de penetrar

profundamente en el cuerpo de la bestia. En síntesis: el propulsor consistía en dos palos

de madera, uno que actuaba simplemente como propulsor y otro que trabajaba de flecha

y que volaba en el aire hasta alcanzar su objetivo con una fuerza sorprendente.

La segunda arma, posterior a la primera, pero no menos importante que el propulsor,

fueron sin duda el arco y la flecha.

Es difícil calcular cuándo aparecen estos últimos, pero se sabe que surgen en el

paleolítico superior, porque la arqueología y las pinturas rupestres así lo atestiguan. Sea

cual sea la antigüedad de ellas, lo cierto es que ambas perduraron hasta nuestros días.

Resulta complejo datar con exactitud el período en que va apareciendo cada arma,

pero sin duda esto está relacionado con el progreso intelectual que iban experimentando

aquellos cazadores que las inventaron. Si lo supiéramos con seguridad además,

podríamos saber por medio del arma, qué clase de animales se cazaron a través del

tiempo.

Es obvio que la caza comenzó a practicarse partiendo de especies pequeñas pero

luego, a medida que el hombre iba desarrollando su conocimiento y ganando confianza

en sí mismo y en la calidad de sus armas, se atrevió a cazar especies cada vez más

grandes y peligrosas. Ello determinaría sin duda, su pleno ingreso en la caza mayor.

El propulsor antecedió al arco, pero seguramente ambos coexistieron en los períodos

tardíos del paleolítico superior.

Sospecho que el propulsor se usó para cazar piezas de mayor tamaño, mientras que el

arco y la flecha, por su mayor precisión, tuvieron un uso más versátil y más eficaz.  Si juzgamos el tamaño de las flechas que aparecen en los picaderos de Patagonia,

notaremos la presencia de flechas largas y pesadas, -comúnmente llamadas

guanaqueras- y flechas pequeñas, maravillosamente talladas, que presumiblemente

fueron utilizadas para la caza menor o mamíferos de menor tamaño. Este último

principio no tiene nada de novedoso porque aun en plena modernidad, el peso y el

calibre del proyectil indican fielmente el tamaño de la presa al cual van a ser destinadas.

En la actualidad, el hombre ha reducido prácticamente su armamento a la escopeta y

el rifle. Pero si pasamos revista al arsenal de armas usadas en el paleolítico, veremos

que este es mucho más novedoso, prolífico y variado que el de hoy día, lo cual testifica

el ingenio humano cuando de crear recursos se trata.

Esa prolificidad es, sin duda, el mejor testimonio de hacia dónde dirigía el hombre

sus talentos. A través de la tecnología en la creación de los instrumentos de caza

podremos evaluar hacia adónde se encaminaba el esfuerzo y el intelecto de los

fundadores de nuestra especie y, tal como sucede hasta el día de hoy, el hombre siempre

guía su inteligencia hacia sus necesidades más extremas. Parece atinado recordar en este

contexto la famosa frase de Ortega de “el hombre y sus circunstancias”. En aquel

entonces la inteligencia humana creaba armas y trampas para cazar y así poder

mantenerse, demostrándonos por ese camino la estrecha relación que siempre hubo

entre la caza y el arma.

 

Las primeras armas

 

Si repasamos brevemente este arsenal, en él encontraremos: la piedra arrojadiza, el

palo, la honda, el hacha, el boomerang, la lanza, el garrote, el propulsor, el arco y la

flecha, las varias formas de trampas, la red, la boleadora y el lazo.

Cada uno de estos instrumentos requería en Sudamérica una técnica y un manejo

propio, hecho que desde aquel entonces podría haber conducido a una rudimentaria

especialización.

Recién hablamos del lazo, pero ¿de dónde nos viene el lazo? Florián Paucke,

 aquel

abnegado jesuita /cazador que convivió con los mocovíes allá por los años 1770,

menciona con harta frecuencia su uso entre las tribus chaqueñas. Sin duda, los tobas,

mocovíes y abipones lo conocían y lo usaron con asiduidad para cazar jaguares, pumas,

ciervos y vaya a saber cuántas especies más. George Musters6 menciona que también

los tehuelches lo conocían. ¿Nos viene entonces el lazo del español y del gaucho, o era

éste un arma más dentro del arsenal paleolítico?

 

La trampa

Hubo, y todavía hay, muchísimas clases de trampas. Se usaron para atrapar desde los

más pequeños mamíferos y aves hasta el mismísimo elefante. Una de las trampas más

usadas por las culturas primitivas de Sudamérica, consistía en armar lazos en los

senderos, comederos o abrevaderos para que los animales, al pasar por ahí, metieran la

pata en el lazo y quedasen así amarrados a él. En ocasiones, el lazo se ponía a mayor

altura en aquellos pasadizos de la selva por donde un animal mayor debía pasar. En ese

caso, el animal metía la cabeza para ahorcarse. Esta técnica se usa aún con frecuencia en

el Delta del Paraná para capturar al ciervo de los pantanos, lo que nos permite concluir

que el lazo no era desconocido por nuestras culturas aborígenes.

Hubo también muchas otras formas de trampas ajustadas a las especies menores o

mayores que se querían cazar. El foso tapado con ramas; lazos pequeños fabricados con

cerdas para atrapar pájaros o pequeños animales; lazos de fibras vegetales, o tiras de

cuero colgadas de las ramas para capturar las grandes piezas. Una variante de esto era la

cimbra, que era un lazo a nivel del suelo y atado a una rama flexible y arqueada que se

disparaba hacia arriba tan pronto como el animal metía la pata el lazo dejándolo así

suspendido en el aire. También se usaron redes disimuladas en los pasadizos donde el

animal se metía para quedar así enredado o la aripuca, trampa que consistía en una jaula

grande dividida en dos compartimentos. En el compartimento de atrás se colocaba una

presa de cebo, ya fuese ésta liebre, vizcacha, cría de ciervo o cualquier otro animal que

apetecía al predador. El compartimento anterior, en cambio, quedaba libre y con la

puerta levantada de manera tal que el predador que entraba para apoderarse del cebo

pisase un dispositivo que hacía caer y cerrar la puerta a sus espaldas, encerrándolo, de

manera que al entrar quedaba enjaulado. Es de hacer notar que éstas y varias otras

formas de trampas se usaban según se tratase del animal elegido y las culturas que las

fabricaban.

El paleolítico no es la edad de piedra

 

Según los usos y costumbres, los investigadores de la prehistoria se refieren

genéricamente al paleolítico como la Edad de piedra. Esto es un error y ellos así lo

admiten: en realidad, el paleolítico fue la edad de la piedra, la madera y el hueso y las

armas usadas en aquellos tiempos así lo demuestran. No es casual que Ortega y Gasset

nos habla de “La edad de la madera”. ¿Por qué entonces lo de la edad de la piedra? La

respuesta es simple: Fue la piedra el único material que resistió la acción del tiempo y,

consecuentemente, el único elemento a partir del cual se pudo elaborar toda la historia

de ese pasado remoto.

El material lítico más comúnmente hallado en campamentos y talleres prehistóricos

se puede globalmente clasificar por su uso: Los que se destinaban a la fabricación de

armas y los que se utilizaban para otras actividades relacionadas con el uso cotidiano.

Pero ambos, de una u otra forma, tienen que ver con la caza.

Las piedras destinadas al uso cinegético consisten en hachas, el boomerang, puntas

de flechas, y puntas de lanza, así como también la clásica boleadora usada entre nuestras

tribus nativas de Argentina.

Para el uso doméstico se usaron, entre varios, otros elementos: cuchillos, raspadores,

raederas, punzones, sobadores, morteros, manos de mortero y recipientes para fabricar

pinturas. A excepción de los morteros y sus manos -destinados a moler granos,

minerales y huesos-, todos los otros materiales de una u otra forma también están

básicamente ligados a la actividad cinegética.

Con los cuchillos de piedra afilada, se evisceraba la presa, se la despostaba, y luego,

conducida al campamento, se la cortaba en trozos. Los raspadores y sobadores se

utilizaban para manipular y acondicionar el cuero del animal cazado, previamente

cuereado a cuchillo. Las raederas posiblemente fueron usadas para tallar la madera y dar

forma y terminación a las lanzas, los arcos y los astiles de las flechas, dando así origen a

las industrias primitivas.

 

Las reglas del buen cazar: la ética

 

Pero sigamos con Ortega cuando nos habla de la caza y la razón para ver qué opina al

respecto.

“Partiendo de este esquema hay que representarse el desarrollo posterior. Para ello

es preciso llevar partida doble. La razón se robustece. Inventa armas y técnicas cada

vez más eficaces. Por este lado se va el hombre distanciando del animal, ganando

altitud de nivel. Pero paralelamente avanza también la atrofia de sus instintos y se va

alejando de la prístina intimidad con la Naturaleza. De sustancial cazador pasa a ser

pastor, es decir, semisedentario. Muy pronto, de ganadero se convierte en agricultor;

es decir, que se hace sedentario del todo. Pierde piernas, aliento, olfato, sentido de la

orientación, de los vientos, de las pistas. Deja de ser normalmente baquiano”.[...] 7

“Conforme ha ido perfeccionando sus armas, ha ido dejando de ser silvestre, es

decir, perdiendo forma en cuanto campeador. [...] De suerte que el progreso en el

arma queda un tanto compensado por el retroceso en la forma del cazador”.

 

Siendo que Ortega insiste en que “la caza [es] el enfronte de dos sistemas de

instintos”, dejará asentado que “tan pronto como el desarrollo de la razón llega a un

grado que permite a la vida humana trasponer el horizonte del animal; por tanto,

cuando la superioridad del hombre se hace casi absoluta, el papel de la razón en la

caza se invierte. En vez de emplearse en la faena a fondo y de modo directo, se

preocupa de intervenir más bien oblicuamente y de estorbarse a sí misma. La razón

adulta se dirige a otros menesteres que no son la caza. Cuando se ocupa de ésta, lo que

más entiende son cuestiones previas o circundantes. Procurará muy seriamente

fomentar con medios científicos las especies, seleccionar las castas de perros, dictar

buenas leyes de caza, organizar bien los cotos y hasta fabricar armas que, dentro de

límites muy estrechos, sean más certeras y eficaces. Pero en todo esto presidirá una

idea: la de impedir que el desnivel entre pieza y cazador sea excesivo: procurará

conservar la distancia misma que al comienzo de la historia guardaban y, a ser posible,

mejorarla en beneficio del animal. En cambio, a la hora del efectivo cazar, la razón no

interviene en mayor dosis de lo que hacía en la hora primigenia, cuando era ella no

más que un elemental sucedáneo de los instintos. Esto aclara el hecho incomprensible en otro supuesto, de que las líneas generales de la cacería sean idénticas hoy y hace

cinco mil años”.

Argumenta Ortega que cuanto más lejos de la naturaleza se halle el hombre, más

atrofiados tiene sus primitivos sentidos. Esto lo vemos hoy con mayor claridad que

nunca: Todo se vuelve más racional pero, muchas veces la razón entra en conflicto con

las emociones y los instintos, generando, a veces, más problemas que soluciones. Es el

“enfronte de dos sistemas”, como dice Ortega, y eso es bueno evaluarlo, porque la caza

moderna responde a los instintos y a las emociones, tanto o más que a la parte racional

del quehacer.

Es un hecho conocido por quienes participamos de la vida rural que el hombre

urbano ha perdido más instintos y sentidos que el hombre de campo, pero también es

cierto que ambos, en mayor o menor grado, deben recuperarlos tan pronto se sumergen

en el mundo cinegético si quieren ser exitosos. Ortega puntualiza que “al cazador le

funcionan más vivazmente los sentidos predatorios”. Nada más cierto que esta frase.

En realidad, el cazador, en el acto de cazar, libera sus instintos reprimidos y agudiza

sus sentidos rectores para meterse de lleno en el mundo animal. Cazar no es salir a

pasear alegremente por el bosque, es absorberlo y “metabolizarlo” con un fin

determinado y para ello se deben activar los primitivos sentidos.

El cazador debe estar en un permanente estado de alerta, tal como lo está su presa;

caso contrario, será siempre sorprendido por ésta, sumiéndolo en el fracaso, la

frustración y el desencanto.

La vista escruta el matorral, el oído aguzado trata de captar cualquier sonido

indicador, la piel percibe el viento, el pie elige cada paso para no pisar esa hoja delatora,

y la cintura se contornea para no rozar las ramas. A todas esas disciplinas gimnásticas

está obligado el cazador de ley. Sin duda, este es un magnífico ejercicio sensorial. Eso

es lo que Ortega considera el retorno a la naturaleza para “divertirse y recrearse” en lo

que no es la cotidianeidad.

En los párrafos finales de su prólogo, el autor nos habla de las disciplinas mentales

que debe ejercer el cazador para que la caza sea siempre caza. Este tema aparece en

varios pasajes, lo que denota que a Ortega le preocupan las desnaturalizaciones, los

excesos y las tergiversaciones cinegéticas, tan en boga en los tiempos modernos.

Para que la caza no pierda sus esencias y su frescura original, el hombre tiene que

autorregularse a través de una ética. En otras palabras, a modo de catarsis, tiene que,

como dice Ortega, hacer retroceder su superioridad para volver a ponerse nuevamente

en paridad con el animal silvestre, no con el amansado en corrales. Pero si quiere ser

exitoso, debe además activar sus aletargados sentidos. El mismo Ortega nos dice que

para que la caza siga siendo un deporte, el oficio cinegético no puede progresar; nos

insinúa que la caza NO PUEDE VOLVERSE FACILISTA porque una de las cosas más

sabrosas que tiene este deporte es la INCERTIDUMBRE, ya que antes de comenzar la

cacería, el cazador “sabe que no sabe cómo va a terminar el desafío”.

Como el viejo tabú del shaman, sus reglas originales no pueden ser violadas ni

adulteradas, para que así no pierdan su frescura y su sello distintivo. Lo que Ortega

reclama del cazador es que se vuelva en cierto modo un asceta; por eso señala que la

caza se debe manejar con reglas monásticas. De ello se deriva entonces que CAZAR SE

VUELVE ENTONCES UN TEMA DE CONCIENCIA. —[… …]

 

EPÍLOGO

 

Pasaron muchos años después del Prólogo de Ortega al libro del Conde de Yebes,

pero la caza siguió su curso ingresando en la modernidad. Nuevos acontecimientos y

novedosas formas de continuar se reciclan con lo mismo de siempre ya que el hombre

actual aún sigue siendo cazador.

Como era de esperar, cambios profundos siguieron aconteciendo para poder incluir la

caza dentro del presente, que no es otra cosa que la aceleración de los tiempos ya que

hoy LA LUCHA ES MÁS IDEOLÓGICA QUE ÉTICA.

La ciencia y la tecnología influyeron poderosamente en esta metamorfosis. El

progreso de instrumentos auxiliares como las armas y municiones, la óptica

acompañante, los nuevos equipos de caza, la original forma de estructurarla y los

innovadores conocimientos que aportan todas las ciencias biológicas conforman ese

nuevo planteo. Pero tal como profetizó el filósofo, las esencias siguen intactas por más

que haya cambiado la mentalidad del cazador. Evocando el pasado, todo indica que

hemos logrado un progreso sostenido, pero todo cambio debe enfrentar desafíos a futuro

QUE NO PASAN YA POR LA TÉCNICA NI LA ÉTICA DEL CAZAR SINO POR LA ÉTICA DE LA

MUERTE ANIMAL que hemos intentado de dilucidar. En eso consiste el progreso actual,

en cómo debemos analizarlo para estar dispuestos a enfrentarlo.

 

Con este último capítulo se cierra el Prólogo de Ortega y Gasset. De la mano del

autor hemos transitado los senderos de la caza curiosamente sin haber efectuado ni un

solo disparo.

Solo nos hemos dedicado a disecar sus entrañas tratando de descifrar la misteriosa

razón por la cual, siendo la cacería el primer oficio del hombre en la Historia, sigue aún

vigente.

Para continuar con los pensamientos de un filósofo que nunca cazó un animal, con

tan solo seguir su pensamiento nos dejamos llevar por su relato descubriendo

sorprendentemente que todo el quehacer cinegético, sin omitir ni un detalle, está

contenido en él. Ello me lleva a creer que solo un pensamiento esclarecido de la

magnitud del de Ortega puede lograr semejante cosa.

Esa caza que desde los albores mismos de nuestra humanidad nos sigue

acompañando no solo debe llamar la atención de los cazadores sino de todo hombre no

cazador que sienta inquietudes por conocer algo más acerca de nuestra naturaleza más

íntima.

Para lograrlo, tuvimos que apelar a las leyes de la evolución, a la ecología profunda,

a la biología en sus más íntimos recovecos zoológicos. Llegamos así al actor principal

de esta maravillosa novela, el hombre en sus más diversos aspectos. Para conocerlo

recurrimos a la antropología, la etnográfica y a la historia pero como esto aún no

alcanzaba tuvimos ir más allá buscando otros valores, la épica que lo motivaba y a la

ética que regulaba y ordenaba sus desvaríos.

 

Pasaron hombres, culturas, imperios, y las más diversas ideologías. En ese transitar,

la historia nos habla de todos los sucesos acontecidos, dramáticos, dinámicos e

imprevisibles como lo es todo lo relacionado con el hombre, y a pesar de todo eso, la

vieja caza siempre resurge, novedosa y transformada y está ahí, todavía, para

convocarnos.

Todas las culturas la practicaron; ningún pueblo se resistió a su seducción. Le

cambiaron las formas pero no pudieron alterar sus esencias. Eso es lo que motivó a

Ortega y Gasset en su sagaz búsqueda del hombre a preguntarse “qué diablos de cosa

era esa” pasión venatoria.

Tratamos de averiguarlo, pero obviamente para entender las singularidades del

hombre, la caza es apenas un menester más de esos otros tantos insondables misterios

que componen nuestro ser más profundo. Pero las huellas que dejó aportaron tan

siquiera un elemento más en nuestra trayectoria humana.

Como el tema se volvía cada vez más peliagudo nos vimos obligados a excavar en

las raíces del árbol humano para exhumar desde ahí su mismidad tema al cual tuvimos

que apelar reiteradamente en la convicción que así lograríamos darle caza a la caza.

Puestas así las cosas, me pregunté más de una ocasión: ¿tanto hay que seguir

buscando, tan extenso es este temario que una y otra vez siguen apareciendo argumentos

novedosos que nos obligan a seguir hurgando?

Al cerrar mis comentarios sobre el prólogo de Ortega, tengo la sensación de que tan

solo hemos iniciado un debate. Queda aún mucho por remover y mucha distancia por

recorrer. Personalmente, podría agregar más sobre el tema pero que corresponde a

especialistas y a otros cazadores deseos de seguir con la temática, que sigue abierta.

Estos comentarios nuestros sobre la mismidad de la caza son quizás solo una síntesis

porque el hallazgo más importante de Ortega y Gasset es no haber reducido la caza a un

simple deporte sino haberle dado un contenido biológico, antropológico, histórico y

social cuando afirma que, vista la caza en su más auténtica perspectiva, ésta se

perhinche hasta adquirir enorme tamaño.

Las infinitas resonancias de los hallazgos de Ortega sobre el tema no pierden a través

del tiempo un ápice de su vigencia, esta profundidad y amplitud es lo que hemos

querido rescatar en este ensayo. Espero que los cazadores y el gran público puedan

descubrir este fascinante recorrido, siguiendo paso a paso la razón histórica de Ortega y

Gasset.

—[///>> continúa en la fuente citada]

 (fuente https://www.radoctores.es/doc/1V16N1-lopez%20medel-cazaenortega.pdf )