Mittwoch, 31. Oktober 2018

Macedonio visto por Elisa Calabrese





Macedonio y Borges o la figura del padre
por Elisa T. Calabrese https://cvc.cervantes.es/actcult/borges/espaarge/05a2.htm

¿Qué decir de la relación Borges y Macedonio? Es una cuestión bastante compleja como suelen serlo los vínculos parentales, aunque, como aquí, se trate de una paternidad simbólica. Para comenzar, podría decir que uno de los efectos más curiosos de la cronología personal y escrituraria de esta relación es que está signada por la inversión cronológica, ya que para muchos, el saber de Macedonio, de su escritura, está mediado por la previa lectura de Borges. Esto es explicable rápidamente: la escritura borgeana puede verse como una puesta en acto de las teorías macedonianas del belarte. Ahora bien, cabe preguntarse a quién o a quiénes reconoce o niega Borges como padres. El joven vanguardista, junto con su generación, comete el parricidio ritual respecto de Lugones, el poeta nacional, el que ocupaba el centro de la escena consagratoria en el momento en que los jóvenes del veinte deciden, como toda vanguardia, irrumpir con el gesto de la ruptura y la pretensión de iniciar el arte desde cero. Simultáneamente, Borges reconoce como maestro a Macedonio y escribe su Macedonio Fernández, donde inventa la ficción biográfica macedoniana. Desde una mirada de superficie, pareciera entonces, que hay demolición de Lugones, y consagración de Macedonio, pero ¿es realmente así? Si miramos más finamente, podríamos observar la ambivalencia de estas actitudes. Es así que, respecto de Lugones, una vez muerto, ya Borges es un escritor consagrado. Ya no hay necesidad de parricidio entonces: el otrora joven vanguardista es ahora el que ha generado su propia obra, su ficción biográfica de destino literario construyendo un canon donde confluyen el saqueo y la nivelación de otras culturas y tradiciones, a la vez que su lectura particular de nuestra propia cultura, especialmente en las reescrituras de la gauchesca, tanto como en los ensayos críticos que le dedica, con los que Borges demuele la interpretación nacionalista de fin de siglo. Contra Rojas, contra Lugones, Borges instaura su propia lectura del canon literario, a la vez que se autoconfigura como el Autor con mayúsculas, e instala en el archivo intertextual de la literatura el tomo de la enciclopedia borgeana, el tomo con la B de Borges, para lo cual resulta central la conformación de sí mismo y del Nombre propio en la misma escritura.


  





























































































¿ALGO MÁS SOBRE GÉNERO?

 Elisa Calabrese - Universidad Nacional de Mar del Plata -

  El título elegido manifiesta una auténtica perplejidad: ¿es posible decir algo aún –desde la crítica literaria– respecto de las teorias de género? Tal vez un breve recorrido sirva a mi propósito y así, recordaré ciertas instancias que identifican a la vez que distancian, lo que se ha denominado las dos generaciones del feminismo, relevantes para el pensamiento de finales del siglo XX –pues, como es sabido, el comienzo del feminismo en cuanto tal, se sitúa mucho antes. Ambas generaciones constituyen un movimiento político, social y cultural que da cuenta de un conflicto social y, como tal aspira, en palabras de Alain Touraine “…a la realización de [nuevos] valores culturales y, al mismo tiempo, a obtener victoria frente a un adversario social” (Touraine 1994:237). Tal adversario puede condensarse, semióticamente, en las normas y valores de la llamada lógica patriarcal que hegemonizan el imaginario social. Es así que, a partir de diferentes disciplinas, el pensamiento del feminismo ha dirigido sus señalamientos a reivindicar la condición de sujeto de la mujer y a luchar por sus derechos con el propósito de modificar el orden social resultante del mencionado dominio. La segunda mitad del siglo veinte es un período histórico destacadísimo en la producción teórica y crítica del movimiento feminista que, desde múltiples lugares significantes (y la teoría literaria es uno de ellos), se ha preocupado por la subjetividad femenina. Elisa Calabrese 2 El nombre de Simone de Beauvoir se impone a la hora de hablar sobre la primera generación que, de un modo general, se conoce como feminismo de la igualdad. Publicado en 1949, su libro, El segundo sexo, marcó un hito en el pensamiento sobre y de las mujeres, pues, imbuida de la filosofía existencialista sartreana, y enmarcada en su procedencia socialista, Beauvoir denunció la opresión de la mujer, la marginalidad a la que ha estado sometida por su condición sexual. Es importante advertir cómo, en una postura claramente antiesencialista, la autora afirmó: “Una no nace, sino que se hace mujer”; frase donde no solamente se define una posición concerniente al estatuto ontológico de la mujer, sino que puede verse como el inicio de los debates actuales sobre el género. Ahora bien, respecto de esta primera generación (cuya línea de pensamiento arraigó muy fuertemente en países como Gran Bretaña, Escandinavia y, en general, en el mundo anglosajón), no puede soslayarse la mirada crítica de Julia Kristeva, quien advierte que el feminismo de la igualdad, con sus luchas reivindicativas y preocupado por llevar a las mujeres a la misma posición de poder que los hombres – junto con el rechazo de los tradicionales atributos femeninos o maternales que condicionarían negativamente el alcance de dicha posición–, debe pensarse en el orden de una lógica de identificación. Tal identificación opera “con los valores, no ideológicos (que combaten con razón como reaccionarios), sino lógicos y ontológicos de la racionalidad propia de la Nación y del Estado”. En tal sentido, aunque Kristeva reconoce los beneficios (sociales, salariales, profesionales) generados por el “combate reivindicativo”, al punto de considerar que sus efectos pueden considerarse de una trascendencia comparable con los de la revolución industrial, al mismo tiempo, señala que esta generación del feminismo, en su concepción universalista “globaliza los problemas de las mujeres de diferentes medios, edades, civilizaciones o simplemente de diferentes estructuras psíquicas, con la etiqueta de la Mujer Universal” (Kristeva 1999:191). BOLETIN/11 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria (Diciembre de 2003) 3 La segunda generación que, temporalmente, puede ubicarse después de mayo del 68, también admite una delimitación geográfica. Se trata del feminismo francés que surge ligado a corrientes de pensamiento como el psicoanálisis lacaniano (recordemos que Beauvoir rechazó la teoría psicoanalítica) o la deconstrucción derrideana y, en general, a la filosofía europea que recupera los nombres de Marx, Nietszche y Heidegger. Conocido con el nombre de feminismo de la diferencia, esta tendencia –donde se destacan los nombres de Luce Irigaray, Helene Cixoùs y Julia Kristeva– se interesaron no sólo en la experiencia social de las mujeres, sino también y, básicamente, en sus experiencias estéticas y subjetivas, en clara deuda con el psicoanálisis. En otras palabras, preocupadas tanto por la subjetividad femenina entrelazada con el lenguaje, el cuerpo y el deseo, cuanto por sus producciones simbólicas, el feminismo de la diferencia abogó por el reconocimiento de las no idénticas respecto de los hombres, pero también, de las diferentes entre sí. Tal reconocimiento las condujo, por un lado, a plantear una subjetividad plural, fluida, y, por otro, a la búsqueda de características eróticas, psicológicas y estéticas que permitieran delinear la experiencia de lo femenino. En el contexto del feminismo de la diferencia, de acuerdo con algunas posturas como la de Charlotte Broad, se podría delimitar aún una tercera generación: la de los años ochenta, en los que se produjo un desplazamiento de los estudios de la mujer hacia los llamados estudios de género, en función especialmente de una toma de posición que privilegia la identidad sexual como formación cultural y no como sobredeterminación biológica. Según esta autora, la preocupación por el género “permitió a las feministas explorar el condicionamiento histórico, cultural y literario, y las representaciones de los seres humanos de manera más significativa” (Broad 1999:20). Vuelvo ahora a focalizar la mirada en la cuestión del sujeto, pues las teorías de la diferencia, que epistémicamente pueden situarse sólo en el contexto filosófico posmoderno, se colocan así opositivamente respecto Elisa Calabrese 4 de cualquier idea unitaria de “mujer», sea cual fuere su representación imaginaria. En efecto, no se trata solamente de evadir el riesgo del esencialismo, si entendemos por tal una reducción ideal según la cual toda mujer es lo mismo, independientemente de sus determinaciones culturales, sean éstas subjetivas, sociales, geográficas o epocales; se trata de algo más complejo en el orden del pensamiento: un proceso según el cual a la vez, se apela a nociones epistémicas que delinean un sujeto escindido, múltiple, nómade, mientras, por otra parte, se supone que existe algo tan monolítico como la razón patriarcal. Apropiándome de las reflexiones de Nora Catelli, citaré un pasaje de uno de sus trabajos: Escribe Catelli, refiriéndose al instrumental crítico del feminismo de la diferencia: De modo indirecto, esto muestra una de las debilidades de la definición de lo patriarcal: al sustentarse en una idea de sujeto que conlleva la de inconsciente, necesariamente debe admitir una grieta en el propio discurso. No se puede ser “postestructuralista”, … […] … y a la vez aferrarse a una noción de lo patriarcal que no admita en esa noción la escisión inherente a cualquier experiencia de lenguaje… (Catelli 2001: 35) En tal sentido, el pensamiento posmoderno desestabilizó al sujeto moderno, por un lado, al cuestionar el lugar privilegiado, unitario, del yo y, por otro, al minar el territorio dominado por la razón. Desestabilización que, por cierto, no comenzó en la segunda mitad del siglo veinte con los pensadores del postestructuralismo. En rigor, tal socavamiento del sujeto moderno se inicia, como sabemos, privilegiadamente con la crítica efectuada por Nietzsche, la postulación del inconsciente de Freud, así como con la reflexión de filósofos como Heidegger o críticos como Blanchot, entre otros; inspiradores, ciertamente, de los postestructuralistas. Entiendo así, en el contexto que vengo delineando, que abierta la posibilidad de pensar al sujeto en su pluralidad y multiplicidad, como ficción o devenir, esta posición condujo, en definitiva, al reconocimiento de un sujeto articulado en torno de una diferencia que no se subordina a la primacía de lo idéntico. Es desde esta perspectiva BOLETIN/11 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria (Diciembre de 2003) 5 que el feminismo de la diferencia teoriza sobre la mujer, con la conciencia de evitar el obstáculo que consistiría en un concepto unificador y totalizador que las comprenda, (de allí el remitirse a las reflexiones de Lacan o Foucaut, por ejemplo) aunque, tal asunción se tensa con el intento de encontrar una clave común, algo que las singularice: la identidad de género, cuyo correlato en teoría literaria, fragua en la noción de escritura femenina. En ocasiones anteriores he intentado esbozar algunas reflexiones en torno de esta herramienta crítica; a riesgo de repetirme, retomo el nombre de Kristeva para precisar el punto de inflexión que teóricamente puede interesarnos ahora. Dos preocupaciones implícitas disparan el universo conceptual de la que denomino la “primera Kristeva”: una de ellas es el intento por dilucidar la especificidad del lenguaje poético como una práctica semiótica entre otras; la otra, capturar la procedencia y el modus operandi de la potencia de dicho lenguaje, por cuanto la poesía tiende a la polaridad concomitante con la desestabilización de lo instituido, es decir, la legalidad del sistema simbólico, constitutivo del sujeto y del orden social. De allí que denomine revolucionaria a esta potencia y la considere condición necesaria para establecer la especificidad misma de lo poético. Su aprehensión de la actividad del lenguaje poético es pensada, entonces, en una dupla conceptual donde lo simbólico se enfrenta a lo semiótico, y el segundo trabaja –como el inconsciente– socavando al primero; esta energía es denominada con el término griego chorá. Energía cuya arqueología se sitúa en un estadio preverbal, asociado a lo corporal materno e incestuoso, el lugar de los reflejos y las identificaciones, procedente de un tiempo no-tiempo, previo a la infancia misma, en tanto el sujeto aún no se ha constituido, por cuanto, en deuda con Lacan, Kristeva ve del mismo modo que éste el proceso de incorporación del sistema simbólico, es decir, como producto de una escisión fundante pero paradójicamente inevitable, pues es el único modo de construir a la vez al sujeto y su inserción social, en suma: la cultura y sus prácticas significantes. Elisa Calabrese 6 Si esto es así, una consecuencia es obvia: esta condición “femenina” de la chorá donde se efectuaría en plenitud la potencia desestabilizadora propia de lo semiótico, se revela como una metáfora epistémica, una herramienta teórica pasible de operar en cualquier escritura, no solamente en la de autoras mujeres, pues no se homologa con una determinación genérica, como lo muestra, de hecho, la propia Kristeva con el corpus que recorta, donde se inscriben poetas como Lautreamont, por ejemplo. La segunda conclusión hace a la noción misma de escritura, pues esta práctica significante es de orden social y, aunque en ella se perciban las huellas con las que el sujeto se inscribe, no es subsumible a ninguna “intencionalidad” autoral. Me adelanto a una objeción posible, al recordar que estas nociones son ya vulgata teórica, sin embargo, vemos en la práctica crítica que frecuentemente se invoca a Kristeva al decir “escritura femenina” y sin embargo, se procede críticamente de modo ejemplarizante. En otros términos: a partir de una mirada feminista, se elige el texto de una autora mujer y se lee en él, con el apoyo de un repertorio de autoridades críticas, un conjunto de motivos donde se ponen en escena situaciones que exhiben o denuncian la condición opresiva sufrida por las mujeres en un cierto contexto, de las cuales esa escritura sería una puesta en escena. Por su parte, otras voces de la crítica argentina también alertan sobre la necesidad de evadir tal tautología esencialista, como es el caso de Nora Domínguez y Carmen Perilli, en cuya lectura del derrotero de la teoría feminista se enfatiza una perspectiva deudora de los estudios de Michel Foucault sobre la diseminación del poder. Para ellas, entonces, los estudios de género se inscribirían en el dominio de la crítica cultural, al compartir con ella el interés por las minorías. Al considerar a las mujeres una minoría, situada en determinado contexto, advierten que la búsqueda crítica por sentar identidades en relación con cualquier forma de poder opresivo no puede efectuarse sino en el juego entre identidad/diferencia, operación que parece siempre imponer lo que llaman el doblez, término para designar lo especular, conceptualmente tautológico (Domíguez-Perilli 1998: 201). BOLETIN/11 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria (Diciembre de 2003) 7 ¿Cuál sería el remedio? Como posible camino, recomiendan situar y es en este sentido que señalo mi coincidencia. Ante la pregunta de qué significa situar, parece obvio responder que significa ubicar cualquier textualidad en su contexto (tomando el término del modo más amplio). Ahora bien: esta operación no deja de ser compleja, pues si entendiéramos contexto como lo histórico social, este constructo no es homogéneo; deberían tomarse en cuenta los movimientos de resistencia o diálogo, los posicionamientos de confirmación o de polémica, pues como ocurre con todo discurso, la trama de los enunciados no será necesariamente contestataria si se trata de una escritora mujer. Por otra parte, contexto puede pensarse –según sabemos por las teorías de la intertextualidad, desde Bajtín a Holland, pasando por la propia Kristeva, Rifaterre o Genette– como lo que un texto “lee” de su tradición, de las escrituras que lo han precedido, aún en lo que denominaría, de modo tal vez abusivo, el inconsciente textual, pues la escritura se genera desde el enciclopédico universo semiótico que es la cultura misma. Del mapa hasta aquí trazado podría señalar algunos puntos: en primer lugar, la doble operación de situar, histórica e intertextualmente, permite advertir, el reingreso aggiornado de la tradicional figura del autor, presente en la crítica feminista, por la elección sistemática de autoras mujeres, a veces enmascarada en el rótulo de “escritura femenina». Se pone así en escena un punto de difracción en el uso del término “escritura», originado por la zona de contacto entre escritura y mujer, pues los estudios de género no podrían abandonar ni tendrían por qué hacerlo su direccionalidad reivindicativa. Así, puede admitirse, pienso, la fórmula “escritura femenina” como estrategia de presentación, es decir, el reconocimiento crítico de las huellas ideológicas de un sujeto que se marca en situación de femineidad, pero no como instancia teórica apta para definir identitariamente, los rasgos que señalarían la singularidad de las escritoras. La inicial responsable del término, –¡de nuevo Kristeva!– me auxilia, pues en sus escritos más recientes, los que llamaría de la “segunda Kristeva», señala que hay Elisa Calabrese 8 grupos cuyas representaciones atraviesan una determinada formación socio-cultural en diagonal, sin por esto dejar de pertenecer a ella, definibles en función de ciertos rasgos, tales como la edad o el sexo; es así que hablamos de “los jóvenes” o de “las mujeres” (Kristeva 1999: 185-205). ¿Por qué no, entonces, escritura de mujeres? En segundo lugar, parece claro que la emergencia de la teoría y crítica de género implica, como es evidente, un modo de leer, pero también produce un modo de escribir, promovido por la impregnación de estas teorías en el campo cultural. Como modo de leer impone un análisis que depende de los instrumentos conceptuales más que de los objetos “en sí” sobre los que posa su mirada, pues es ésta la que construye el objeto. Como modo de escribir, si situamos según el breve panorama histórico de las generaciones feministas resumida al comienzo, algunos críticos como es el caso de Cristina Piña, observan las transformaciones en la producción de varias escritoras durante la década de los años ochenta, aún tratándose de autoras ya consagradas, cuya literatura se inicia en décadas anteriores; esta bisagra de cambio estaría constituida por el intento de “escribir como una mujer”. Acota Piña lo siguiente: […] se planteó una reversión discursiva que, en muchos casos obedecía a una abjuración consciente de su anterior textualidad, marcada por la apropiación del discurso masculino –pienso en Reina Roffé– o a la adopción […] de un discurso que revelaba las marcas del propio género… (Piña 1993: 135-136). Por mi parte, y para terminar estas líneas, podría señalar, en ese intento de escribir como mujer, una constelación de nombres de escritoras argentinas, situadas en ese período, que transitan por la novela histórica, género literario “hostil” a la pluma femenina que tradicionalmente, se suponía circunscripta a los discursos de la subjetividad. Así, por ejemplo, Martha Mercader, al reescribir el diario de Juana Manuela Gorriti en su novela JuanaManuela, mucha mujer (1981), se ajusta a un modelo reconstructivo de lo histórico que remite a la novela histórica canónica, sin embargo, en el discurso de la BOLETIN/11 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria (Diciembre de 2003) 9 protagonista, practica lo que he llamado anacronismo sistemático, esto es un procedimiento que “traduce” su fuente, el registro del diario de la Gorriti, a la actualidad reconocible, aligerando el peso de la distancia histórica; así, en el proceso de lectura se desplaza el extrañamiento que provocaría la lejanía temporal, a favor de mecanismos de identificación. Como último ejemplo, Río de las congojas (1980), de Libertad Demitrópulos, es el caso más interesante. No solamente cruza la presencia de un referente histórico remoto –las crónicas indianas– con las características propias de la denominada “novela lírica”, donde el lenguaje poético subjetiviza fuertemente la alteridad del acontecimiento, sino que logra una poderosa metáfora de las desapariciones que ocasionó la dictadura militar. Además de la complejidad en el trazado de las figuras femeninas, Demitrópulos tematiza, en la historia de la “desaparecida” María Muratore, la necesidad de la memoria mítica, a fin de restaurar la herida del silencio. Tal misión está encomendada a otra mujer, Isabel Descalzo. Por último, también es posible destacar, luego de la década de los ochenta, donde emergerían, según esta hipótesis, quienes escriben como mujeres, el surgimiento de la literatura erótica en clave de protagonista femenino. Nuestra literatura no ha sido pródiga en este registro, por eso es tal vez tan notoria su presencia y calidad en textos como los de Alicia Steimberg y Tununa Mercado. En los textos de esta última, especialmente, se podría advertir que la problematización del cuerpo parece deconstruir la posibilidad de hablar de un cuerpo de mujer para, en todo caso, permitir hablar de cuerpos desterritorializados, nómades, pues, tal como lo señala Sandra Jara, “… […] el cuerpo de mujer habla para decir, en definitiva, su desnudez, su invisibilidad, su descorporización y su fragmentariedad” (Jara 1997: 108). En síntesis: si leemos críticamente “como una mujer” a quienes escriben “como una mujer”, hagámoslo sin enrarecimientos conceptuales, considerando a un sujeto que puede adoptar posiciones múltiples y que no es independiente de la “forma” de su discurso, a fin de no banalizar una zona cultural tan compleja como la involucrada en la teoría del género. 

Bibliografía: Broad, Charlotte (1999), “Introducción”. Otramente: lectura y escritura feministas. (Marina Fe coordinadora), México: Fondo de Cultura Económica. Calabrese, Elisa (1998), “Género y teoría literaria. Un matrimonio conflictivo”. Arrabal. Revista de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos. NO. 1. ____________ (2000) “Mujeres que novelan la historia”. América Latina: Literatura e historia entre dos finales de siglo. (Sonia Mattalía y Joan del Alcázar coordinadores). Valencia: Ediciones del CEPS. Catelli, Nora (2001), “Teoría feminista y experiencia literaria”. Punto de vista. Revista de cultura, NO. 71. Domínguez, Nora y Perilli, Carmen (compiladoras), (1998). Fábulas del género. Rosario: Beatriz Viterbo editora. Jara, Sandra (1997) “Más allá del género. Una escritura que socava sus condiciones de posibilidad”. Mujeres que escriben sobre mujeres (que escriben), (Cristina Piña editora). Bs.As.: Biblos. Kristeva, Julia (1999), Las nuevas enfermedades del alma, Madrid: Cátedra. ____________ (1974), La révolution du langage poètique. París: Seuil. Piña, Cristina (1993), “La narrativa argentina en los años setenta y ochenta”. Cuadernos hispanoamericanos, NO. 517-519. Touraine, Alain (1994), Crítica de la Modernidad, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. 1994. 

 Una vez construida esta gigantesca operación, no sólo ya no hace falta demoler a Lugones, hasta se le puede dedicar un volumen de poemaspost mortem, como en efecto hace Borges. Por otra parte, observemos lo que pasa con Macedonio. Recordemos la idea borgeana de que lo más importante de la escritura no está nunca explícito. Esto sin duda aparece muchas veces en los textos de Borges; en el enigma, la única palabra prohibida es la clave. Y es así que el nombre omitido podríamos decir, es el que constituye la clave de la escritura y es el de Macedonio Por eso, a primera vista pensamos: ¿qué mejor homenaje que un ensayo crítico-biográfico? Pero allí podemos leer una frase que cifra la lectura que esbozo aquí, y es ésta: ... «el talento de Macedonio era eminentemente verbal». Con tal enuciado, Borges parece decir que las más valiosas o genuinas capacidades intelectuales, estéticas, filosóficas y humorísticas de Macedonio no son accesibles por medio de su escritura. ¿Qué consecuencias se pueden apuntar? Varias y complejas; por una parte, que la ficción biográfica del texto borgeano, su invención, su Macedonio, ubican a éste en un lugar inaccesible. ¿Cómo podremos conocer, desde ese momento y pese a todo lo que Borges está escribiendo sobre él, al «verdadero» y talentoso Macedonio? Por otra parte, es un modo de apropiación, ya que, dada la amistad desplegada en esas conversaciones a las que nunca asistiremos, el único que tendrá para siempre ese privilegio, será Borges. También hay una verdad oblicua en este irónico y ambivalente elogio. Si bien el ensayo presenta esta imposibilidad de conocimiento, ese nunca acceder al talento macedoniano, con la falsa modestia característica de Borges —como si pese a sus esfuerzos, no pudiera hacernos llegar a su biografiado— es verdad que la invención del personaje Macedonio representa el desafío de una biografía imposible, porque no solamente su obra es una anti-obra (en el sentido de la no publicación, el deliberado borramiento), sino que el propio Macedonio inventa mucho antes que Borges, las biografías imposibles, empezando por la suya propia. 

 -o-o-