Donnerstag, 25. März 2021

 

Fernando Pessoa:  Livro do Desassossego  y nota s/heterónimos


 


He dado a esta traducción el título de Libro del desasosiego de Bernardo Soares —y no «por Bernardo Soares», como consta en la edición original [pról. del traductor al español Ángel Crespo]

El Libro del desasosiego (en portugués, Livro do Desassossego), escrito por Fernando Pessoa bajo el heterónimo de Bernardo Soares, es la obra en prosa más importante del poeta portugués. Fernando Pessoa nació en Lisboa el 13 de junio de 1888. Su madre, prematuramente viuda, se casó en segundas nupcias con el comandante João Miguel Rosa, que en 1895 fue nombrado cónsul en Durban (África del Sur), donde Pessoa estudió en el convento de West Street y luego en la High School y la Commercial School, y pasó el examen de admisión y la Intermediate Examination de Artes en la Universidad de Ciudad del Cabo. En 1905 Pessoa se trasladó a Lisboa para matricularse en el curso superior de Letras. Traductor, astrólogo, médium, ensayista, vinculado a la vez a la vanguardia literaria y plástica y al ocultismo, Fernando Pessoa debe su extensa y casi enteramente póstuma notoriedad mundial a la vasta y variada obra poética que, firmada por él mismo o atribuida a alguno de sus heterónimos —señaladamente Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Alvaro de Campos.

F. Pessoa sólo alcanzó reconocimiento tras su muerte en Lisboa, en 1935. Pessoa nació en Lisboa, pero durante su infancia viajó a Durban, en Suráfrica, donde su padrastro era cónsul, había perdido a su padre con 5 años y su madre se casó en segundas nupcias. El inglés se convirtió en su segunda lengua: fue bilingüe y trabajó como traductor técnico; publicó sus primeros poemas en inglés. Al tiempo que trabajó como traductor se convirtió en el principal foco estético de la vanguardia portuguesa y colaboró en diversas publicaciones como Orfeo, órgano de la literatura vanguardista. Influido por la filosofía de Schopenhauer y de Nietzsche, y por los simbolistas franceses, introdujo en su país las corrientes literarias en boga de la época; desde el modernismo al futurismo. No publicó poesía en portugués hasta un año antes de su muerte, cuando apareció una colección de poemas firmados con diferentes nombres, como si fueran distintos alter egos. Es la suya una obra que verdaderamente puede decirse que representa todos los aspectos diferentes de la personalidad del poeta con su completa variedad de voces y diferentes estilos individuales.

Signos utilizados:   / / Reserva del autor acerca de una palabra o expresión. ( ) Duda del autor en cuanto a la oportunidad de la inclusión de una o más palabras. (...) Pasaje dejado incompleto por el autor. [ ] Palabras añadidas por los editores. [...] Palabra o pasaje ilegible.

PREFACIO

 Hay en Lisboa unos pocos restaurantes o casas de comidas en los que, encima de una tienda con hechuras de taberna decente, se alza un entresuelo que tiene el aspecto casero y pesado de un restaurante de ciudad pequeña sin tren. En esos entresuelos poco visitados, excepto los domingos, es frecuente encontrar tipos curiosos, caras sin interés, una serie de apartes en la vida. El deseo de sosiego y la conveniencia de los precios me han llevado, durante un período de mi vida, a ser parroquiano de uno de esos entresuelos. Sucedía que, cuando tenía que cenar a las siete, casi siempre encontraba a un individuo cuyo aspecto, que al principio no me interesó, empezó a interesarme poco a poco. Era un hombre que aparentaba unos treinta años, magro, más alto que bajo, encorvado exageradamente cuando estaba sentado, pero menos cuando estaba de pie, vestido con cierto descuido no totalmente descuidado. A la cara pálida y sin facciones interesantes, un aire de sufrimiento no le añadía interés, y era difícil definir qué especie de sufrimiento indicaba aquel aire; parecía indicar varios: privaciones, angustias y ese sufrimiento que nace de la indiferencia de haber sufrido mucho. Cenaba siempre poco, y terminaba fumando tabaco de hebra. Observaba de manera extraordinaria a las personas que había allí, no de modo sospechoso, sino con un interés especial; pero no las observaba como escrutándolas, sino como si le interesasen y no quisiera fijarse en sus facciones o analizar las manifestaciones de su carácter. Fue este rasgo curioso el que primero hizo que me interesase por él. Pasé a verle mejor. Me di cuenta de que un aire inteligente animaba de cierto modo incierto sus facciones. Pero el abatimiento, la inercia de la angustia fría, ocultaba tan regularmente su aspecto que era difícil entrever, además de éste, cualquier otro rasgo. Supe incidentalmente, por un camarero del restaurante, que era un empleado comercial, de una firma de allí cerca. Un día sucedió algo en la calle, por debajo de las ventanas: una escena de pugilato entre dos individuos. Los que estaban en el entresuelo corrieron hacia las ventanas, y yo también, y también el individuo del que estoy hablando. Cambié con él una frase casual, y me respondió en el mismo tono. Su voz era empañada y trémula, como la de las criaturas que no esperan nada, porque es perfectamente inútil esperar. Pero resultaba, por ventura, absurdo conceder esa importancia a mi compañero vespertino de restaurante. No sé por qué, empezamos a saludarnos desde aquel día. Un día cualquiera, en el que tal vez nos aproximó la circunstancia absurda de coincidir el que ambos fuésemos a cenar a las nueve y media, empezamos una conversación accidental. A cierta altura, me preguntó si escribía. Respondí que sí. Le hablé de la revista «Orpheu»1 , que había aparecido hacía poco. La elogió, la elogió mucho, y yo me quedé verdaderamente pasmado. Me permití hacerle la observación de que me extrañaba, porque el arte de los que escriben en «Orpheu»2 suele ser para pocos. Por lo demás, añadió, aquel arte no le había ofrecido verdaderas novedades: y tímidamente observó que, no teniendo dónde ir ni qué hacer, ni amigos a los que visitar, ni interés en leer libros, solía gastar sus noches, en su cuarto alquilado, escribiendo también.

(TRECHO INICIAL) He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué. Y entonces, porque el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes ha escogido a la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de la que son, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso no he abandonado a Dios tan ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad. He considerado que Dios, siendo improbable, podría ser; pudiendo, pues, ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea biológica, y no significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto de la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me ha parecido siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales. Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me he quedado, como otros de la orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se llama la Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese pensar, se pararía. A quien como yo, así, viviendo no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis pocos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida. Y, así, ajenos a la solemnidad de todos los mundos, indiferentes a lo divino y despreciadores de lo humano, nos entregamos fútilmente a la sensación sin propósito, cultivada con un epicureismo sutilizado, como conviene a nuestros nervios cerebrales. Reteniendo, de la ciencia, solamente aquel precepto suyo central de que todo está sujeto a leyes fatales, contra las cuales no se reacciona independientemente, porque reaccionar es haber hecho ellas que reaccionásemos; y comprobando que ese precepto se ajusta al otro, más antiguo, de la divina fatalidad de las cosas, abdicamos del esfuerzo como los débiles del entretenimiento de los atletas, y nos inclinamos sobre el libro de las sensaciones con un gran escrúpulo de erudición sentida. No tomando nada en serio, ni considerando que nos fuese dada, por cierta, otra realidad que nuestras sensaciones, en ellas nos refugiamos, y a ellas exploramos como a grandes países desconocidos. Y, si nos empleamos asiduamente, no sólo en la contemplación estética, sino también en la expresión de sus modos y resultados, es que la prosa o el verso que escribimos, destituidos de voluntad de querer convencer al ajeno entendimiento o mover la ajena voluntad, es apenas como el hablar en voz alta de quien lee, como para dar objetividad al placer subjetivo de la lectura. Sabemos bien que toda obra tiene que ser imperfecta, y que la menos segura de nuestras contemplaciones estéticas será la de aquello que escribimos. Pero, imperfecto y todo, no hay poniente tan bello que no pudiese serlo más, o brisa leve que nos dé sueño que no pudiese darnos un sueño todavía más tranquilo. Y así, contempladores iguales de las montañas y de las estatuas, disfrutando de los días como de los libros, soñándolo todo, sobre todo para convertirlo en nuestra íntima substancia, haremos también descripciones y análisis que, una vez hechos, pasarán a ser cosas ajenas que podemos disfrutar como si viniesen en la tarde. No es éste el concepto de los pesimistas, como aquel de Vigny, para quien la vida es una cárcel, en la que él tejía paja para distraerse. Ser pesimista es tomar algo por trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad. No tenemos, es cierto, un concepto de valía que apliquemos a la obra que producimos. La producimos, es cierto, para distraernos, pero no como el preso que teje la paja, para distraerse del Destino, sino como la joven que borda almohadones para distraerse, sin nada más. Considero a la vida como una posada en la que tengo que quedarme hasta que llegue la diligencia del abismo. No sé a dónde me llevará, porque no sé nada. Podría considerar esta posada una prisión, porque estoy compelido a aguardar en ella; podría considerarla un lugar de sociabilidad, porque aquí me encuentro con otros. No soy, sin embargo, ni impaciente ni vulgar. Dejo a lo que son a los que se encierran en el cuarto, echados indolentes en la cama donde esperan sin sueño; dejo a lo que hacen a los que conversan en las salas, desde donde las músicas y las voces llegan cómodas hasta mí. Me siento a la puerta y embebo mis ojos en los colores y en los sonidos del paisaje, y canto lento, para mí solo, vagos cantos que compongo mientras espero. Para todos nosotros caerá la noche y llegará la diligencia. Disfruto la brisa que me conceden y el alma que me han dado para disfrutarla, y no me interrogo más ni busco. Si lo que deje escrito en el libro de los viajeros pudiera, releído un día por otros, entretenerlos también durante el pasaje, estará bien. Si no lo leyeran, ni se entretuvieran, también estará bien. 29-3-1930.

 1ST ARTICLE: Cuando nació la generación a la que pertenezco, encontró al mundo desprovisto de apoyos para quien tuviera cerebro, y al mismo tiempo corazón. El trabajo destructivo de las generaciones anteriores había hecho que el mundo para el que nacimos no tuviese seguridad en el orden religioso, apoyo que ofrecernos en el orden moral, tranquilidad que darnos en el orden político. Nacimos ya en plena angustia metafísica, en plena angustia moral, en pleno desasosiego político. Ebrias de las fórmulas exteriores, de los meros procesos de la razón y de la ciencia, las generaciones que nos precedieron derrocaron todos los fundamentos de la fe cristiana, porque su crítica bíblica, ascendiendo de la crítica de los textos a la crítica mitológica, redujo los evangelios y la anterior hierografía de los judíos a un montón dudoso de mitos, de leyendas y de mera literatura; y su crítica científica señaló gradualmente los errores, las ingenuidades salvajes de la «ciencia» primitiva de los evangelios; y, al mismo tiempo, la libertad de discusión, que sacó a pública discusión todos los problemas metafísicos, arrastró con ellos a los problemas religiosos donde perteneciesen a la metafísica. Ebrias de algo, dudoso, a lo que llamaron «positividad», esas generaciones criticaron toda la moral, escudriñaron todas las reglas de vida, y de tal choque de doctrinas sólo quedó la seguridad de ninguna, y el dolor de no existir esa seguridad. Una sociedad indisciplinada así en sus fundamentos culturales no podía, evidentemente, ser otra cosa que víctima, en la política, de esa indisciplina; y así fue como despertamos a un mundo ávido de novedades sociales, y que con alegría iba a la conquista de una libertad que no sabía lo que era, de un progreso que nunca definió. Pero el criticismo ordinario de nuestros padres, si nos legó la imposibilidad de ser cristianos, no nos legó el contentamiento con que la tuviésemos; si nos legó la incredulidad en las fórmulas morales establecidas, no nos legó la indiferencia ante la moral y las reglas de vivir humanamente; si dejó dudoso el problema político, no dejó indiferente a nuestro espíritu ante cómo se resolvería ese problema. Nuestros padres destruyeron alegremente porque vivían en una época que todavía tenía reflejos de la solidez del pasado. Era aquello mismo que destruían lo que prestaba fuerza a la sociedad para que pudiesen destruir sin sentir agrietarse al edificio. Nosotros heredamos la destrucción y sus resultados. En la vida de hoy, el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación.

4 Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Orientes y Occidentes otras formas religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir. Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la representa: pasar a otras religiones es perder ésta y, por fin, perderlas a todas. Nosotros perdimos ésta, y también las otras. Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto al que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula aventurera de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso. Sin ilusiones, vivimos apenas del sueño, que es la ilusión de quien no puede tener ilusiones. Viviendo de nosotros mismos, nos disminuimos, porque el hombre completo es el hombre que se ignora. Sin fe, no tenemos esperanza, y sin esperanza no tenemos propiamente vida. No teniendo una idea del futuro, tampoco tenemos una idea de hoy, porque el hoy, para el hombre de acción, no es sino un prólogo del futuro. La energía para luchar nació muerta con nosotros, porque nosotros nacimos sin el entusiasmo de la lucha. Unos de nosotros se estancaron en la conquista necia de lo cotidiano, ordinarios y bajos buscando el pan de cada día, y queriendo obtenerlo sin trabajo sentido, sin la conciencia del esfuerzo, sin la nobleza de la consecución. Otros, de mejor estirpe, nos abstuvimos de la cosa pública, nada queriendo y nada deseando, e intentando llevar hasta el calvario del olvido la cruz de existir simplemente. Imposible esfuerzo en quien no tiene, como el portador de la Cruz, un origen divino en la conciencia. Otros se entregaron, atareados por fuera del alma, al culto de la confusión y del ruido, creyendo vivir cuando se oían, creyendo amar cuando chocaban contra las exterioridades del amor. Vivir, nos dolía, porque sabíamos que estábamos vivos: morir, no nos aterraba, porque habíamos perdido la noción normal de la muerte. Pero otros, Raza del Final, límite espiritual de la Hora Muerta, no tuvieron el valor de la negación y el asilo en sí mismos. Lo que vivieron fue en la negación, en el desconocimiento y en el desconsuelo. Pero lo vivimos desde dentro, sin gestos, encerrados siempre, por lo menos en el género de vida, entre las cuatro paredes del cuarto y los cuatro muros de no saber hacer.

5 Envidio —pero no sé si envidio— a aquellos de quienes se puede escribir una biografía, o que pueden escribir la propia. En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi biografía sin hechos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones y, si nada digo en ellas, es que no tengo nada que decir. ¿Qué tiene alguien que confesar que valga o que sirva? Lo que nos ha sucedido, o le ha sucedido a todo el mundo o sólo a nosotros; en un caso, no es novedad, y en el otro no es cosa que se comprenda. Si escribo lo que siento es porque así disminuyo la fiebre de sentir. Lo que confieso no tiene importancia, pues nada tiene importancia. Hago paisajes con lo que siento. Hago fiestas de las sensaciones. Comprendo bien a las bordadoras gracias a la amargura, y a las que hacen punto de media porque hay vida. Mi tía vieja hacía solitarios durante lo infinito de la velada. Estas confesiones de sentir son solitarios míos. No los interpreto, como quien usase cartas para saber el destino. No los ausculto, porque en los solitarios las cartas no tienen propiamente valor. Me desenrollo como una madeja multicolor, o hago conmigo figuras de cordel, como las que se tejen entre los dedos estirados y se pasan de unos niños a otros. Sólo me preocupo de que el pulgar no estropee el lazo que le corresponde. Después, vuelvo la mano y la imagen resulta diferente. Y vuelvo a empezar. Vivir es hacer punto de media con una intención de los demás. Pero, al hacerlo, el pensamiento es libre, y todos5 los príncipes encantados pueden pasear por sus parques entre zambullida y zambullida de la aguja de marfil de pico al revés. Punto de ganchillo de las cosas... Intervalo... Nada... Por lo demás, ¿con qué puedo contar conmigo? Una acuidad horrible de las sensaciones, y la comprensión profunda de estar sintiendo... Una inteligencia aguda  para destruirme, y un poder de ensueño ávidamente deseoso de entretenerme... Una voluntad muerta y una reflexión que la arrulla, como a un hijo vivo... Sí, punto de ganchillo...

6 Encaro serenamente, sin nada más que lo que en el alma represente una sonrisa, el encerrárseme siempre la vida en esta Calle de los Doradores6 , en esta oficina, en esta atmósfera de esta gente. Tener lo que me dé para comer y beber, y donde vivir, y el poco espacio libre en el tiempo para soñar, escribir —dormir—, ¿qué más puedo yo pedir a los Dioses o esperar del Destino? He tenido grandes ambiciones y sueños dilatados —pero también los tuvo el cargador o la modistilla, porque sueños los tiene todo el mundo: lo que nos diferencia es la fuerza de conseguir o el destino de conseguirse con nosotros. En sueños, soy igual al cargador y a la modistilla. Sólo me diferencia de ellos el saber escribir. Sí, es un acto, una realidad mía que me diferencia de ellos. En el alma, soy su igual. Bien sé que hay islas del Sur y grandes amores cosmopolitas y (...) Si yo tuviese el mundo en la mano, lo cambiaría, estoy seguro, por un billete para [la] Calle de los Doradores. Tal vez mi destino sea eternamente ser contable, y la poesía o la literatura una mariposa que, parándoseme en la cabeza, me torne tanto más ridículo cuanto mayor sea su propia belleza. Sentiré añoranzas de Moreira, ¿pero qué son las añoranzas ante las grandes ascensiones? Sé bien que el día que sea contable7 de la casa Vasques y Cia. será uno de los grandes días de mi vida. Lo sé con una anticipación amarga e irónica, pero lo sé con la ventaja intelectual de la certidumbre.

7 El patrón Vasques. Siento, muchas veces, inexplicablemente, la hipnosis del patrón Vasques. ¿Qué es para mí ese hombre, salvo el obstáculo ocasional de ser el dueño de mis horas, durante un tiempo diurno de mi vida? Me trata bien, me habla con amabilidad, salvo en los momentos bruscos de preocupación desconocida en que no habla bien a alguien. Sí, ¿pero por qué me preocupa? ¿Es un símbolo? ¿Es una razón? ¿Qué es? El patrón Vasques. Me acuerdo ya de él en el futuro con la nostalgia que sé que he de sentir entonces. Estaré tranquilo en una casa pequeña de los alrededores de algo, gozando de un sosiego en el que no haré la obra que no hago ahora, y buscaré, para continuar el no haberla hecho, disculpas diferentes de aquella en que hoy me esquivo a mí mismo. O estaré internado en un asilo de mendigos, feliz por la derrota completa, mezclado con la ralea de los que se creyeron genios y no fueron más que mendigos con sueños, junto con la masa anónima de los que no tuvieron poder para triunfar ni renuncia generosa para triunfar al revés. Esté donde esté, recordaré con nostalgia al patrón Vasques, a la oficina de la Calle de los Doradores, y la monotonía de la vida cotidiana será para mí como el recuerdo de los amores que no tuve, o de los triunfos que no habrían de ser míos. El patrón Vasques. Veo hoy desde allí, como le veo hoy desde aquí mismo — estatura media, achaparrado, ordinario con límites y afectos, franco y astuto, brusco y afable—, jefe, aparte su dinero, en las manos peludas y lentas, con las venas marcadas como pequeños músculos coloreados, el pescuezo lleno pero no gordo, los carrillos colorados y al mismo tiempo tersos, bajo la barba oscura siempre afeitada a tiempo. Le veo, veo sus ojos de vagar enérgico, los ojos que piensan para dentro cosas de fuera, recibo la perturbación de su ocasión en que no le agrado, y mi alma se alegra con su sonrisa, una sonrisa ancha y humana, como el aplauso de una multitud. Será, tal vez, porque no hay cerca de mí una figura más importante que el patrón Vasques por lo que, muchas veces, esa figura vulgar y hasta ordinaria se me enreda en la inteligencia y me distrae de mí mismo. Creo que hay símbolo. Creo o casi creo que en alguna parte, en una vida remota, este hombre fue en mi vida algo más importante que lo que es hoy.

 8 ¡Ah, comprendo! El patrón Vasques es la Vida. La Vida, monótona y necesaria, dirigente y desconocida. Este hombre trivial representa la trivialidad de la Vida. Él lo es todo para mí, por fuera, porque la Vida lo es todo para mí por fuera. Y, si la oficina de la Calle de los Doradores representa para mí la Vida, este segundo piso mío, donde vivo, en la misma Calle de los Doradores, representa para mí el Arte. Sí, el Arte, que vive en la misma calle que la Vida, aunque en un sitio diferente, el Arte que alivia de la Vida sin aliviar de vivir, que es tan monótono como la misma Vida, pero sólo en un sitio diferente. Sí, esta Calle de los Doradores comprende para mí todo el sentido de las cosas, la solución de todos los enigmas, salvo el de que existan los enigmas, que es lo que no puede tener solución.

 9 A veces, cuando levanto la cabeza aturdida de los libros en que escribo las cuentas ajenas y la ausencia de la propia vida, siento una náusea física, que puede ser de inclinarme, pero que trasciende a los números y a la desilusión. La vida me disgusta como una medicina inútil. Y es entonces cuando siento con visiones claras lo fácil que sería alejarse de este tedio si tuviese la simple fuerza de querer alejarlo de verdad. Vivimos gracias a la acción, es decir gracias a la voluntad. A los que no sabemos querer —seamos genios o mendigos— nos hermana la impotencia. ¿De qué me sirve llamarme genio si soy ayudante de contabilidad? Cuando Cesário Verde8 hizo que le dijeran al médico que era, no el señor Verde, empleado de comercio, sino el poeta Cesário Verde, se valió de uno de esos verbalismos del orgullo inútil que exudan el olor de la vanidad. Lo que siempre fue, pobrecillo, fue el señor Verde, empleado de comercio. El poeta nació después de su muerte, porque fue después de su muerte cuando nació la estimación por el poeta. Hacer, he ahí la inteligencia verdadera. Seré lo que quiera. Pero tengo que querer lo que sea. El éxito está en tener éxito, y no en tener condiciones para el éxito. Condiciones de palacio las tiene cualquiera en la ancha tierra, pero ¿dónde está el palacio si no lo hacen allí?

10 Prefiero la prosa al verso, como modo de arte, por dos razones, la primera de las cuales, que es mía, es que no puedo escoger, pues soy incapaz de escribir en verso. La segunda, sin embargo, es de todos, y no es —lo creo de verdad— una sombra o disfraz de la primera. Vale, pues, la pena que la deshile, porque afecta al sentido íntimo de todo el valor del arte. Considero al verso una cosa intermedia, un paso de la música a la prosa. Como la música, el verso es limitado por leyes rítmicas que, aunque no sean las leyes rígidas del verso regular, existen sin embargo como defensas, coacciones, dispositivos automáticos de opresión y castigo. En la prosa hablamos libres. Podemos incluir ritmos musicales y, a pesar de ello, pensar. Podemos incluir ritmos poéticos y, sin embargo, estar fuera de ellos. Un ritmo ocasional de verso no estorba a la prosa; un ritmo ocasional de prosa hace tropezar al verso. En la prosa se engloba todo el arte, en parte porque en la palabra está contenido todo el mundo, en parte porque en la palabra libre está contenida toda la posibilidad de decirlo y pensarlo. En la prosa lo damos todo, por transposición: el color y la forma, que la pintura no puede dar sino directamente, en ellos mismos, sin dimensión íntima; el ritmo, que la música no puede dar sino directamente, en él mismo, sin cuerpo formal, ni ese segundo cuerpo que es la idea; la estructura, que el arquitecto tiene que formar con cosas duras, dadas, exteriores, y nos erguimos en ritmos, en indecisiones, en decursos y fluideces; la realidad, que el escultor tiene que dejar en el mundo, sin aura ni transubstanciación; la poesía, en fin, en la que el poeta, como el iniciado en una orden oculta, es siervo, aunque voluntario, de un grado y de un ritual. Estoy seguro de que, en un mundo civilizado perfecto, no habría otro arte que la prosa. Dejaríamos los ponientes a los ponientes, procurando tan sólo, en arte, comprenderlos verbalmente, transmitiéndolos así en una música inteligible del corazón. No haríamos escultura de los cuerpos, que guardarían, propios, vistos y tocados, su relieve móvil y su tibieza suave. Haríamos casas sólo para vivir en ellas, que es, al fin, aquello para lo que son. La poesía quedaría para que los niños se acercasen a la prosa futura; que la poesía es, por cierto, algo infantil, mnemónico, auxiliar e inicial. Hasta las artes menores, o aquellas a las que podemos llamar así, se reflejan, susurrantes, en la prosa. Hay prosa que danza, que canta, que se declama a sí misma. Hay ritmos verbales que son bailes en que la idea se desnuda sinuosamente, con una sensualidad translúcida y perfecta. Y hay también en la prosa sutilezas convulsas en que un gran actor, el Verbo, transmuta rítmicamente en su substancia corpórea el misterio impalpable del Universo . 18-10-1931.

11 Todo se penetra. La lectura de los clásicos, que no distinguen10 los ocasos, me ha vuelto inteligibles muchos ocasos, en todos sus colores. Hay una relación entre la competencia sintáctica, por la que se distinguen los valores de los seres11, de los sonidos y de las formas, y la capacidad de comprender cuándo el azul del cielo es realmente verde, y qué parte del amarillo existe en el verde azul del cielo. En el fondo es lo mismo: la capacidad de distinguir y de sutilizar. Sin sintaxis no hay emoción duradera. La inmortalidad es una función de los gramáticos.

12 Me gusta decir. Diré mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tocables, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. Tal vez porque la sensualidad real no tiene para mí interés de ninguna especie —ni siquiera material o de ensueño—, se me ha transmutado el deseo hacia aquello que crea en mí ritmos verbales, o los escucha de otros. Me estremezco si dicen bien. Tal página de Fialho , tal página de Chateaubriand, hacen hormiguear a mi vida en mis venas, me hacen rabiar trémulamente quieto de un placer inaccesible que estoy teniendo. Tal página, incluso, de Vieira , en su fría perfección de ingeniería sintáctica, me hace temblar como una rama al viento, en un delirio pasivo de cosa movida. Como todos los grandes enamorados, me gusta la delicia de la pérdida de mí mismo, en la que el gozo de la entrega se sufre completamente. Y, así, muchas veces, escribo sin querer pensar, en un devaneo exterior, dejando que las palabras me hagan fiestas, niño pequeño en su regazo. Son frases sin sentido, que corren mórbidas, con una fluidez de agua sentida, un olvidarse de riachuelo en el que las olas se mezclan e indefinen, volviéndose siempre otras, sucediéndose a sí mismas. Así las ideas, las imágenes, trémulas de expresión, pasan por mí en cortejos sonoros de sedas esfumadas, donde una claridad lunar de idea oscila, batida y confusa. No lloro por nada que la vida traiga o se lleve. Hay sin embargo páginas de prosa que me han hecho llorar. Me acuerdo, como si lo estuviera viendo, de la noche en que, siendo todavía niño, leí por primera vez, en una antología, el célebre paso de Vieira sobre el Rey Salomón. «Fabricó Salomón un palacio...» Y seguí leyendo, hasta el final, trémulo, confuso; después rompí en llanto feliz, como el que ninguna felicidad real me hará llorar, como el que ninguna tristeza de la vida me hará imitar. Aquel movimiento hierático de nuestra clara lengua majestuosa, aquel expresar las ideas en las palabras inevitables, correr de agua porque hay un declive, aquel asombro vocálico en que los sonidos son colores ideales; todo esto me embriagó instintivamente como una gran emoción política. Y, lo he dicho, lloré; hoy, al acordarme, lloro. No es —no— la añoranza de la infancia, de la que no tengo añoranzas: es la añoranza de la emoción de aquel momento, la tristeza de no poder leer ya por primera vez aquella gran seguridad sinfónica. No tengo ningún sentimiento político o social. Tengo, sin embargo, en un sentido, un alto sentimiento patriótico. Mi patria es la lengua portuguesa. No me pesaría que invadiesen o tomasen Portugal, siempre que no me molestasen personalmente. Pero odio, con odio verdadero, con el único odio que siento, no a quien escribe mal portugués, no a quien no sabe sintaxis, no a quien escribe en ortografía simplificada (14), sino a la página mal escrita, como a persona propia, a la sintaxis equivocada, como a gente a la que golpear, a la ortografía sin ípsilon15 , como al escupitajo directo que me enoja independientemente de quien lo haya escupido. Sí, porque la ortografía también es gente. La palabra es completa vista y oída. Y la gala de la transliteración grecorromana me la viste con su verdadero manto regio, gracias al cual es reina y señora.

(14) Pessoa escribía con ortografía etimológica, la cual no ha sido modernizada en la edición que traducimos.

13 Por más que pertenezca, por el alma, al linaje de los románticos, no hallo reposo más que en la lectura de los clásicos. Su misma estrechez, a través de la cual su claridad se expresa, me consuela no sé de qué. Capto en ellos una impresión alegre de vida ancha, que contempla amplios espacios sin recorrerlos. Los mismos dioses paganos reposan del misterio. El análisis supercurioso de las sensaciones —a veces de las sensaciones que suponemos tener—, la identificación del corazón con el paisaje, la revelación anatómica de todos los nervios, el uso del deseo como voluntad y de la aspiración como pensamiento, todas estas cosas, me resultan demasiado familiares para que, en otro, me aporten novedad, o me procuren sosiego. Siempre que las siento, desearía, precisamente porque las siento, estar sintiendo otra cosa. Y, cuando leo a un clásico, esa otra cosa me es dada. Lo confieso sin rebozo ni vergüenza... No hay un trecho de Chateaubriand o un canto de Lamartine —trechos que tantas veces parecen ser la voz de lo que yo pienso, cantos que tantas veces parecen serme dichos para conocer— que me embelese y me eleve como un trecho de prosa de Vieira17 o una u otra oda de esos pocos clásicos nuestros que siguieron de veras a Horacio. Leo y soy liberado. Adquiero objetividad. He dejado de ser yo y disperso. Y lo que leo, en vez de ser un traje mío que apenas veo y a veces me pesa, es la gran claridad del mundo exterior, toda ella aparente18, el sol que ve a todos, la luna que mancha de sombras al suelo quieto, los espacios anchos que terminan en el mar, la solidez negra de los árboles que hacen señas verdes arriba, la paz sólida de los estanques de las quintas, los caminos cubiertos por las parras19, en los declives de las cuestas. Leo como quien abdica. Y, como la corona y el manto regios nunca son tan grandes como cuando el Rey que parte los deja en el suelo, depongo en los mosaicos de las antecámaras todos mis trofeos del tedio y del sueño, y subo la escalinata con la nobleza única de la mirada20 . Leo como quien pasa. Y es en los clásicos, en los calmos, en los que, si sufren, no lo dicen, donde me siento sagrado transeúnte, ungido peregrino, contemplador sin razón del mundo sin propósito, Príncipe del Gran Exilio, que dio, al partir, al último mendigo, la limosna extrema de su desolación. 

14 Detesto la lectura. Siento un tedio anticipado de las páginas desconocidas. Sólo soy capaz de leer lo que ya conozco. Mi libro de cabecera es la Retórica del Padre Figueiredo , donde leo todas las noches, por la cada vez más milésima vez, la descripción, en el estilo de un portugués conventual y perfecto, las figuras retóricas, cuyos nombres, mil veces leídos, no he aprendido todavía. Pero me arrulla el lenguaje (...) y si me faltasen las palabras justas escritas con C, dormiría inquieto. Debo, a pesar de ello, al libro del Padre Figueiredo, con su exageración de purismo, el relativo escrúpulo que siento —todo lo que puedo sentir— de escribir la lengua en que registro con la propiedad que... Y leo: (un trecho del P. Figueiredo) y esto me consuela de vivir o, si no, (un trecho sobre figuras) que vuelve en el prefacio No exagero una pulgada verbal: siento todo esto. Como otros pueden leer trechos en la Biblia, los leo de la Retórica. Tengo la ventaja del reposo y de la falta de devoción.

 15 No conozco un placer como el de los libros, y poco leo. Los libros son presentaciones a los sueños, y no necesita presentaciones quien, con la facilidad de la vida, entre en conversación con ellos. Nunca he podido leer un libro entregándome a él; siempre, a cada paso, el comentario de la inteligencia o de la imaginación me ha interrumpido la secuencia de la propia narrativa. Después de unos minutos, quien escribía era yo, y lo que estaba escrito no estaba en ninguna parte. Mis lecturas predilectas son la repetición de los libros triviales que duermen conmigo a mi cabecera. Hay dos que nunca me dejan —la Retórica del Padre Figueiredo24 y las Reflexiones sobre la Lengua Portuguesa del Padre Freiré25 . Estos libros los releo siempre, y bien; y, si es cierto que ya los he leído muchas veces, también es cierto que no he leído seguido ninguno de ellos. Debo a estos libros una disciplina que casi creo imposible en mí; una regla de escribir objetivado, una ley de la razón de que las cosas estén escritas. El estilo afectado, claustral, humilde, del Padre Figueiredo es una disciplina que hace las delicias de mi entendimiento. La difusión, casi siempre sin disciplina, del Padre Freiré entretiene a mi espíritu sin cansar, y me educa sin causarme preocupaciones. Son espíritus de eruditos y de sosegados que le sientan bien a mi ninguna disposición para ser como ellos, o como cualquier otra persona. Leo y me abandono, no a la lectura, sino a mí mismo. Leo y me adormezco, y es como entre sueños como sigo la descripción de las figuras retóricas del Padre Figueiredo, y es por bosques encantados por donde oigo al Padre Freiré enseñar que se debe decir Magdalena, pues Madalena sólo lo dice el vulgo. 16 He meditado hoy, en un intervalo de sentir, en la forma de prosa que uso. En verdad, ¿cómo escribo? He tenido, como todos han tenido, el deseo pervertido de querer tener un sistema y una norma. Es cierto que he escrito antes de la norma y del sistema; en esto, por tanto, no soy diferente de los demás. Analizándome esta tarde, descubro que mi sistema de estilo se asienta en dos principios, e inmediatamente, y con la buena manera de los buenos clásicos, erijo estos dos principios en fundamentos generales de todo estilo: decir lo que se siente exactamente como se siente —claramente, si es claro; oscuramente, si es oscuro; confusamente, si es confuso—; comprender que la gramática es un instrumento, y no una ley. Supongamos que veo ante nosotros una muchacha de modales masculinos. Un ente humano vulgar dirá de ella, «Esa muchacha parece un muchacho». Otro ente humano y vulgar, ya más cerca de la conciencia de que hablar es decir, dirá de ella «Esa muchacha es un muchacho». Otro igualmente consciente de los deberes de la expresión, pero más animado por el afecto de la concisión, que es la lujuria del pensamiento, dirá de ella «Ese muchacho». Yo diré «Esa muchacho», violando la más elemental de las reglas gramaticales, que manda que haya concordancia de género, como de número, entre la voz substantiva y la adjetiva. Y habré dicho bien: habré hablado en términos absolutos, fotográficamente, fuera de la vulgaridad, de la norma, y de la cotidianeidad. No habré hablado: habré dicho. La gramática, al definir el uso, hace divisiones legítimas y falsas. Divide, por ejemplo, los verbos en transitivos e intransitivos; sin embargo, el nombre de saber decir tiene muchas veces que convertir un verbo transitivo en intransitivo para fotografiar lo que siente, y no para, como el común de los animales hombres, el ver a oscuras. Si quiero decir que existo, diré «Soy». Si quiero decir que existo como alma separada, diré «Soy yo». Pero si quiero decir que existo como entidad que a sí misma se dirige y forma, que ejerce junto a sí misma la función divina de crearse, ¿cómo he de emplear el verbo «ser» sino convirtiéndolo súbitamente en transitivo? Y entonces, triunfalmente, antigramaticalmente supremo, diré «Me soy». Habré dicho una filosofía en dos palabras pequeñas. ¿Cuan preferible no es esto a no decir nada en cuarenta frases? /¿Qué más se puede exigir de la filosofía y de la dicción?/ Obedezca a la gramática quien no sabe pensar lo que siente. Sírvase de ella quien sabe mandar en sus expresiones. Cuéntase de Segismundo, Rey de Roma26 , que, habiendo, en un discurso público, cometido un error gramatical, respondió a quien le habló de él, «Soy Rey de Roma, y además de la gramática». Y la historia narra que fue conocido en ella como Segismundo «super-grammaticam». ¡Maravilloso símbolo! Cada hombre que sabe decir lo que dice es, a su manera, Rey de Roma. El título es regio y la razón del título es serse .

17 Desde que las últimas lluvias han dejado el cielo y se han quedado en la tierra —cielo limpio, tierra húmeda y brillante— la claridad mayor de la vida que como el azul ha vuelto a lo alto, y en la frescura de haber habido agua se ha alegrado abajo, ha dejado un cielo propio en las almas, una frescura suya en los corazones. Somos, por poco que lo queramos, siervos del tiempo y de sus colores y formas, súbditos del cielo y de la tierra. Aquel de nosotros que más se embreñe en sí mismo, despreciando lo que le rodea, ese mismo no se embreña por los mismos caminos cuando llueve que cuando el cielo está sereno. Oscuras transmutaciones, sentidas tal vez sólo en lo íntimo de los sentimientos abstractos, se producen porque llueve o porque ha dejado de llover, se sienten sin que se sientan porque, sin sentir, se ha sentido al tiempo. Cada uno de nosotros es varios, es muchos, es una prolijidad de sí mismos. Por eso, aquel que desprecia al ambiente no es el mismo que por él se alegra o padece. En la vasta colonia de nuestro ser hay gente de muchas especies, pensando y sintiendo de manera diferente. En este mismo momento, en que escribo, en un intervalo legítimo del hoy escaso trabajo, estas pocas palabras de impresión, soy yo quien las escribe atentamente, soy yo el que está contento de no tener que trabajar en este momento, soy yo el que está viendo el cielo allá fuera, invisible desde aquí, soy yo el que está pensando todo esto, soy yo el que siente al cuerpo contento y a las manos vagamente frías. Y todo este mundo mío de gente ajena entre sí proyecta, como una multitud diversa pero compacta, una sombra única —este cuerpo quieto y escribiente con que me reclino, de pie, contra el escritorio alto de Borges, donde he venido a buscar mi secante, que le había prestado. 30-12-1932.

Fuente https://monikamelo.files.wordpress.com/2011/02/pessoa-fernando-libro-del-desasosiego.pdf 

-o-o-

Fernando Pessoa - Heterónimos

Sobre Ricardo Reis
    Los heterónimos :
    Tuve siempre, desde niño, la necesidad de aumentar el mundo con personalidades ficticias, sueños míos rigurosamente construidos, vistos con claridad fotográfica, comprendidos dentro de sus almas. Tendría no más de cinco años y, niño aislado como estaba y sin querer dejar de estarlo, ya me acompañaban algunas de las figuras de mis sueños —un tal capitán Thiebaut, un tal Chevalier de Pas— y otros que he olvidado, y cuyo olvido, como el imperfecto recuerdo de aquéllos, es una de las grandes
saudades
de mi vida.
    (…) Esta tendencia no pasó con la infancia, sino que se desarrolló en la adolescencia, arraigó en la mocedad, y se ha convertido finalmente en la forma natural de mi espíritu. Hoy ya no tengo personalidad: cuanto en mí pueda haber de humano lo he repartido entre los diversos autores de cuya obra he sido ejecutor. Hoy soy el punto de reunión de una pequeña humanidad sólo mía.
    (…)
    Allá por 1912, salvo error (que nunca puede ser grande), me vino la idea de escribir unos poemas de índole pagana. Esbocé unas cosas en verso libre (…) y abandoné el caso. Había esbozado, con todo, en una penumbra mal urdida, un vago retrato de la persona que estaba haciendo aquello. (Había nacido, sin yo saberlo, Ricardo Reis).
    (…)
    Aparecido Alberto Caeiro, traté enseguida de descubrirle —instintiva y subconscientemente— unos discípulos. Arranqué de su falso paganismo al Ricardo Reis latente, descubrí su nombre y lo ajusté a él, porque en aquel momento ya lo veía. Y, de repente, y en derivación opuesta a la de Ricardo Reis, me surgió impetuosamente un nuevo individuo. De una sola vez, y a la máquina de escribir, sin interrupción ni enmienda, surgió la «Oda Triunfal» de Álvaro de Campos: la oda con ese nombre y el hombre con el nombre que tiene.
    Creé una
coterie
inexistente. Establecí todo aquello en moldes de realidad. Gradué las influencias, conocí las amistades, oí, dentro de mí, las discusiones y las divergencias de criterio, y en todo ello, me parece que fui yo, creador de todo, quien menos presente estaba. Parece que todo ocurrió independientemente de mí. Y parece que así ocurre todavía. Si algún día pudiese publicar la discusión estética entre Ricardo Reis y Álvaro de Campos, se vería lo diferentes que son uno de otro, y cómo yo no soy nada en la cuestión (…)
    Unas notas más sobre este asunto… Yo veo delante de mí, en el espacio sin color pero real del sueño, las caras, los gestos de Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Fijé sus edades y sus vidas. Ricardo Reis nació en 1887 (no recuerdo el día ni el mes, los tengo en algún sitio) en Oporto, es médico y vive actualmente en Brasil (…). Ricardo Reis es un «poquito» más bajo que Caeiro (que era de estatura mediana), más fuerte (Caeiro murió tuberculoso) aunque delgado, su rostro de un vago moreno mate (…). Ricardo Reis, educado en un colegio de jesuitas, es, como dije, médico; vive en Brasil desde 1919, pues se exilió voluntariamente por ser monárquico. Es un latinista por educación, y un semihelenista por vocación (…).
    Caeiro escribía mal el portugués, Campos razonablemente, pero con lapsos como cuando dice «eu próprio» en lugar de «eu mesmo», etcétera, Reis mejor que yo, pero con un purismo que considero exagerado.
    Sea como sea, el origen mental de mis heterónimos está en mi tendencia orgánica y constante a la despersonalización y a la simulación. Estos fenómenos —afortunadamente para mí y para los demás— los ideé en mí; quiero decir, que no se manifiestan en mi vida práctica, exterior y de relación con los demás; estallan hacia dentro y los vivo a solas conmigo.
    (…)
    Puse en Caeiro todo mi poder de despersonalización dramática, puse en Ricardo Reis toda mi disciplina mental revestida de la música que le es propia, puse en Álvaro de Campos toda la emoción que no debo ni a mí ni a la vida.
    (…)
    Lo que soy esencialmente —tras las máscaras involuntarias del poeta, del pensador y de cuanto más haya— es dramaturgo. El fenómeno de mi despersonalización instintiva para la explicación de la existencia de los heterónimos conduce de forma natural a esa definición. Así pues, no evoluciono: VIAJO (por un lapso en la tecla de las mayúsculas me salió, sin que lo quisiera, esa palabra en letra grande. Está bien, y así la dejo). Voy cambiando de personalidad, voy (aquí puede haber evolución) enriqueciendo mi capacidad de crear personalidades nuevas, nuevos tipos de fingir que comprendo el mundo, o mejor de fingir que se puede comprender.
    Ricardo Reis
    El doctor Ricardo Reis nació dentro de mi alma el día 20 de enero de 1914 alrededor de las once de la noche. Yo había estado oyendo el día anterior una amplia discusión sobre los excesos, especialmente de realización, del arte moderno. Según mi manera de sentir las cosas sin sentirlas, me fui dejando llevar por la onda de esa reacción momentánea. Cuando me di cuenta de lo que estaba pensando, vi que había concebido una teoría neoclásica y que la estaba desarrollando. La encontré hermosa y pensé que sería interesante si la desarrollaba según principios que no adopto ni acepto. Se me ocurrió la idea de hacer un neoclasicismo «científico» (…).
    * * *
    Se resume en un epicureísmo triste toda la filosofía de la obra de Ricardo Reis. Trataremos de sintetizarla.
    Cada uno de nosotros —opina el Poeta— debe vivir su propia vida, aislándose de los demás y procurando tan sólo, dentro de una sobriedad individualista, lo que le agrada o le place. No debe procurar los placeres violentos, y no debe huir de las sensaciones dolorosas que no sean extremas.
    Buscando el mínimo de dolor o (…), el hombre debe procurar sobre todo la calma, la tranquilidad, absteniéndose del esfuerzo y de la actividad útil (…).
    Debemos procurar darnos la ilusión de calma, de libertad y de felicidad, cosas inalcanzables porque, en cuanto a la libertad, los propios dioses —sobre los que pesa el Hado— no la tienen; en cuanto a la felicidad, no la puede tener quien está exiliado de su fe y del medio donde su alma debía vivir; en cuanto a la calma, quien vive en la angustia compleja de hoy, quien vive siempre esperando la muerte, difícilmente puede fingirse sereno. La obra de Ricardo Reis, profundamente triste, es un esfuerzo lúcido y disciplinado para lograr una cierta calma.
    (…)
    Nuestro Ricardo Reis (
confiesa Álvaro de Campos
) tuvo una inspiración feliz, si es que él utiliza la inspiración, cuando redujo a seis líneas su arte poética:
    No el arte poética, sino la suya. Que él ponga en la mente activa (altiva) el esfuerzo sólo de la «altura» (sea esto lo que sea), lo admito, aunque me parezca rigurosa una poesía limitada al escaso espacio propio de las cumbres. Pero la relación entre la altura y los versos de un cierto número de sílabas me es más oscura. Y, es curioso, el poema, salvo la historia de la altura, que es personal, y por ello se queda en Reis, que, por otra parte, la guarda para sí, está lleno de verdad:
    Que cuando es alto y regio el pensamiento,
    Súbdita la frase lo busca
    y el esclavo ritmo lo sirve.
    (…)
    No critico a Reis más que a otro poeta. Lo aprecio realmente, y a decir verdad, por encima de muchos, de muchísimos. Su inspiración es rigurosa y densa, su pensamiento compactamente sobrio, su emoción real aunque demasiado dirigida hacia ese punto cardinal llamado Ricardo Reis. Pero es un gran poeta —aquí lo admito—, si es que hay grandes poetas fuera del silencio de sus propios corazones.
    (…)
    Dice Campos (
habla ahora el propio Ricardo Reis
) que la poesía es una prosa donde el ritmo es artificial. Considera la poesía como una prosa que se reviste de música, de ahí el artificio. Yo, sin embargo, diría que la poesía es una música que se hace con ideas, en lugar de con emociones. Con emociones haréis sólo música. Con emociones que tienden a las ideas, que se añaden a las ideas para definirse, haréis el canto. Con ideas solamente, que contengan tan sólo (?) lo que de emoción hay necesariamente en todas las ideas, haréis poesía. De este modo, el canto es la forma primitiva de la poesía, porque es el camino hacia ella.
    Cuanto más fría la poesía, más verdadera: la emoción no debe entrar en la poesía sino como elemento dispositivo del ritmo, que es la supervivencia lejana de la música en el verso. Y ese ritmo, cuando es perfecto, debe surgir antes de la idea que de la palabra. Una idea perfectamente concebida es rítmica en sí misma; las palabras donde perfectamente se diga no tienen poder para abatida. Pueden ser duras y frías, no importa: son las únicas y por ende las mejores. Y, siendo las mejores, son las más hermosas.
    De nada sirve el simple ritmo de las palabras si éstas no contienen ideas. No hay nombres bellos, si no es por la evocación que los hace nombres. Que alguien se deje arrullar por los nombres propios de Milton es justo si se conoce lo que expresan, absurdo si se ignora, no provocando sino cansancio en el entendimiento, del que las palabras son el torpor.
    (…)
    Un poema (
continúa Reis
) es la proyección de una idea en palabras a través de la emoción. La emoción no es la base de la poesía: es tan sólo el medio del que la idea se sirve para reducirse a palabras.
    (…) La disciplina del ritmo se aprende hasta que acaba siendo una parte del alma: el verso que la emoción produce nace ya subordinado a esta disciplina. Una emoción naturalmente armónica es una emoción naturalmente ordenada: una emoción naturalmente ordenada es una emoción traducida a un ritmo ordenado, pues la emoción da el ritmo, y el orden que hay en ella el orden que en el ritmo existe.
    En la palabra, la inteligencia da la frase, la emoción el ritmo. Cuando el pensamiento del poeta es alto, esto es, formado por una idea que produce una emoción, ese pensamiento, ya de por sí armónico por la conjunción equilibrada de idea y emoción por la nobleza de ambas, transmite ese equilibrio de emoción y de sentimiento a la frase y al ritmo, y así, como dije, la frase, súbdita del pensamiento que la define, lo busca, y el ritmo esclavo de la emoción que ese pensamiento incorporó a sí, lo sirve.
    (…)
    Hay frases espontáneas (
escribe Álvaro de Campos
), profundas porque vienen de lo profundo, que definen a un hombre, o mejor, con las que un hombre se define sin pretenderlo. No me puedo olvidar de aquélla en la que Ricardo Reis una vez se me definió. Se hablaba de la mentira, y él dijo: «Abomino la mentira, porque es una inexactitud». Todo Ricardo Reis —pasado, presente y futuro— está en esto…
    FERNANDO  PESSOA

(fuente https://www.librosdemario.com/odas-de-ricardo-reis-leer-online-gratis/5-paginas )

posteado por kalais - ch

 

Ramón Gómez de la Serna: inventor de Greguerías y otras humoradas.

 


Ramón Gómez de la Serna Puig (Madrid3 de julio de 1888​-Buenos Aires12 de enero de 1963) fue un prolífico escritor y periodista vanguardista español, generalmente adscrito a la generación de 1914 o novecentismo, e impulsor del género literario conocido como greguería. Posee una obra literaria extensa que va desde el ensayo costumbrista o la biografía (escribió varias: sobre Valle InclánAzorín y sobre sí mismo: Automoribundia) hasta la novela y el teatro. Su vida y obra es una ruptura contra las convenciones. Es así una encarnación con el espíritu y la actuación de las vanguardias, a las que dedicará un libro llamado Ismos. Su obra es extensa y su eje central son las greguerías: un género iniciado por él, como un conjunto de apuntes en los que encierra una pirueta conceptual o una metáfora insólita. Suelen ser de varios tipos: chistes, juegos de palabras, o incluso también apuntes filosóficos. Estuvo muy vinculado con las tertulias y los escritores de la Argentina, país donde residió y trabajó por períodos de diversa duración y donde falleció.

«Ramón», como le gustaba que le llamaran, escribió un centenar de libros, la gran mayoría traducidos a varios idiomas. Divulgó las vanguardias europeas desde su concurrida tertulia en el Café de Pombo inmortalizada por su amigo, el pintor y escritor expresionista José Gutiérrez Solana. ​ Escribió especialmente biografías en que el personaje reseñado suponía en realidad una excusa para la divagación y la acumulación de anécdotas, verdaderas o inventadas.

 

Greguerías

Las greguerías son textos breves semejantes a aforismos, que generalmente constan de una sola frase, y que expresan, de forma aguda y original, pensamientos filosóficos, humorísticos, pragmáticos, líricos, o de cualquier otra índole. Se considera un género creado por Ramón Gómez de la Serna.


La bufanda es para los que bufan de frío.

El café con leche es una bebida mulata.

La plancha eléctrica parece servir café a las camisas.

A veces el beso no es más que un ” Chewing-gum ” compartido.

Era tan celoso que resultaba proceloso.

El ventilador afeita el calor.

Al sentirnos mal tenemos sudor frío de botijos.

Los bebes con chupete miran al fumador con pipa como a un compañero de cochecito.

Las alpargatas tempraneras pasan dando bofetadas al suelo.

Se le pone otra hache a Sánchez y es Shakespeare.

El lápiz solo escribe sombra de palabras.

Al oír que dice el bruto “Yo solo me he hecho a mí mismo”, pensamos en lo mal escultor que ha sido.

El arcoiris es como el anuncio de una tintorería.

El sostén es el antifaz de los senos.

Lo que le da más grima al cuchillo es partir un limón.

Los negros son negros porque sólo así logran estar a la sombra bajo el sol de África.

El león tiene en la punta de la cola la brocha de afeitar.

Las pirámides hacen jorobado al desierto.

Al ombligo le falta el botón.

El gato rubrica todos sus pensamientos con la cola.

Cuando el martillo pierde la cabeza, los clavos se ríen.

El camello tiene cara de cordero jorobado.

El bebé se saluda a si mismo dando la mano al pie.

-o-o-

Los senos de auténtico Sèvres

En casa del anticuario apareció la fina mujer, cuya cintura se cimbreaba en la luz.

—¿Qué desea? ¿Me trae algún abanico?

El anticuario al verla sin ningún paquete, creyó que era una de esas que se sacan de no se sabe dónde un abanico, un abanico viejo, que llena de lentejuelas la tienda cuando ellas lo abren.

Ella acercándose más al anticuario le dijo: “Le traigo unos senos de verdadero Sévres”

—Venga, pase —le dijo el anticuario pasándola al despachito donde compraba las joyas más importantes.

Ella entró con la determinación de la que va dispuesta a todo y allí sacó sus senos y los enseñó al anticuario.

—¿De Sévres? … ¿De Sévres? —decía el anticuario sin dejar de darles vueltas como a los jarrones a los que busca la marca.

—Sí, mire usted la señal—y la mujer que tenía los más puros senos de Sévres, y que sabía dónde estaba el grabado frío como una cicatriz de la marca, le dijo: “Aquí está”.

El anticuario con su lupa se quedó asombrado de la autenticidad, y comenzó a contar como quien cuenta papeles de fumar los billetes que daba por ellos.

Y la mujer de los puros y verdaderos senos de Sévres salía de la tienda sin senos, lisa, como la que ha vendido la última joya que le quedaba de sus padres.

La cleptómana de cucharillas : Era poderosa y aristocrática, pero tenía la obsesión de las cucharillas. Es esa una cleptomanía corriente, sobre todo en los palacios reales, y por eso hubo reyes que cambiaron las de oro por otras de similor, para evitar que se llevasen costoso ”recuerdo de S. M.”. 

Poseía cucharillas de los mejores hoteles del mundo, de las casas más nobles —con el escudo en el agarradero–, y hasta algunas arrancadas a las colecciones napoleónicas. Un día, sin poder resistir mi curiosidad, le pregunté qué se proponía almacenando tantas cucharillas. Entonces la cleptómana me dijo en voz baja: 

—Vengarme del mundo. . . Dejarlo sin una cucharilla. . …Que muevan el café con tenedor. 

Sabe a mariposa: Llegó a la gran bodega el supercatador, y cuando le dieron a probar el caldo rubio del jerez nuevo, dijo sin dubitación alguna:

- Sabe a mariposa

Todos se quedaron perplejos porque el dictamen del supercatador era inapelable. Por si hablaba en un sentido simbólico, le preguntaron:

-¿Y eso qué quiere decir?

- Nada, no se alarmen - repuso el genio en distinguir sabores-. Eso quiere decir que ha caído una mariposa en la tinaja.

Dudando de tanta sutileza, subieron en una escalera para ver si se veía la mariposa ahogada, y, en efecto, una mariposa blanca se había ahogado en el néctar rubio.

Senos de las criadas: Los senos de las criadas son senos que dan origen a sentimientos sordos y enconados.

Son como animales domésticos, que corren por la casa, que andan sueltos por ella y la alegran un poco.

Eso que es visible, una urbanidad y una política hipócrita hace como que no lo ve. Animan la mañana sobre todo, y dan a la casa más ambiente casero, más sabor humano.

Parece que cantan en la criada de otra manera que canta su boca, y son la gracia rústica de su trajín.

Son senos silvestres y retozones. Son como la cebolla que condimenta el aire de la casa, la cebolla humana y sensual, la cebolla barata.

Sobre todo el empaque que tiene la casa se destaca el que son verdaderamente, indudablemente senos de mujer. Las señoras de la casa evitarían que se viese eso, pero no pueden. Es demasiado elocuente su presencia y tiene derechos más fuertes que todo el señorío Que domina aún el mundo. Su rebeldía es manifiesta y no puede menos de admitirse teniéndose que tragar la píldora la señora. Los señoritos y el señorío ven demasiado, y a veces los buscan, aunque son senos ingratos y sucios, de una imaginación roma, senos que no comprenden, senos descarados que abusan de su condescendencia sombría o que sufren el vilipendio del hombre más espantosamente desleal que es el señorito que niega a la luz del día sus cosas de la sombra.

Traspaso de sueños: De pronto dejó de tener pesadillas y se sintió aliviado, pues habían llegado ya a ser una proyección obsedante que provoca una obsesión en las paredes de su alcoba.

Descansado y tranquilo en su sillón de lectura, el criado le anunció que quería verlo el señor de arriba. Como para la visita de un vecino no debe haber dilaciones que valgan, lo hizo pasar y escuchó su incumbencia:

– Vengo porque me ha traspasado usted sus sueños.

– ¿Y en qué lo ha podido notar?

– Como vecinos antiguos que somos, sé sus costumbres, sus manías y sobre todo sé su nombre, el nombre titular de los sueños que me agobian a mí, que no solía soñar... Aparecen paisajes, señoras, niños con los que nunca tuve que ver...

– ¿Pero cómo ha podido pasar eso?

– Indudablemente, como los sueños suben hacia arriba como el humo, han ascendido a mi alcoba, que está encima de la suya...

– ¿Y qué cree usted que podemos hacer?

– Pues cambiar de piso durante unos días y ver si se vuelven a usted sus sueños.

Le pareció justo, cambiaron, y a los pocos días los sueños habían vuelto a su legítimo dueño.

El día 32 : Ya no van a quedar más hojas del almanaque.Era nuestra última fortuna. Dentro de un rato estaremos arruinados.

Nos detendremos antes de arrancar la última hoja.

¿Qué habrá dentro? ¿Un consejo? ¿Una máxima? ¿Una promesa?

Hay quienes dejan pegada esa hoja en el cartón. Mal hecho. Esos se quedan sin algo, han dejado prendido un boleto de opción; quién sabe qué mueble de regalo; quién sabe qué fotografía que el destino hace en esa hoja en blanco y envía a la Caja de jubilaciones (desde luego en esa hoja está el vale para la comadrona que ha de sacar con bien el próximo año).

Porque hay un secreto que voy a divulgar, y es que, entre el 31 y el 1 del año que comienza, hay un día que no se nota, que pasa desapercibido, que, como todo el mundo está preocupado, nadie ve: el día 32.

Desde la antigüedad existe ese día, que no es de non, porque es par y jacarandoso.

Es el día en que los desmemoriados -todos somos desmemoriados el 31- vuelven a adquirir la memoria; el día que se pasa con la cabeza en el hielo; el día en que muchos, que no saben jugar al ajedrez, se lo pasan jugando sobre el tablero; el día de cambiar el empapelado del comedor y, como se ha hecho en plena inconsciencia, sorprenderse al día siguiente de lo raro que resulta contemplarle rojo cuando ayer parecía amarillo. ¡Qué de cosas se hacen ese día 32!

Es un día sin cobradores y en cuyos balcones aparece el paisaje que hemos soñado, y quizá por eso nos sentimos tan bien y la vida es sueño.

Cuando me di cuenta de la existencia del día 32 fue un año en el que el día 1 del año siguiente se me presentó una amiga de una prima mía con la que cené el día 31 de aquel diciembre.

-Chulillo mío -me dijo-, ¡qué día el de ayer!

Yo me quedé sorprendido, sin saber lo que significaba aquello.

Me acordaba de que el día último del año había cenado en casa de mis tíos y había acompañado a aquella joven al domicilio, cuya dirección ella misma me dio.

No me acordaba de haber estado calamocano ni de propasarme.

Acepté aquel idilio, y cuando la oía hablar del día que pasamos juntos entre las gasas del balcón, lleno de cortinajes transparentes y con algo de nido, sospeché la existencia de ese día 32.

Claro que salí de ella otro día 32 del año siguiente, aprovechando que ese día nadie se acuerda de lo que sucedió. Como sucede invisiblemente, se puede tener una despedida invisible.

El día 32 es el día en que se comen pichoncitos en salsa de jerez y se repara una última vez en que está retratado en las cien y borlas que se hubieran hecho si la suerte hubiera soplado a más velocidad. ¡Qué bonitas novias y cuántos sombreros de galera alta he gastado!

Yo sonrío ya cuando arrancan la última hoja y creen que detrás no hay nada más que un papel con engrudo.

-¡Mañana, ya, primero de año!

-Sí, quizá.

-¿Cómo quizá?

Hago un guiño y así me burlo de una más de los engañados. Pero ¿cómo no comprende que no puede venir un año después de otro sin una tregua, sin el día de la bandera blanca y del armisticio?

Yo ya me preparo, elijo la mujer de ese día, miro en los escaparates de repostería lo mejor de lo mejor. Tengo una lista de vinos reservada para el día 32 y me cambio de narices, y en algunos trechos en que mi pelo clarea, logro que se espese, y en los catálogos de radiorreceptores elijo el mejor, y ese día oigo las estaciones superpolares, donde las focas tocan el violín como no ha habido ejecutante que lo haya logrado nunca.

¿Qué cómo se entra en el día 32?

Ése es mi invento.

Yo tengo un biombo de cuatro hojas amplias y altas y en una de ellas he abierto una puertecita.

¡Qué cuestión tuve con mi mujer cuando encargué esa puertecita de escape!

-Prefiero que llames a tu amigo el psiquiatra y que me interne por fin en un manicomio a que hagas una puerta en ese biombo.

Al fin la convencí, y por esa puerta, en la segunda hoja del biombo, me escapo cuando suenan las doce de las noche del día 31 y me sumerjo en el 32. Ella no recobra el conocimiento hasta que llega el que ella cree que es el día siguiente, y es el subsiguiente.

La amante de Santiago: Todos los amigos de Santiago estaban sorprendidos de aquella predilección suya por una mujer de aspecto tan vulgar.

No la soltaba, no la dejaba hablar con nadie, caminaba siempre de su brazo, incrustándose en ella.

Santiago, cada vez más pálido y con una cabeza mayor, pasaba frente a sus amigos de promoción como un viejo precoz, aunque su rostro tenía su redondez de siempre, su carallenismo del instituto.

Sus amigos gastaban bromas a su cabeza.

—Pero échate petróleo Gal...

—Pero chico, que te quemen las puntas...

—¿Qué puntas?

—Las de las orejas... y las de la nariz.

—¿Por qué no te echas simiente de esa planta que venden en la calle de Hortaleza para cubrir de pelo vegetal a esos tiestos de barro que imitan una cabeza de hombre?

—Sí hombre, debes conseguir tener pelo aunque sea pelo verde...

—Por qué no gastas por lo menos peluquín... Te sentaría bien. Parecerías mucho más joven de lo que pareces...

Santiago callaba y se veía que cada vez le eran más molestas aquellas bromas por como dejaba de asistir temporadas de dos y tres meses a la tertulia del café.

—No salgo apenas de casa. Allí me paso los días enteros. Esa mujer me hace feliz...

Era la primera vez que hablaba de aquella mujer y todos callaron para que continuase, para ver si decía algo más. Al ver que no volvía a rechistar, Juan le tiró de la lengua:

—¿Pero qué tiene esa mujer?

—Que es extraordinaria.

— ¿Extraordinaria por qué?

— Hay cosas que no se pueden decir, pero yo os juro que esa mujer es extraordinaria. No hay belleza
comparable con la suya. Las demás mujeres son rígidas, parece que se han tragado un bastón o un paraguas...

— ¡Hombre! Qué cosas más raras dices. ¿Qué es eso de trabarse un bastón o un paraguas? Se habrán podido tragar hasta una cucharilla ¡pero un bastón!

—No podéis comprenderme. Esa mujer además ha viajado mucho... muchísima... Ha estado hasta en esa ciudad que ya nadie podrá conocer, porque es como si hubiese desaparecido ¡Ha estado muchas veces en San Petersburgo!

—¿Y por qué ha viajado tanto? ¿Es una exploradora o una turista?

— Es una artista.

— ¿Artista de qué?

Santiago vaciló.

— ¿Artista de cante?-dijo para ayudarle uno de los
presentes.

—Sí... Artista de canto...

—¿Y por qué no nos invitas alguna noche para que la oigamos?

—Porque ha perdido un poco la voz y sobre todo porque ella ya no quiere dedicar su arte a nadie que no sea yo... Nadie la volverá a admirar como no sea yo. Nadie.

Cuando pronunció estas últimas palabras Santiago, lo hizo con ofuscación, como defendiéndola contra todos, como prohibiendo que nadie la tocase, como si alguien fuese a abusar de ella.

Muchas otras veces interrumpió la charia de todos Santiago diciendo como traspasado por el recuerdo.

—Me hace muy feliz esa mujer.

Todos le veían siempre con ella, divirtiéndola por todas partes. Era una mujer un poco amulatada, sinuosa, insinuante, flexible, con temblores de coquetería que hacían serpentear su espina dorsal. Se torcía sobre él y buscaba con los labios una patata frita del plato lleno que tenía a su lado Santiago. Les ofuscaba a todos con su flacura y su modo envolvente de enroscarse a Santiago, y tanto que muchas veces parecía haber casado de un lado a otro de su amante y si aparecía sentada a la derecha había momentos que parecía colocada a la izquierda.

Todos sus amigos, preocupados con aquella incógnita, comenzaron a indagar quién era: qué había sido aquella mujer que tan fuerte nudo había hecho alrededor de Santiago, que parecía unido a un bicho feroz que le absorbía durante todo el día y toda la noche.

Enrique llegó un día al café con la noticia fresca.

—¿Sabéis qué fué la amante de Santiago?

—¿Qué?—preguntamos todos.

— Contorsionista...

—¿Contorsionista?—preguntó alguno de los presentes sorprendido y sin atreverse a formular sus sospechas sobre aquellas voluptuosidades que indudablemente cautivaban a Santiago.

—Sí... Contorsionista...

Todos callaron durante un instante viendo las escenas escabrosas de aquella sensualidad, viendo como aquella mujer se aplicaba romo una ventosa a su hombre y hacía las curvas más insospechables.

Juan interrumpió la abstracción de todos diciendo:

—¡Mirad que ir a caer con una contorsionista! Acabará por matarle como esas enredaderas que trepan por los árboles y los secan...

—Pues todavía os traigo una cosa que comprueba más el hecho y que os va a parecer más curiosa: un programa de circo en que figura ella y están enlazadas en una especie de mesa revuelta las catorce posturas principales de su repertorio...

—¡Venga!... ¡Venga!... Enséñalo—dijeron todos, y
cuando el programa de circo fue colocado como un plano sobre la mesa, todos se levantaron y se acodaron a su alrededor.

—¡Y nos parecía un inocente! ¡Vaya un cucanda! Ha
ido más allá que todos nosotros. Hay que reirse de los economistas.

Todos la veían ya palpitante, sin la camisa verde sapo de la descoyuntada, estallándola los muslos en las flexiones más difíciles, por todos lados senos salientes que daban el pecho al amante y toda verde, de la carne verde de las contorsionistas.

¡En qué momentos más difíciles clavaría sus ojos en
los ojos de él! ¡Qué magníficas indiscreciones podría cometer!¡Qué vencidas todas las prohibiciones del mundo!

La postura décima de la del programa era la más escabrosa y la que más les preocupó. ¡Pobre Santiago obligado a una especie de juegos icarios del amor!

¡Cuántos besos nuevos e inconcebibles le daría! ¡Qué besos en la nuca sin dejar de estar delante de él! ¡Qué dos momentos más dispares no uniría ella!

Santiago que hasta aquel día había resultado ante todos un ingenuo del amor, ahora resultaba el más ducho de todos, el que podría enseñarles cosas nuevas.

¡Qué círculo vicioso más terrible el que formaría ella
alrededor de él!

—¿Debemos decirle que nos hemos enterado?—dijo
Juan rompiendo el silencio escabroso en que todos asistían al cinematógrafo de las posturas.

—No. Basta que él nos dijese que es artista de cante para que no se lo desmintamos... Se avergonzaría y de todas maneras no nos haría ninguna confidencia, así que es inútil. Callémonos...

Enrique se guardó el programa delirio y cuando aquella noche salieron todos del café, sentían la curiosidad más malsana, la curiosidad de aquel circo íntimo en que la contorsionista hacía perder la cabeza a Santiago y le iba dejando cada vez más calvo, con aquel queso rancio por fisonomía...

Hubieran buscado una contorsionista en la noche, pero sólo hay cinco o seis contorsionistas que han provocado pasiones fatales y que son intransferibles.

«Y entonces ella bajó el foco de la alcoba...»—pensaba cada uno al irse a casa, y veían los gestos de una cordialidad inusitada que prodigaba aquella mujer dotada de cierta divina inmaterialidad, la mujer que contravenía divinamente ciertas leyes humanas de una engorrosa rigidez, las leyes que la hacen permanecer tan lejos, tan altiva y tan impasible la cabeza o por el contrario tan baja... Ella sola podía dar dignidad a todos los gestos...

Todos condujeron a su casa la amargura de no poder competir con el amigo que nunca les diría la verdad de aquel idilio, cuya unión era más entrañable que ninguna, suprimidos todos los obstáculos del ángulo y de la recta.

Revolución: Cuando la revolución está en su crepiteo más sangriento es cuando se oye gritar:

—¡A matar los pavos reales!

No sería una revolución completa y tan digna como debe ser si no se oyese ese grito que es el ex libris revolucionario:

—¡A matar los pavos reales!

Entonces la multitud se desparrama por palacios y zoológicos y no queda un pavo real vivo y con plumas. Entonces —sólo entonces— comienza la contrarrevolución.

Negro condenado a muerte:

Aquel negro había tenido la avilantez de amar a una blanca y eso, en la pulcra yanquilandia, no se perdona.

Los jueces, que por algo se lavaban los dientes cuatro veces al día, pronunciaron una terrible sentencia condenatoria. El negro sería ejecutado por tres veces con macabra saña.

La noche de capilla fue aterradora para el pobre hombre empavonado, tan terrible que, cuando le llevaron a matar en la madrugada de ojos pitañosos, se había vuelto blanco.

Así como en la noche de la capilla última ha habido condenados que han encanecido por completo aun habiendo entrado pelijóvenes, el negro se había convertido en blanco.

En vista de eso, los jueces se reunieron en consejo urgente y como, al perder el color, el delito se había convertido en falta, optaron por casar a la pareja de blancos.

Récord de viajes en avión: Su locura era la de ser el turista aéreo que más viajes de ida y vuelta había hecho, visitando todos los aeropuertos del mundo.

-Salgo para Siracusa, la semana que viene estaré en Timor y dentro de quince días habré vuelto por vía Nueva York...

En esos giros y contragiros por los siete cielos del mundo, un día al descender en el campo de aterrizaje de Lisboa se encontró con que le esperaba él mismo; o se había adelantado o estaba ya para volver a subir en el mismo avión.

El gato que vuela: El gato que vuela no lo suelen ver más que los trasnochadores impenitentes, y eso si no pierden de vista la perspectiva de los tejados. El gato que vuela no es que vuele seguido en el cielo de la madrugada, porque entonces sería un gran murciélago, sino sólo hace una cosa: que salta de alero a alero atravesando la calle, como si volase. Como los naturalistas nunca andan por las ciudades de cuatro y media a cinco de la madrugada, no han podido anotar ese salto maravilloso —más vuelo que salto— que engatuña el cielo delirante en el entrevero de la noche y el día.-

(fuente https://albalearning.com/audiolibros/gomez/elgato.html )