Dienstag, 6. April 2021

Coetzee: El maestro de Petersburgo [páginas de la novela]

 

J. M. Coetzee nació en Ciudad del Cabo en 1940 y se crió en Sudáfrica y

Estados Unidos. Fue profesor de literatura en la Universidad de Ciudad del

Cabo, traductor, lingüista, crítico literario y, sin duda, uno de los escritores

más importantes que ha dado estos últimos años Sudáfrica. En 1974 publicó

su primera novela, Dusklands. Le siguieron En medio de ninguna parte (1977),

con la que ganó el CNA, el primer premio literario de las letras sudafricanas;

Esperando a los bárbaros (1980), también premiada con el CNA; Vida y época de

Michael K. (1983), que le reportó su primer Booker Prize y el Prix Étranger

Femina; Foe (1986); La edad de hierro (1990); El maestro de Petersburgo (1994);

Desgracia (1999), que le valió un segundo Booker Prize, el premio más presti-

gioso de la literatura en inglés, Infancia (Mondadori, 2000) y Juventud (2002).

También le han sido concedidos el Jerusalem Prize y The Irish Times

International Fiction Prize. En 2003 le fue concedido el Premio Nobel de

Literatura.

The Master of Petersburg

 […] 3. PAVEL

Se sienta en el cuarto de su hijo con el traje blanco sobre el regazo, respira muy

quedo, intenta perderse de alguna forma, intenta evocar un ánimo que ciertamente no

puede haber abandonado aún los alrededores.

Pasa el tiempo. De la habitación contigua, a través del tabique, le llegan las voces

amortiguadas de la mujer y la niña, los sonidos de la mesa que una de las dos estará po-

niendo. Deja el traje a un lado, llama a la puerta. Las voces callan bruscamente. Entra.

—Me marcho —dice.

—Como verá, estamos a punto de cenar. Si quiere cenar con nosotras, es usted

bienvenido.

Los alimentos que le ofrece son bien sencillos: sopa, patatas con sal, mantequilla.

—¿Cómo vino mi hijo a alojarse con usted? —le pregunta en un momento dado. Aún

pone todo su cuidado en llamarle mi hijo: si pronuncia su nombre, se echará a temblar.

Ella vacila, él entiende por qué. Podría decirle: era un joven agradable, enseguida nos

cayó muy bien. Pero el obstáculo es ese cayó: es el canto rodado que bloquea el paso.

Hasta que no haya una manera de eludir la palabra en lo que tiene de esencia escueta del

pasado, ella no podrá decirla delante de él.

—Nos lo recomendó un inquilino anterior —dice al fin. Y eso es todo.

Le sorprende por lo delicada que es, delicada como el ala de una mariposa. Es como

si entre la piel y las enaguas, entre la piel y el dorso de las medias negras que sin duda

lleva calzadas, se interpusiera una fina capa de ceniza, de modo que, al soltársele a la

altura de los hombros, las prendas que viste se le deslizarían al suelo sin que mediase

ningún gesto de persuasión.

Le gustaría verla desnuda, ver desnuda a esa mujer en el último florecer de su

juventud.

No es lo que podría entenderse por una mujer educada, aunque ¿cabe oír alguna vez

un ruso más bellamente hablado que el suyo? Su lengua es como un ave que aletea en su

boca: suaves plumas, suave batir de alas.

En la hija no percibe ni un atisbo de esa suave sequedad de la madre. Muy al

contrario, hay en ella algo líquido, algo propio de una cervatilla, confiada y, sin embargo,

nerviosa cuando estira el cuello para olisquear la mano del desconocido, tensa y

preparada para alejarse de un brinco. ¿Cómo puede esa mujer morena haber engendrado

a una niña tan rubia? A pesar de todo, los signos están ahí y son reveladores: los dedos

pequeños, casi sin formar, lustrosos, como los de los santos bizantinos; la finura

esculpida de la frente, inclusive ese aire de melancolía caprichosa.

¡Qué raro es que en una niña un rasgo pueda adquirir su forma perfecta, mientras

que en su madre o en su padre bien parece mera copia!

La niña alza la mirada un instante, se encuentra con la suya, que la sondea, y aparta

los ojos sumida en la confusión. En él surge un impulso iracundo. Quiere tomarla por el

brazo y zarandearla. ¡Mírame bien, niña! Eso es lo que quisiera decirle: ¡mírame bien,

aprende!

A él se le cae el cuchillo al suelo. Con gesto agradecido, lo busca a tientas,

agachándose. Es como si la piel se le hubiese caído a tiras de la cara, como si muy a su

pesar las encarase a las dos cubierto por una máscara espantosa y ensangrentada.

La mujer vuelve a hablar.

—Matryona y Pavel Alexandrovich eran buenos amigos —dice con firmeza y con

cuidado. Y a la niña le pregunta—: Él te dio clases, ¿verdad que sí?

—Me enseñó francés y alemán. Sobre todo francés.

Matryona: no es el nombre más adecuado para ella. Es nombre de vieja, de viejecita

con cara de ciruela pasa.

—Me gustaría que tuvieras algo de él dice. Algo que te sirva para recordarlo.

Una vez más, la niña levanta los ojos con su mirada de aturdimiento, y lo

inspecciona como inspecciona un perro a un desconocido, sin oír apenas lo que le dice.

¿Qué está ocurriendo? Llega la respuesta: no puede imaginar que yo sea el padre de

Pavel. Está procurando ver a Pavel en mí, pero no puede. Y piensa más aún: para ella,

Pavel todavía no ha muerto. En algún recóndito lugar de su interior él sigue con vida,

respira su cálido y dulce aliento de juventud. En cambio, esta negrura mía, esta barba,

este ser huesudo debe de ser para ella tan repugnante como la muerte en persona: la

muerte, con las caderas huesudas y los dientes largos, de un palmo al menos, con el

soniquete de los tobillos que chocan entre sí al caminar.

No siente deseos de hablar de su hijo. De oírle hablar de él sí, desde luego, pero no

de hablar él. Aritméticamente, hace diez días que Pavel ha muerto. Con cada día que

pasa, los recuerdos que aún puedan flotar en el aire como las hojas de otoño van cayendo

al barro, y allí son pisoteados, o se los lleva el viento por los cielos cegadores. Solamente

él aspira a recoger y a conservar esos recuerdos. Todos los demás suscriben el orden que

impone la muerte primero, el duelo y el llanto después, y luego el olvido. Si no

olvidamos, dicen, pronto el mundo no será más que una inmensa biblioteca. Pero solo de

pensar que Pavel pueda ser pasto del olvido monta en cólera, se convierte en un toro

viejo e irritable, de mirada fulminante, peligroso.

Quiere oír anécdotas. Y la niña está milagrosamente a punto de contar una.

—Pavel Alexandrovich —mira de reojo a su madre, como si quisiera confirmar que

tiene permiso para pronunciar el nombre muerto —dijo que solamente se iba a quedar

un poco más en Petersburgo, y que después se marcharía a Francia.

Se calla. Él espera con impaciencia a que prosiga.

—¿Por qué quería irse a Francia? —pregunta la niña, dirigiéndose ahora solamente a

él—. ¿Qué hay allá en Francia?

—¿En Francia?

—No quería ir a Francia. Solamente quería irse de Rusia —contesta él—. Cuando uno

es joven, se muestra impaciente con todo lo que lo rodea. Uno es impaciente con la

madre patria, porque la madre patria le parece vieja, revenida. Quiere ver cosas nuevas,

conocer nuevas ideas. Uno piensa que en Francia, en Alemania o en Inglaterra hallará el

futuro que su propio país, de puro monótono, nunca le podría proporcionar.

La niña frunce el ceño. Él dice Francia, dice madre patria, pero ella oye otra cosa muy

distinta, algo que repta bajo las palabras: el rencor.

—Mi hijo tuvo una educación azarosa —dice dirigiéndose no a la niña, sino a la

madre—. Tuve que llevarlo de una escuela a otra, por una razón muy sencilla. No se le-

vantaba nunca por las mañanas. No había forma humana de despertarle. Puede que esté

haciendo una montaña de un grano de arena, no lo sé, pero nadie puede contar con

matricularse en una escuela si luego no asiste a las clases.

¡Qué cosa tan extraña para decirla en un momento como este! No obstante, mira

ahora a la hija, y vuelve a la carga.

—Su francés no era muy fiable, seguramente te habrás dado cuenta de eso. Tal vez

por eso quisiera ir a Francia, para mejorar su dominio del francés.

—Solía leer muchísimo —dice la madre—. A veces, la lámpara de su cuarto se

quedaba encendida toda la noche —habla con voz baja, neutra—. A nosotras no nos im-

portaba; siempre fue muy considerado con nosotras. Le teníamos cariño a Pavel

Alexandrovich, ¿verdad que sí?

Le dedica a la niña una sonrisa que a él le parece una caricia.

Fue. Ya lo ha sacado a relucir.

Frunce el ceño.

—Lo que aún no consigo entender es...

Se hace un silencio embarazoso, que él ni siquiera intenta paliar. Muy al contrario, se

eriza como un lobo que guardase a su cachorro. Cuidadito, piensa: ¡corres grave peligro

si pronuncias una sola palabra contra él! Yo soy su padre y su madre, yo lo soy todo para

él, y más aún. Hay algo contra lo que desea enfrentarse, dar la cara, gritar si es preciso.

¿Qué es? ¿Quién es el enemigo al que desafía de ese modo?

Del fondo de su garganta, de allí donde no alcanza a sofocarlo, emana un sonido, un

gemido. Se cubre la cara con las manos; las lágrimas le corren entre los dedos.

Oye que la mujer se levanta de la mesa. Espera a que la niña también se retire, pero

no lo hace.

Al cabo de un rato, se seca los ojos y se suena la nariz.

—Lo siento —le susurra a la niña, que sigue sentada ahí, con la cabeza inclinada

sobre el plato vacío.

Cierra la puerta del cuarto de Pavel después de entrar. ¿Lo siente? No, la verdad es

que no lo siente. Lejos de sentirlo, le puede la rabia contra todo el que está vivo, rabia de

que su hijo esté muerto. Siente rabia sobre todo contra esa niña, a la que por su misma

mansedumbre desearía descuartizar miembro a miembro.

Se tumba en la cama, con los brazos cruzados en tensión sobre el pecho, intentando

expulsar el demonio que se está apoderando de él. Sabe que ahora mismo a nada se

parece tanto como a un cadáver tendido, y que lo que él llama demonio bien puede ser

poco más que su alma apesadumbrada, que bate las alas. Pero estar vivo es en estos

momentos una especie de náusea. Desea estar muerto. Más aún: extinguido, aniquilado.

En cuanto a la vida que haya al otro lado de la muerte, no tiene ninguna fe. Cuenta

con pasar la eternidad a la orilla de un río, con ejércitos de otras almas muertas, es-

perando una barcaza que nunca ha de llegar. El aire será frío y húmedo, las negras aguas

del río lamerán la orilla, la ropa que lleve se le pudrirá sobre los hombros y le caerá en

andrajos a los pies, nunca volverá a ver a su hijo.

Con los dedos fríos y cruzados sobre el pecho, vuelve a contar los días. Es así como

se siente al cabo de diez días.

La poesía podría devolverle a su hijo. Tiene cierta idea del poema que le haría falta,

una idea de su música, pero él no es poeta: es más bien un perro que ha perdido el

hueso, que escarba aquí y allá.

Espera a que el brillo de la luz que se cuela por debajo de la puerta se haya apagado,

y luego sale sin hacer ruido del cuarto para volver a su alojamiento. (…)

 

4. EL TRAJE BLANCO

Ha llegado noviembre, y con él las primeras nieves. El cielo está lleno de aves

acuáticas que emigran hacia el sur.

Se ha instalado en el cuarto de Pavel; en cuestión de días ha pasado a ser parte de la

vida del edificio. Los niños ya no dejan de jugar para volverse a mirarlo cuando pasa,

aunque todavía bajan un poco la voz. Saben quién es ¿Quién es? Es el infortunio, el

padre del infortunio.

A diario se dice que tiene que regresar a la isla de Yelagin, a la tumba. Pero no lo

hace.

Escribe a su mujer, a Dresde. Sus cartas son tranquilizadoras, pero están vacías de

sentimiento.

Pasa las mañanas en el cuarto, mañanas completamente en blanco, que terminan por

destilar su propio placer, insidioso y mortal. Por las tardes recorre las calles, aunque

rehuye la zona que hay alrededor de la calle Meshchanskaya y de Voznesensky Prospekt

por miedo a que alguien lo reconozca; suele hacer un alto de una hora en un salón de té,

siempre en el mismo.

En Dresde acostumbraba a leer los periódicos rusos, pero ahora ha perdido todo

interés por el mundo que lo rodea. Su mundo se ha contraído; su mundo le cabe ahora

dentro del pecho.

Por consideración hacia Anna Sergeyevna regresa al cuarto solo cuando ha

anochecido. Hasta que lo llaman a cenar, permanece sin hacer ningún ruido en ese

cuarto que es y no es suyo.

Está sentado en la cama con el traje blanco sobre el regazo. No lo ve nadie. No ha

cambiado nada. Siente el cordón del amor que va de su corazón al de su hijo, tan tangible

como si fuera una soga. Siente que esa soga se retuerce y le aprieta el corazón. Se le

escapa un fuerte gemido. «¡Sí!», susurra como bienvenida al dolor; estira las manos y da

otra vuelta más a la soga.

La puerta se abre a sus espaldas. Sobresaltado, se da la vuelta, inclinado todavía

sobre sus rodillas, feo, con el traje hecho un amasijo entre las manos.

—¿Quiere cenar ya? —pregunta la niña.

—Gracias, pero hoy prefiero estar a solas.

Vuelve poco después.

—¿Le apetece un poco de té? Se lo puedo traer yo misma.

Trae con solemnidad una tetera, un azucarero y una taza sobre una bandeja.

—¿Es ese el traje de Pavel Alexandrovich?

Deja a un lado el traje y asiente.

Ella se planta al alcance de su mano y lo mira mientras sorbe el té. Al él vuelven a

sorprenderle la finura de sus sienes y de sus pómulos, los ojos líquidos y oscuros, las

cejas morenas, el cabello rubio como el maíz. Nota un atropello de emociones

contradictorias, como dos olas que revientan una contra otra: el apremio de protegerla, el

apremio de azotarla por el mero hecho de estar viva.

Vale más que esté encerrado, piensa. Tal como me encuentro, no soy apto para tratar

con la humanidad.

Espera a que la niña diga algo; quiere que hable. Es una exigencia impensable para

hacérsela a una niña, pero a pesar de todo formula su demanda. Alza la mirada hacia

ella. Nada hay velado. La mira fijamente con lo que solo puede ser desnudez.

Por un instante, ella lo mira también a los ojos. Luego aparta la mirada, retrocede con

perplejidad, hace una rara y torpe reverencia, y sale corriendo del cuarto.

Él se da cuenta, incluso a medida que se desarrolla, de que este es un incidente que

nunca olvidará, y que incluso un buen día tal vez lo recree en sus escritos. Le embarga

una vergüenza pasajera, aunque superficial y transitoria. Primero en su escritura y ahora

en su vida, la vergüenza parece haber perdido poder, como si su sitio lo hubiese

ocupado una pasividad ciega y amoral que no se arredra ante ningún extremo. Es como

si por el rabillo del ojo viese que las nubes avanzan hacia él a una velocidad terrorífica.

Son nubes de tormenta. Todo lo que se interponga en su camino será arrasado. Con

temor, pero también con algo de excitación, espera a que arrecie la tormenta.

A las once en punto según su reloj, sin anunciarse, sale del cuarto. La cortina está

echada a la entrada de la alcoba en que duermen Matryona y su madre, aunque Anna

Sergeyevna sigue en pie, sentada ante la mesa, cosiendo a la luz de la lámpara. Cruza la

habitación y se sienta frente a ella.

Tiene diestros los dedos, sus movimientos son precisos. Él aprendió a zurcir en

Siberia por pura necesidad, pero nunca podría zurcir con esa gracia y esa fluidez. En sus

dedos, una aguja es una curiosidad, una flecha liliputiense.

—La luz es demasiado escasa para una labor tan fina —murmura.

Ella inclina la cabeza como si fuese a decirle: lo he oído. Pero también podría haber

repuesto: ¿y qué pretende que haga?

—¿Es Matryona su única hija?

Ella lo mira directamente. A él le gusta esa mirada directa. Le gustan sus ojos, que no

son ni mucho menos dulces.

—Tuvo un hermano, pero murió cuando era muy pequeño.

—De modo que entiende lo que significa...

—No, no lo entiendo.

¿Qué quiere decir? ¿Que la muerte de un niño pequeño es más fácil de soportar? Ella

no se lo explica.

—Si me lo permite, le regalaré una lámpara mejor que esa. Es una pena que arruine

la vista siendo aún tan joven.

Ella inclina la cabeza como si fuera a decirle: gracias por haberlo pensado, no le

obligaré a cumplir la promesa.

Tan joven: ¿qué pretende decir?

Sabe desde hace algún tiempo que cuando lleguen las palabras que vienen a

continuación, él no hará el menor intento por contenerlas.

—Tengo verdadera ansia por hablar de mi hijo —dice—, pero mayor es el ansia por

que los otros me hablen de él.

—Era un joven espléndido —aventura ella— Lamento que lo tratásemos tan poco

tiempo. Acto seguido, como si se diera cuenta de que no es suficiente, añade: A

Matryona le leía cuando ella se acostaba. Ella se pasaba el día esperando el momento en

que él le leyese. Los dos se tenían verdadero cariño.

—¿Qué leían?

—Ahora me acuerdo de El gallito de oro. Cosas de Krylov. También le enseñó algunos

poemillas en francés. Aún sabe recitar uno o dos.

—Es bueno que tenga usted libros en casa —Hace un gesto hacia una estantería en la

que habrá veinte o treinta volúmenes—. Es bueno para una niña que está en edad de

crecer, claro.

—Mi marido era impresor. Bueno, trabajaba en una imprenta. Leía mucho; la lectura

era su principal recreación. Esos libros son solo unos pocos de los muchos que tenía.

Cuando vivía, la casa estaba repleta de libros, ya no cabían más —titubea unos

momentos—. Tenemos un libro suyo, Pobres gentes. Era uno de sus preferidos.

Se hace el silencio. La lámpara empieza a titilar. Ella baja la llama y deja en la mesa

su labor. Las esquinas de la estancia se inundan de sombras.

—Tuve que pedirle a Pavel Alexandrovich que no invitase a sus amigos a su cuarto

por las noches —dice ella—. Ahora lo lamento. Fue por una vez que no nos dejaron

dormir; estuvieron charlando y bebiendo hasta muy altas horas de la noche. Tenían

algunos amigos bastante rudos.

—Sí, era demócrata en sus amistades. Sabía cómo hablar con la gente llana de las

cosas que más les importaban. La gente llana tiene hambre de ideas. Él nunca les habló

con desprecio. —Tampoco le habló a Matryosha con desprecio.

La luz es cada vez más escasa; el pabilo empieza a humear. Una salva de palabras,

piensa él, restregadas allí donde más duele. Y yo ¿quiero curarme de veras?

—Era una persona muy seria a pesar de su juventud —insiste él—. Pensaba mucho

en Rusia, en las condiciones en que aquí se vive. Le importaban las cosas que les

importan a las gentes de a pie.

Hay una larga pausa. Un homenaje, piensa: le estoy rindiendo homenaje, por

vacilante que sea, por muy tarde que llegue, y también intento que ella le rinda su ho-

menaje. ¿Por qué no?

—Llevo algún tiempo preguntándome por lo que dijo el otro día —dice ella con aire

pensativo—. ¿Por qué contó aquello de que Pavel no se despertaba a tiempo de ir a la

escuela?

—¿Por qué? Pues porque aunque no parezca ahora importante, desbarató en buena

parte su vida. Debido a su incapacidad de madrugar tuve que llevarlo de escuela en

escuela. Por eso no se matriculó en la universidad. Al final, se encontró aquí en

Petersburgo, en los márgenes más alejados de la vida estudiantil, en donde realmente no

se le había perdido nada, ya que no pertenecía por derecho propio a ese medio social. Y

no era por simple pereza, no. Lo que pasaba es que era imposible que se levantara: ni a

gritos, ni a sacudidas, ni con amenazas, ni con súplicas. ¡Era como proponerse despertar

a un oso en plena hibernación!

—Lo entiendo. Hay niños que nunca se acostumbran a la escuela, pero no es eso. Me

refería a otra cosa. Perdóneme que se lo diga, pero lo que me trastornó cuando le oí

contarlo fue lo enojado que parecía estar usted con él todavía hoy.

—¡Pues claro que estaba enojado! Su madre murió, debe de recordarlo, cuando tenía

quince años. No fue fácil ocuparme yo solo de su educación. Tenía mejores cosas que

hacer, antes de ponerme a convencer a un muchacho de esa edad para que se levantara a

tiempo, y menos aún tratarlo con mano izquierda. Si Pavel hubiese concluido sus

estudios, como todo hijo de vecino, nada de esto habría ocurrido.

—¿De esto?

Él hace un gesto impaciente con un brazo, como si borrase de un plumazo la

vivienda, la ciudad de Petersburgo, incluso la gran bóveda de la noche que se yergue

sobre ellos dos.

Ella lo mira con calma y con tesón; es bajo esa mirada cuando él empieza a entender

con todas sus consecuencias lo que ha dicho. Se adueña de él un temblor que empieza

por la mano derecha. Se levanta y comienza a caminar por la habitación, con las manos

cruzadas a la espalda. Algo viene de camino, algo cuyo nombre mismo procura rehuir.

Intenta decir algo, pero le sale una voz estrangulada. Me estoy conduciendo como un

personaje de libro, piensa. Pero ni siquiera le sirve de ayuda burlarse de sí mismo. Le

tiemblan los hombros. Sin hacer ruido, comienza a llorar.

En un libro, la mujer reaccionaría ante su pena con una oleada de compasión. Esta

mujer no actúa así. Se sienta ante la mesa, bajo la luz titilante, con la mirada huidiza y la

labor en el regazo. Es tarde, no hay nadie que los vea, la niña está durmiendo.

¡Maldito sea el corazón!, se dice él. ¡Malditas emociones! ¡La piedra angular no es el

corazón, ni cómo se siente el corazón, sino la muerte y cómo se siente el muchacho

muerto!

En este momento accede a la más clara de las visiones, una visión en la que Pavel le

sonríe, o se sonríe de su mal humor, de sus lágrimas y su histrionismo, y también de lo

que se oculta bajo su histrionismo. No es una sonrisa despectiva, sino una sonrisa de

amistad y de perdón. Él lo sabe, piensa: ¡lo sabe y no le importa! Le atraviesa una oleada de

gratitud, de alborozo y de amor. ¡Ahora es seguro que tendré un ataque! También lo piensa,

pero es a él a quien no le importa. Renuncia a contener las lágrimas; a tientas vuelve

junto a la mesa, esconde la cabeza entre los brazos y suelta un alarido de pesar tras otro.

Nadie le acaricia el cabello, nadie le murmura al oído una palabra de consuelo. Pero

cuando al fin alza la cabeza, a la vez que con torpeza rebusca el pañuelo en el bolsillo, es

la niña, Matryona, la que se halla ante él y la que lo observa con atención. Lleva un

camisón blanco; el pelo bien cepillado le cae sobre los hombros. No puede por menos

que notar los pechos que despuntan tras la tela. Él intenta sonreírle, pero la expresión de

la cara con que ella lo mira no cambia lo más mínimo. Ella también lo sabe, piensa. Ella

sabe qué es falso y qué es verdadero; si no, con esa mirada honda se propone

averiguarlo.

Se recupera. Mientras derrama las últimas lágrimas, su mirada se entrelaza con la de

la niña. En ese instante pasa algo entre ellos dos, algo ante lo cual él se encoge como si le

hubiera atravesado un hierro al rojo vivo. Luego, los brazos de su madre la envuelven, se

oye una palabra en un suspiro, la niña se retira a la cama.

 

5. MAXIMOV

—Buenos días. He venido a reclamar —le sorprende la firmeza de su voz— las

pertenencias de mi hijo. Mi hijo sufrió un accidente el mes pasado, y la policía se hizo

cargo de algunos de sus objetos personales.

Desdobla el resguardo y lo posa sobre el mostrador. Según Pavel perdiese la vida

antes o después de la medianoche, el impreso está fechado el mismo día o al día

siguiente de su muerte. Solo hace referencias a «cartas y otros papeles».

El sargento inspecciona el resguardo con recelo.

—12 de octubre. Aún no ha pasado un mes. El caso aún no estará resuelto.

—¿Cuánto tardará en resolverse?

—Puede que dos meses, tal vez tres. Puede que sea un año, quién sabe. Depende de

las circunstancias.

—No hay circunstancias. No se trata de un crimen.

Sujetando el papel con el brazo extendido, el sargento sale de la oficina. Cuando

regresa, se le nota una mayor hosquedad.

—¿Se llama usted, señor...?

—Isaev. Su padre.

–Sí, señor Isaev. Si hace el favor de sentarse, lo atenderán enseguida.

Se le encoge el corazón. Simplemente esperaba que le entregaran las pertenencias de

Pavel para salir de allí cuanto antes. Lo que menos le interesa, por ser un lujo que no

puede permitirse, es que la policía le preste la más mínima atención.

—Dispongo de poco tiempo para esperar —dice tajantemente.

—Sí, señor. Estoy seguro de que el investigador lo recibirá muy pronto. Siéntese,

póngase cómodo.

Consulta su reloj, se sienta en el banco, mira a su alrededor con fingida impaciencia.

Es temprano; no hay más que otra persona en la antesala, un joven vestido con un sucio

sobretodo de pintor de brocha gorda. Sentado con la espalda muy erguida, parece

dormido. Tiene los ojos cerrados y la boca abierta; emite un ronquido apagado.

Isaev. En su interior aún no se ha asentado la confusión. ¿No sería preferible desechar

cuanto antes la historia de Isaev, antes de quedar atascado en ella? ¿Cómo iba a

explicarlo? «Sargento, se ha cometido un leve error. Las cosas no son del todo como

parecen. En cierto modo, yo no soy Isaev. El Isaev cuyo nombre que razones de mi sola

incumbencia he empleado hasta ahora, y son razones que no detallaré aquí y ahora, si

bien son razones perfectamente fundadas, lleva muerto algunos años. No obstante, yo

eduqué a Pavel Isaev como si fuese mi propio hijo, y lo quiero como si fuera sangre de

mi sangre y carne de mi carne. En ese sentido llevamos el mismo apellido, o al menos

deberíamos llevarlo. Esos papeles que él ha dejado son para mí de un valor incalculable.

Esa es la razón de que haya venido.» ¿Y si reconociese esta realidad sin que nadie se lo

hubiera pedido? ¿Y si nadie sospechara nada en ningún momento? ¿Y si hubiesen estado

a punto de devolverle los papeles, y al saberlo optasen por retenerlos? «Vaya, vaya. ¿Qué

tenemos aquí? ¿Es que hay gato encerrado?»

Mientras permanece sentado, sin decidirse entre confesar o seguir adelante con la

impostura, al sacar el reloj y mirarlo con gesto de contrariedad, procurando pasar por un

impaciente y atareado hombre de negocios incómodo en esa sala cerrada, en uno de

cuyos rincones humea una estufa, tiene la premonición de un síncope, y en ese mismo

gesto reconoce que un síncope sería una artimaña, la artimaña más infantil de todas para

salir de una situación comprometida, al tiempo que en algún rincón cae de golpe la

sombra molesta de un recuerdo: no cabe duda, ha estado antes aquí, en esta misma ante-

sala, o en una muy parecida, y también tuvo un episodio o un desmayo. Pero ¿a qué se

debe que recuerde el episodio tan remotamente? ¿Qué tiene que ver ese recuerdo con el

olor de la pintura fresca?

—¡Esto es demasiado!

Los ecos de su grito rebotan por la sala. El pintor que dormitaba se despierta

sobresaltado; el sargento del mostrador alza la mirada sorprendido. Él intenta disimular

su propia confusión.

—Lo que quiero decir —dice bajando la voz— es que ya no puedo esperar más, que

tengo una cita a la que no puedo faltar, ya se lo he dicho.

Se ha puesto en pie y se ha abrochado el abrigo cuando el sargento lo llama a gritos.

—El consejero Maximov lo recibirá ahora mismo, señor.

En el despacho al cual es conducido no hay ningún banco de respaldo alto. Al

margen de un enorme sofá cuya tapicería es de imitación de piel, está amueblado al

estilo neutro de los edificios oficiales. El consejero Maximov, investigador judicial

encargado del caso de Pavel, es un hombre calvo, con la planta rechoncha que tendría

una campesina, y que no para de moverse hasta estar cómodamente sentado, momento

en el que abre ante él un abultado cartapacio y se pone a leer largo y tendido, mur-

murando algo para sus adentros, mientras sacude la cabeza de vez en cuando.

—Triste asunto... Triste asunto, ya lo creo...

Por fin levanta la mirada.

—Mis más sinceras condolencias, señor Isaev.

¡Isaev! ¡Es hora de tomar una decisión!

—Gracias. Verá, he venido a pedir que me sean devueltos los papeles de mi hijo. Me

doy cuenta de que el caso no está cerrado, pero no entiendo por qué pueden tener interés

para su investigación unos papeles privados, ni tampoco veo qué relevancia pueden

tener para su... proceder.

—¡Sí, sí, desde luego que sí! Como usted bien dice, son papeles privados. De todos

modos, dígame una cosa: cuando habla de papeles, ¿a qué se refiere exactamente? ¿De

qué papeles se trata?

Los ojos del hombre despiden un brillo acuoso. Tiene blancas las pestañas, como las

de un gato.

—¿Cómo quiere que lo sepa? Los papeles se los llevaron del cuarto de mi hijo, yo

aún no los he visto. Serán cartas, papeles...

—Así que usted no los ha visto, y sin embargo cree que no pueden ser de ningún

interés para nosotros. Lo entiendo. Entiendo que un padre quiera creer que los papeles

de su hijo son cuestión puramente personal, o al menos cuestión de familia. Sí, le

entiendo bien. No obstante, se está llevando a cabo una investigación... Puede que no

pase de ser mera formalidad, pero es una formalidad cuyo cumplimiento la ley exige, y

que no puede por tanto darse por concluida con un simple chasquido con los dedos, con

un simple gesto, como si no hubiera pasado nada. Y los papeles son parte de la

investigación. Por lo tanto...

Une las yemas de los dedos de ambas manos, inclina la cabeza, parece sumirse en

profundos pensamientos. Cuando de nuevo levanta la mirada ya no sonríe en cambio,

ostenta una expresión de absoluta determinación.

—Le creo —dice—, desde luego que le creo. Y también creo tener una solución que

satisfará a las dos partes. Como el caso no está cerrado, sino que, a decir verdad, apenas

acaba de abrirse, no puedo devolverle los papeles, pero sí voy a permitirle que los vea.

Estoy de acuerdo con usted: es injusto, es sumamente injusto arrebatárselos a la familia

en un momento tan trágico como este, y mantenerlos por un tiempo fuera de su alcance.

Con un gesto súbito, como el del jugador de cartas que liga una baza ganadora,

extrae una sola hoja del cartapacio y la coloca delante de él.

Es una lista de nombres, nombres rusos, solo que escritos con caracteres latinos.

Todos ellos empiezan por «A».

—Debe de haber un error. Esa no es la caligrafía de mi hijo.

—¿Que no es la caligrafía de su hijo? Hum...— Maximov retira la hoja y la examina—

. En tal caso, ¿tiene usted alguna idea de quién puede ser, señor Isaev?

—No reconozco esa caligrafía, pero puedo asegurarle que no es la de mi hijo.

Del final del cartapacio, Maximov selecciona otra página y la desliza sobre la mesa.

—¿Y esta otra?

Ni siquiera le hace falta leerla. ¡Qué estúpido!, piensa. Le abruma cierto sonrojo, un

leve mareo. Su voz, al hablar, diríase que llega desde muy lejos.

—Es una carta que yo le escribí. Yo no soy Isaev. Solamente utilicé el nombre...

Maximov mueve una mano como si quisiera espantar una mosca, como si desechase

sus palabras, como si exigiera silencio; sin embargo, él se sobrepone al mareo y concluye

su declaración.

—Utilicé el nombre pensando en no complicar más las cosas, nada más que por eso.

Pavel Alexandrovich. Isaev es mi hijastro, el único hijo de mi difunta esposa. Pero para

mí es como si fuera mi propio hijo. Aparte de a mí mismo no tiene a nadie en el mundo.

Maximov le quita la carta, que él sostenía con manos trémulas, y de nuevo la

examina. Es la última carta que le escribió desde Dresde, una carta en la que regañaba a

Pavel por gastar demasiado dinero. ¡Qué mortificación, estar ahí sentado mientras la lee

un perfecto desconocido! ¡Qué mortificación, haberla escrito de su puño y letra! ¿Cómo

iba uno a saber, cómo iba él a saber qué día habría de ser el último?

—«Tu padre que te quiere, Fiodor Mijailovich Dostoievski» —murmura el

magistrado antes de mirarle a la cara—. Hablemos, pues, con claridad. Usted no es Isaev.

Usted es Dostoievski.

—Sí. Ha sido una treta, un error estúpido, pero inofensivo, que ahora de veras

lamento.

—Comprendo. No obstante, viene usted aquí y afirma ser... En fin, ¿hay que utilizar

esa fea expresión? Utilicémosla cautelosamente, por así decir, al menos de momento, a

falta de otra mejor. Afirma ser el padre del difunto Pavel Alexandrovich Isaev y solicita

que le sean devueltas sus pertenencias, cuando lo cierto es que no es usted esa persona.

Esto no tiene buena pinta, ¿verdad que no?

—Ya le he dicho que fue un error que ahora lamento amargamente. Pero el difunto sí

es mi hijo, y yo soy su custodio legal.

—Hum. Veo aquí que tenía veintiún años, veintidós casi, en el momento de su

fallecimiento. Si hablamos con propiedad, el mandato judicial que le garantiza la

custodia ya había expirado. Un hombre de veintiún años es su propio dueño y señor, ¿no

es así? Legalmente, es una persona libre.

Es esta burla la que finalmente le aguijonea. Se pone en pie.

—No he venido aquí para hablar de mi hijo con desconocidos —dice, levantando el

tono de voz—. Si insiste usted en retener sus papeles, dígamelo directamente, que yo

daré otros pasos encaminados a obtener su devolución.

—¿Que si insisto en retener los papeles? ¡Por supuesto que no! Mi querido señor,

hágame el favor de sentarse. ¡Por supuesto que no, qué cosas tiene! Por el contrario, me

gustaría muchísimo que examinase usted los papeles, tanto en su beneficio como en el

nuestro. El consejo que pudiera usted darnos al respecto sería muy de agradecer, mucho.

Para empezar, veamos esto. —Coloca ante él una docena de hojas escritas por las dos

caras, la lista completa de nombres, cuya primera página ya había visto, la

correspondiente a los que empiezan por «A». No es la caligrafía de su hijo, ¿verdad?

—No.

—Desde luego, eso lo sabemos. ¿Tiene idea de quién puede ser la caligrafía?

—No la reconozco.

—Pertenece a una mujer joven que actualmente reside en el extranjero. Su nombre es

lo de menos, aunque tengo la sensación de que si se  lo dijera se quedaría usted bastante

sorprendido. Es amiga y colaboradora de un hombre llamado Nechaev, Sergei

Gennadevich Nechaev. ¿No le dice nada ese nombre?

—No conozco personalmente a Nechaev, y dudo mucho que mi hijo lo conociera.

Nechaev es un conspirador y un insurrecto, cuyos planes repudio con total con-

tundencia.

—Dice usted que no lo conoce personalmente, pero lo cierto es que usted ha tenido

contacto con él.

–No, no he tenido contacto con él. Asistí una vez a una reunión abierta al público, en

Ginebra, en la cual tomaron la palabra numerosas personas, entre ellas Nechaev. Hemos

estado juntos en la misma sala, a eso se reduce todo el trato que he tenido con él.

—¿Cuándo fue esa reunión?

—Fue en el otoño de 1867. La reunión fue convocada por la Liga para la Paz y la

Libertad, tal como se hace llamar esa organización. Asistí a ella abiertamente y sin ta-

pujos, en calidad de ruso y de patriota, para enterarme de lo que pudiera decirse de

Rusia desde todos los puntos de vista. El hecho de que oyera hablar a ese joven llamado

Nechaev no quiere decir, ni mucho menos, que respalde sus ideas. Por el contrario, se lo

repito, rechazo todo aquello que defiende, y esto es algo que he sostenido en infinidad de

ocasiones, tanto en público como en privado.

—¿Incluyendo el bienestar del pueblo? ¿No defiende Nechaev el bienestar del

pueblo? ¿No es eso lo que se esfuerza por lograr?

—No consigo entender a qué viene la vehemencia con que me formula estas

preguntas. Nechaev defiende en primer lugar y por encima de todo el derrocamiento

violento de todas las instituciones de la sociedad, en nombre de un principio de

igualdad, de felicidad igual para todos o, si no, de desdicha igual para todos. No es ese

un principio que haya intentado siquiera justificar. A decir verdad, parece que desprecia

la justificación en general y que la considera una pérdida de tiempo, un inútil empeño

del intelecto. Por favor, le ruego que no intente relacionarme con Nechaev.

—Muy bien, acepto sus argumentos. De todos modos, debería añadir que me

sorprende, pues nunca le hubiese imaginado yo como un apasionado defensor de los

principios. En fin, vayamos al grano. La lista que tiene delante ... ¿no reconoce ninguno

de esos nombres?

—Reconozco algunos, un puñado.

—Es una lista de las personas que han de ser asesinadas, tan pronto se dé la señal

convenida, en nombre de la Venganza del Pueblo, que es la organización clandestina

que, como bien sabe usted, ha creado Nechaev. Los asesinatos tiene por objeto precipitar

una revuelta generalizada que conduzca al derrocamiento del Estado. Si pasa usted al

final de esas hojas, encontrará un apéndice según el cual hay relaciones de personas que,

subsiguientemente, una vez logrado ese derrocamiento, han de ser condenadas a una

ejecución sumarísima. Entre ellas se encuentran los altos funcionarios judiciales, todos

los oficiales de policía, los oficiales de la Tercera Sección con el rango de capitán o rangos

superiores... Esa lista fue encontrada entre los papeles de su hijo.

Tras haber puesto sobre la mesa esta información, Maximov inclina la silla hacia

atrás y sonríe amistosamente.

—¿Significa eso que mi hijo es un asesino?

—¡Por supuesto que no! ¿Cómo iba a serlo, si nadie ha sido asesinado? Lo que tiene

usted ahí delante solamente es, por así decir, un borrador, un borrador especulativo. De

hecho, en mi opinión, y es la opinión de un particular, esa es la lista que bien podría

haber elaborado un joven con motivos de queja contra la sociedad en general en el

espacio de una sola tarde, puede que como forma de darse tono ante la mujer misma a la

que está dictando. Así se jacta de su poder sobre la vida y la muerte, de un poder

completamente ilusorio. No obstante, el asesinato, la trama del asesinato, es una

amenaza directa contra los altos funcionarios del Estado, y eso ya es una cuestión más

grave. ¿No está de acuerdo?

—Muy grave. Su deber está bien claro, no creo que requiera mis consejos. Si Nechaev

regresa a su país natal, en cuanto llegue tiene usted que arrestarlo. En lo que se refiere a

mi hijo, ¿qué se puede hacer? ¿También va a arrestarlo?

—¡Ja, ja! ¡Como broma no está mal, Fiodor Mijailovich! No, no podemos arrestarlo

por más que quisiéramos, pues ya se ha ido a un lugar mejor que este. Pero ha dejado

algunas cosas aquí. Ha dejado papeles, más papeles de los que debiera poseer cualquier

conspirador que se precie. También nos ha dejado algunos interrogantes. Por ejemplo,

¿por qué se quitó la vida? Permítame que se lo pregunte directamente. ¿Por qué cree

usted que se quitó la vida?

La sala da vueltas ante sus ojos. El rostro del investigador parece elevarse como un

enorme globo de color rosa.

—Él no se quitó la vida —susurra—. Usted no ha entendido nada, no sabe nada de

él.

—¡Por supuesto que no! De su hijastro y de las vicisitudes de su existencia no he

entendido ni un adarme, ni tampoco pretendo saber nada. Lo que sí espero entender, en

un sentido material e inquisitivo, es qué motivos le impulsaron a morir. Por ejemplo,

¿había sido amenazado? ¿Le amenazó uno de sus correligionarios con denunciarle? Y el

miedo a las consecuencias de la denuncia ¿le inquietó tanto que llegó a quitarse la vida?

¿O es acaso posible que no se quitara la vida? ¿Es posible que, por razones que aún

desconocemos, fuese tenido por traidor a la causa de la Venganza del Pueblo y fuera

asesinado entonces de una manera particularmente cruel? Esas son algunas de las

preguntas que no me puedo quitar de la cabeza. Esa es la razón por la cual he

aprovechado esta fortuita ocasión de hablar con usted, Fiodor Mijailovich. Y es que si

usted no le conoce, habiendo sido su padrastro y su protector durante tantos años, en

ausencia de sus padres naturales, ¿quién le conoce?

»Además, cómo no, hay que tratar el asunto de la bebida. ¿Estaba habituado a beber

en abundancia, o es algo que solo hizo recientemente, debido a las tensiones propias de

su vida de conspirador?

—No le comprendo. ¿Por qué hablamos de la bebida?

—Porque la noche en que murió había bebido muchísimo. ¿No lo sabía usted?

Él menea la cabeza con gesto aturdido.

—Está muy claro, Fiodor Mijailovich, que hay muchas cosas que usted desconoce.

Vamos, permítame ser sincero con usted. Tan pronto supe que había venido usted para

reclamar los papeles de su hijo, metiéndose, por así decir, en la boca del lobo, estuve

seguro, o casi seguro, de que no tenía usted la menor sospecha de que hubiese nada

indigno o pernicioso. Y es que si hubiera sabido usted que existía una relación entre su

hijastro y la banda criminal de Nechaev, es totalmente seguro que no habría venido

usted. Al menos, es seguro que habría dejado bien claro desde el primer momento que

solamente deseaba reclamar las cartas cruzadas entre usted mismo y su hijastro, nada

más. ¿Me sigue?

—Sí, yo...

—Y como ya están en su poder las cartas que pudo enviarle su hijastro, eso habría

supuesto que solamente deseaba usted la devolución de las cartas que usted mismo le

hubiese escrito. En cambio, ¿por qué...?

—Las cartas, desde luego, pero también todo lo demás, todo lo que sea de naturaleza

estrictamente privada. ¿Qué sentido puede tener que lo hostigue usted ahora como a un

perro?

—¡Eso me pregunto yo! Qué trágico... En fin, volvamos al asunto de los papeles.

Usted utiliza la expresión «de naturaleza estrictamente privada». Se me ocurre en cambio

que, habida cuenta de las actuales circunstancias, es difícil precisar qué significa «de

naturaleza estrictamente privada». Por supuesto que debemos respetar a los muertos,

que debemos hacer valer los derechos que su hijastro ya no está en situación de

defender, en este caso el derecho a la decencia y a la intimidad. La posibilidad de que

después de nuestra defunción venga un desconocido a husmear entre nuestras pertenen-

cias, a abrir nuestros cajones, a violar los sellos, a leer cartas íntimas... Sería una

posibilidad harto dolorosa para cualquiera de nosotros, no me cabe duda. Por otra parte,

en algunos casos podríamos preferir que fuese un desconocido sin el menor interés el

que desempeñase este feo pero necesario oficio. ¿Estaríamos más cómodos ante la idea

de que nuestros asuntos más íntimos fueran abiertos, cuando las emociones aún están a

flor de piel, ante la mirada cándida de una esposa, de una hermana, de una hija? Mejor,

en ciertos aspectos, que se ocupe de esto un desconocido, alguien que no pueda sentirse

ofendido, ya que nada somos para él, ya que también estará endurecido, por la natu-

raleza de su profesión, y protegido contra las ofensas de todo tipo por una costra que

solo dan los años de ejercicio de la profesión.

«Claro está que esto en cierto modo no es más que hablar por hablar, ya que al fin y a

la postre es la ley la que dispone, la ley de sucesión: los herederos son los que toman

plena posesión de los papeles privados y de todo lo demás. Y en caso de que alguien

muera sin haber nombrado a su heredero, las reglas de la consanguinidad bastan para

zanjar todo lo que haya que zanjar.

»Así pues, las cartas cruzadas entre miembros de una misma familia, estamos de

acuerdo, son papeles privados que han de tratarse con la apropiada discreción. En cam-

bio, las comunicaciones recibidas del extranjero, las comunicaciones de naturaleza

sediciosa, las listas de personas señaladas para proceder a su asesinato, por ejemplo, no

son de ninguna manera papeles privados. Aquí, sin embargo, nos encontramos con un

caso muy curioso.

Está hojeando el cartapacio, mientras con las uñas tamborilea sobre la mesa de

manera irritante.

–Aquí nos encontramos con un caso muy curioso, un caso muy curioso repite en un

murmullo. Un cuento —anuncia inesperadamente—. ¿Qué puede decirse de un cuento,

de una obra de ficción? ¿Diría usted que un cuento es un asunto privado y personal?

—Es un asunto privado, total y absolutamente privado y personal de un autor, hasta

que sea dado a conocer al mundo entero.

Maximov le lanza una mirada burlona, y luego desliza sobre la mesa lo que ha

estado leyendo. Es un cuaderno de ejercicios como los que usan los niños en la escuela,

de páginas pautadas. Reconoce a primera vista la caligrafía inclinada, el arrastre de los

ganchos y las tildes. Es la escritura de un huérfano, piensa: tendré que aprender a

amarla. Coloca la mano sobre la página con ademán protector.

—Léalo dice con indolencia su antagonista.

Intenta leer, pero no puede concentrarse; cuanto más lo intenta, más se fija

exclusivamente en los detalles de la caligrafía. Además, tiene la mirada empañada por

las lágrimas. Se las seca con una manga para que no caigan sobre el papel y emborronen

la página. «Desiertos de nieve sin una sola huella», lee, y siente deseos de corregir la

redundancia del tópico. Trata sobre un hombre a la intemperie, sobre el frío. Sacude la

cabeza y cierra el cuaderno.

Maximov lo alcanza y se lo quita con amabilidad. Vuelve las páginas y al final

encuentra lo que busca; luego lo desliza de nuevo sobre la mesa.

—Lea esta parte —le dice—, no son más que una o dos páginas. Nuestro héroe es un

joven condenado por conspiración y traición, que ha sido desterrado a Siberia. Escapa de

la prisión y logra llegar a la casa de un terrateniente, en donde una criada, una

campesina, le ofrece refugio y alimento sin que nadie lo sepa. Son jóvenes los dos, entre

ellos nacen sentimientos románticos, etcétera. Una noche, el terrateniente, que ha sido

retratado como un grosero que se entrega sin freno a todos los placeres de la

sensualidad, intenta forzar a la muchacha. Ese es el pasaje cuya lectura le sugiero.

De nuevo sacude la cabeza.

Maximov recupera el cuaderno.

—El joven no puede tolerar el espectáculo ni un minuto más. Sale de su escondite e

interviene —comienza a leer en voz alta—. «Karamzin», que es el terrateniente, «se dio la

vuelta sobre los talones y soltó un bufido. "¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?"

Luego se fijó en el uniforme gris hecho andrajos, en la argolla rota que aún lleva sujeta al

tobillo "¡Aja, eres uno de esos!", exclamó. "¡Muy pronto me ocuparé de ti!" Se dio la

vuelta y salió bamboleándose de la estancia.» Esa es la palabra que utiliza,

«bambolearse». Me gusta. El terrateniente es descrito como un bruto con cara de

pequinés, de orejas peludas y piernas cortas y gruesas. No es de extrañar que nuestro

héroe se sienta ofendido: ¡la vejez y la fealdad manosean a su bella criada! Toma un

hacha que encuentra junto a la chimenea. «Con todas sus fuerzas, estremeciéndose,

desplomó de un solo golpe el hacha contra el pálido cráneo del hombre. A Karamzin se

le doblaron las rodillas bajo su peso. Con un gran resoplido, como un animal, cayó cuan

largo era sobre el suelo de la cocina, con los brazos en cruz y un temblor en los dedos

que por fin quedaron quietos. Sergei», que así se llama nuestro héroe, «se quedó clavado

en el sitio, con el hacha ensangrentada en la mano, incapaz de dar crédito a lo que había

hecho. En cambio, Marfa», que es la heroína, «con una presencia de ánimo que él no

esperaba, agarró un paño húmedo y lo colocó bajo la cabeza del hombre, para que la

sangre no se derramase por todo el suelo.» Simpático toque de realismo, ¿no le parece?

»En fin, el resto del cuento es poco más que un esbozo, así que le ahorraré la lectura.

Posiblemente, cuando ya no queda ni rastro del obsceno Karamzin, la inspiración de

nuestro autor comenzó a flaquear. Sergei y Marfa arrastran el cuerpo y lo arrojan a un

pozo que no se usa desde hace años. Luego emprenden viaje en plena noche

«absolutamente resueltos»; esa es la frase que usa. No está del todo claro que se

propongan huir. Pero permítame mencionar un último detalle. Sergei no abandona el

arma del crimen, sino que se la lleva consigo. ¿Para qué?, le pregunta Marfa. Cito

textualmente su respuesta: «Porque es el arma del pueblo ruso, nuestro medio de

defensa y nuestro medio de cobrarnos venganza». El hacha ensangrentada, la venganza

del pueblo... La alusión no podría ser más diáfana, ¿no cree?

Mira a Maximov con incredulidad.

—No puedo creer lo que estoy oyendo —susurra— ¿De veras se propone

instrumentar este escrito como prueba contra mi hijo? ¡Si no es más que un cuento, una

fantasía, escrita en la privacidad de su cuarto!

—¡Oh, no, Fiodor Mijailovich, no! ¡Ni mucho menos! ¡Me interpreta usted mal! —

Maximov se arrellana en su sillón y menea la cabeza con aparente aflicción—. Está fuera

de toda consideración el hostigar a su hijastro (por utilizar la palabra que ha usado usted

antes). El caso está cerrado, al menos en el sentido que más importa. Le he leído esta

fantasía, como usted mismo la llama, simplemente como indicación de lo muy

profundamente que había caído él bajo la influencia de los partidarios de Nechaev, que

sabe el cielo a cuántos jóvenes impresionables y volubles han descarriado, sobre todo

aquí, en Petersburgo, casi todos ellos, para colmo, de buena familia. Diría incluso que es

una auténtica epidemia esto del nechaevismo. Una epidemia, o quizá tan solo una moda.

—No, no tiene nada de moda. Lo que usted llama nechaevismo es algo que siempre

ha existido en Rusia, aunque fuera con otros nombres. El nechaevismo es tan ruso como

el bandolerismo. Pero yo no he venido para hablar de Nechaev y sus partidarios. He

venido por una razón muy simple: a llevarme los papeles de mi hijo. ¿Me los puedo

llevar? Si no es así, ¿puedo retirarme?

—Puede retirarse, es usted libre de retirarse, por descontado. Ha estado usted en el

extranjero y ha regresado a Rusia con un nombre falso. No le pediré el pasaporte que

pueda llevar encima. Pero tiene usted total libertad para marcharse. Si sus acreedores se

enteran de que está aquí en Petersburgo, también son igualmente libres, por supuesto,

para dar los pasos que estimen oportunos. Eso no es asunto mío; es un asunto entre ellos

y usted. Le repito que es muy libre de marcharse de este despacho. No obstante, le

prevengo de que no puedo de ninguna manera conspirar con usted para mantener en pie

su treta. Doy por sentado que lo entiende.

—En este momento, para mí nada tiene tan poca importancia como el dinero. Si he

de ser acosado por viejas deudas, así sea.

—Ha sufrido usted una grave pérdida y se encuentra bajo de ánimo, por eso adopta

esa actitud. Lo entiendo perfectamente. Pero no olvide que tiene esposa y una hija que

dependen por entero de usted. Aunque solamente sea por ellas, no puede usted

permitirse la insensatez de abandonarse al destino. En lo que respecta a su solicitud de

devolución de estos papeles, con pesar debo denegársela. No pueden ser devueltos, pues

forman parte de un asunto policial aún por resolver, en el cual se investiga la relación de

su hijastro con los partidarios de Nechaev. (…)

 

9. NECHEAV

 

[…]—Me han mostrado las listas de las personas señaladas para ser ejecutadas —dice.

La finesa lo observa con los ojos entornados.

—Esas listas están en poder de la policía... Espero que se dé cuenta. Se las llevaron

del cuarto de Pavel. Lo que deseo preguntar es si cada uno de ustedes tiene simplemente

un determinado número de personas que asesinar, o si hay en esas listas personas en

concreto que están asignadas a cada uno de ustedes, solamente a cada uno. Y, de ser este

el caso, quiero saber si se cuenta con que estudien a esas personas antes de proceder, y

que se familiaricen con ellas, con su vida cotidiana. ¿Las espían ustedes en sus casas?

La finesa intenta decir algo, pero él empieza a recobrar la vida, y su voz se alza sobre

la de la joven.

—De ser así, ¿no se familiarizan forzosamente con su víctima más incluso de lo que

sería deseable? ¿No pasan a ser como alguien que ha sido llamado de la calle, un

mendigo, por ejemplo, al que se le ofrecen cincuenta kopeks a cambio de que liquide a

un pobre viejo y ciego, un mendigo que toma la soga y hace el nudo corredizo y acaricia

al perro para que se calme, que murmura dos o tres palabras, y que al hacerlo nota cómo

fluye una corriente de sentimientos, de modo que desde ese instante y en lo sucesivo el

perro y él ya no son desconocidos, y lo que tendría que haber sido un simple trabajo

rápido se ha vuelto la más negra de las traiciones, una traición tal, de hecho, que el ruido

que hace el perro cuando es ahorcado, cuando él lo ahorca, lo obsesiona después durante

días enteros, sin que pueda olvidar ese gañido de sorpresa, que se traduce por un ¿Por

qué tú? ¿No les disuadiría semejante idea?

Mientras ha estado hablando, la mujer alta ha regresado. Se ha arrodillado en la

esquina más alejada de la habitación, doblando sábanas, enrollando un colchón. La

finesa, por otra parte, ha recobrado plenamente la vida. Sus ojos despiden chispas, se

muere de ganas de hablar. Pero él prosigue.

—Y si un simple perro es capaz de eso, ¿qué poder de obsesionarles no tendrán los

hombres y las mujeres que ustedes se propongan liquidar? Me da la impresión de que

por muy científicamente que se seleccionen esos enemigos del pueblo, carecen ustedes

de un medio de matarlos que sea realmente eficaz, un medio que no ponga en peligro

sus propias almas. Por ejemplo: ¿quién era el propuesto para ser la primera víctima de

Pavel? ¿A quién tenía el deber de matar?

—¿Por qué lo pregunta? ¿Por qué lo quiere saber?

—Porque me propongo ir a casa de esa persona y arrodillarme ante la puerta, para

dar gracias de que Pavel nunca llegara hasta allí.

—Entonces, ¿se alegra de que Pavel fuera asesinado?

—Pavel no está muerto. Habría muerto, pero gracias a una inmensa fortuna huyó

con vida.

Por vez primera habla la otra mujer.

—¿No quiere venir a sentarse aquí, Fiodor Mijailovich? —le dice a la vez que señala

la mesa situada junto a la ventana, en la cual hay dos sillas.

—Es mi hermana —explica la finesa.

—Hermanas, sí, pero no de los mismos padres— dice la otra. Sus risas son cómodas,

naturales.

Tiene acento de Petersburgo, tiene la voz grave. Una voz adiestrada. Le invade la

sensación de que la ha conocido antes. ¿Será una cantante? ¿No la conocería entonces de

los tiempos en que iba a la Ópera? No, no cabe duda de que es demasiado joven para

eso.

Ocupa una de las sillas; ella se sienta frente a él. La mesa es estrecha; sus pies se

tocan un instante, y él cambia de postura.

Aunque ella está de espaldas a la ventana, ahora comprende por qué lleva tantísimo

maquillaje. Tiene la piel totalmente picada de viruela. Qué pena, se dice, no es una

belleza, pero pese a todo sigue siendo bien parecida.

El pie de ella de nuevo toca el suyo y descansa en el suelo rozándole el interior del

suyo.

Una turbadora excitación le recorre el cuerpo. Igual que el ajedrez, piensa: dos

jugadores frente a frente, en una pequeña mesa, ejecutan sus movimientos con toda

deliberación. ¿Es esa intencionalidad lo que le excita, el pie contrario levantado como si

fuera un peón y colocado frente al suyo? Y la tercera persona, el vigilante que no ve, la

inocente que mira a donde no debe: ¿también desempeña su papel? Intencionalidad y

relumbrón, un relumbrón que tiene visos de resultar a su manera apasionante. ¿Dónde

habrán aprendido tanto de él, de sus deseos?

Una cantante, una contralto: una reina contralto.

—Usted conocía a mi hijo —dice.

—Era un mero seguidor, una mascota.

Está familiarizado con este término y le duele. Una mascota: un advenedizo en los

círculos estudiantiles, útil para hacer los recados y poco más.

—Pero ¿era amigo suyo?

Ella se encoge de hombros.

—La amistad es algo afeminado. No nos hace ninguna falta la amistad.

Afeminado: ¡extraña palabra en labios de una mujer! Ya empieza a tener la sensación

de que sabe más de lo que desea saber. El pie sigue apoyado contra el suyo, pero ahora

hay algo inerte en su presión, inerte y pesado, amenazador incluso. Deja de ser un pie

para ser una bota. Pavel no se prestaría a estos juegos. La visión de Pavel vuelve en toda

su intensidad: Pavel caminando hacia él, con la joven al lado, su novia, que queda sin

embargo ocluida. Pavel sonríe, y su sonrisa dimana una especie de gloria. ¡Mi amigo!,

piensa. Un feroz amor le retuerce el corazón. Y esto, piensa, ¿es esto lo que he de aceptar en

vez de ti, y encima conformarme?

—Si no les hace ninguna falta la amistad, Dios les asista —murmura.

Se levanta de la mesa y da la espalda a las dos mujeres. ¿Qué aspecto tendré?, se

pregunta. No hay espejos a su alcance. Cuando vuelve a sentarse, las lágrimas que lo

amenazaban han desaparecido.

—¿Qué hicieron con mi hijo? —pregunta con voz apagada.

La mujer se apoya con los codos sobre la mesa y lo traspasa con su mirada azul. A

través de la capa de maquillaje, en los cráteres del mentón, descubre cañones que la

cuchilla no ha llegado a afeitar. Y la espesura de las cejas unidas sobre el puente de la

nariz es excesiva. Cualquier mujer habría optado por depilárselas, cualquier mujer le

habría dicho que lo hiciera. ¿Será la finesa también un muchacho, un chaval regordete?

De golpe se siente asqueado por los dos.

Ella, o él, le habla. Es Nechaev en persona, de eso no le cabe la menor duda. El

disfraz se le hace de improviso transparente. El recuerdo le llega con súbita claridad: en

el vestíbulo del salón en que se celebraba el Congreso por la Paz, durante un intermedio

entre dos sesiones, Nechaev a solas en una esquina, comiéndose como un lobo los

bocadillos, fulminando a todos con la mirada, retador en aquella sala llena de adultos: Si,

reíros si os atrevéis, reíros del pequeño colegial. Su cara tenía el aire de un colegial

sorprendido en el retrete con los pantalones bajados, vulnerable, pero desafiante. Reíros,

que un buen día me devolveréis lo que me pertenece.

Recuerda un comentario hecho por la princesa Obolenskaya, la amante de

Mrockowski: «Puede que sea el enfant terrible del anarquismo, pero la verdad es que más

le valdría hacer algo para arreglarse la viruela».

—Teniendo en cuenta lo que la policía hizo a su hijo—dice ahora Nechaev, me

sorprende que no esté usted encolerizado. Ya lo dice el Evangelio: ojo por ojo, diente por

diente.

—Maldito embustero, ¡eso no está en el Evangelio! ¿Qué me está diciendo de Pavel?

¿Por qué va vestido con ese ridículo atuendo?

—Espero que no haya creído usted la historia del suicido. Isaev no se quitó la vida,

eso no es más que una patraña que la policía ha puesto en circulación. No pueden aplicar

la ley en contra de nosotros, y por eso perpetran esta clase de repugnante asesinato.

Claro está que usted debe de tener sus dudas. Si no, ¿por qué está aquí?

Toda la afectada suavidad del hombre ha desaparecido: la voz es la suya. Mientras

va de un lado a otro de la habitación, el vestido azul susurra. ¿Lleva pantalones debajo, o

va con las piernas desnudas? ¿Qué se sentirá al caminar con las piernas desnudas y sin

embargo ocultas, rozándose una con otra?

—¿Cree usted que no estamos todos nosotros en peligro? ¿Cree usted que lo que más

me apetece es tener que esconderme por ahí, circular disfrazado por mi propia ciudad, la

que me vio nacer? ¿Sabe qué se siente al ser mujer y estar sola por las calles  de

Petersburgo? —Levanta la voz, la cólera se adueña de él—. ¿Sabe qué cosas hay que oír?

Los hombres no te dejan a sol ni a sombra, te susurran porquerías como no se podría

imaginar, y nada puede hacer uno para defenderse. —Se domina. ¡Quién sabe, tal vez lo

imagine usted perfectamente! Tal vez lo que le describo le resulte perfectamente familiar.

La finesa ha tomado un cuenco de patatas que apoya en el regazo a la vez que las

monda. Tiene la cara en paz; más que nunca parece una abuelita.

—Empieza a hacer frío—dice.

¡Locos, están locos los dos! ¿Qué estoy haciendo aquí?, se dice. ¡He de encontrar el

camino que me lleve de vuelta a Pavel!

—Por favor, repita... Repita, si es tan amable, lo que estaba diciendo sobre mi hijo —

dice.

—Como quiera; permítame que le hable de su hijo. El veredicto oficial es que se

suicidó. Si usted se lo cree, es verdaderamente un alma cándida, por no decir que es un

alma criminalmente cándida. ¿No fue usted un revolucionario en los viejos tiempos, o

me equivoco? No me cabe duda de que sabe usted perfectamente que la lucha nunca ha

terminado. ¿O es que ha firmado usted la paz por su cuenta y riesgo? Los que estamos en

el frente somos acosados, apresados, torturados y asesinados. Siempre hubiese dicho que

usted lo sabría, y que habría escrito algo al respecto, especialmente si se piensa que la

gente nunca sabrá la verdad sobre su hijo y sobre tantos otros que han sido asesinados

como él, menos aún por nuestros vergonzosos periódicos rusos.

La voz de Nechaev se torna más baja, más intensa.

—Lo que le ocurrió a su hijo puede ocurrirnos cualquier día a mí o a cualquiera de

nuestros camaradas. Usted dice no saber nada de esto. Pero le bastará con ir a las calles,

ir a los mercados y tabernas en donde se reúne el pueblo, para descubrir que el pueblo sí

lo sabe. ¡No sé cómo, pero lo sabe! Y cuando llegue el día del juicio, aquí nadie olvidará

quién sufrió y quién murió por ellos, y quién no movió ni un dedo.

Cristo encolerizado, piensa: ése es el modelo en que quiere verse. El Cristo del

Antiguo Testamento, el Cristo que expulsó a correazos a los usureros del templo. Hasta

el disfraz resulta adecuado: no es un vestido, sino una túnica. Es un imitador, un

impostor, un blasfemo.

—¡A mí no me venga con amenazas! —le replica—. ¿Con qué derecho habla usted en

nombre del pueblo? El pueblo no es vengativo. El pueblo no pasa su tiempo tramando

conjuras.

—El pueblo sabe quiénes son sus enemigos, el pueblo no gasta las lágrimas en llorar

a sus enemigos cada vez que estos terminan como se merecen. En cuanto a nosotros, ¡al

menos sabemos qué hay que hacer! ¡Al menos lo estamos haciendo! Es posible que usted

también lo supiera, pero de eso hace ya tiempo, y ahora no puede más que balbucear,

menear la cabeza, llorar. Eso es una blandura. Nosotros no somos blandos, no lloramos,

no perdemos el tiempo en conversaciones inteligentes. Hay cosas de las que se puede

hablar y cosas de las que no se puede hablar, cosas que solo pueden hacerse cuanto an-

tes. Nosotros no hablamos, no lloramos, no pensamos sin cesar en que por una parte tal,

por otra parte cual. ¡Nosotros lo hacemos, y punto!

—¡Excelente! Ustedes lo hacen, y punto. ¿Y de dónde obtienen sus instrucciones, me

pregunto yo? ¿Obedecen acaso a la voz del pueblo, u obedecen a su propia voz,

tenuemente disfrazada, eso sí, para que no sea obligatorio reconocerla?

—¡Otra pregunta inteligente! ¡Otra pérdida de tiempo! Estamos hartos, asqueados de

la inteligencia. Están contados los días que le restan a la inteligencia. La inteligencia es

una de las cosas de las que hay que deshacerse. Llega el día de la gente de a pie, y la

gente de a pie no se distingue por ser inteligente. La gente de a pie lo que quiere es que

se hagan las cosas. Y en cuanto estén hechas las cosas, será la gente de a pie la que decida

qué será cada cosa, y también decidirá si va a estar permitida esa inteligencia.

—¡Y decidiremos si los libros inteligentes y todas esas cosas van a estar permitidas!

—La finesa se suma a la conversación bastante enardecida, excitada incluso.

¿Será posible, piensa con profundo disgusto, que Pavel haya sido amigo de personas

como estas, capaces de darse esas ínfulas, siempre ansiosas de azotarse hasta alcanzar

ese frenesí de superioridad moral? Ese lugar es como un convento en España en tiempos

de Loyola: muchachas de buena familia que se autoflagelan, que se echan a rodar por el

suelo presas del éxtasis, que babean sin contenerse, o que ayunan, que rezan durante un

sinfín de horas, que aspiran a ser llevadas a los brazos del Salvador. Extremistas todos

ellos, sensualistas hambrientos del éxtasis de la muerte, matar o morir, lo mismo da una

cosa que otra. ¡Y Pavel entre ellos!

Le estalla de pronto en las manos la idea del último momento de Pavel, del cuerpo

de un joven de sangre caliente, de un ser en lo mejor de la vida, al chocar contra la tierra;

la idea del aliento contenido en los pulmones, del quebrarse de los huesos, la sorpresa,

sobre todo la sorpresa ante el hecho de que el final fuese real, de que no hubiese una

segunda oportunidad. Por debajo de la mesa se retuerce las manos presa de esa agonía.

Un cuerpo que golpea la tierra: ¡la muerte, la medida de todas las cosas!

—Demuéstreme... —dice—. Demuéstreme lo que dice sobre Pavel.

Nechaev se acerca más a él.

—Lo llevaré si quiere al lugar de los hechos. Le ofrece, y separa cada palabra con

nitidez—. Le llevaré al lugar de los hechos y allí le abriré los ojos.

En silencio, se pone en pie y se tambalea camino de la puerta. Encuentra la escalera y

desciende, pero se pierde al llegar al callejón. Llama al azar a la primera puerta que ve.

No hay respuesta. Llama a otra puerta. Le abre una mujer de aspecto cansino, en

zapatillas, y se hace a un lado para dejarlo entrar.

—No —dice—. Solo quiero saber por dónde se sale.

Sin añadir palabra, ella cierra la puerta.

Desde el final del corredor llega el zumbido de las voces. Hay una puerta abierta;

entra en una estancia de techos tan bajos que parece una jaula. Se encuentra a tres

jóvenes sentados en sendos sillones; uno de ellos lee en voz alta un periódico. Se hace el

silencio.

—Estoy buscando la salida —dice.

—Tout droit —contesta el que está leyendo, con un gesto para que desaparezca, antes

de volver a su periódico. Lee la relación de una escaramuza entre estudiantes  y gen-

darmes delante de la Facultad de Filosofía. Levanta la mirada y comprueba que el

intruso no se ha movido—. ¡Tout droit, tout droit! —le ordena. Sus compañeros se ríen.

Entonces aparece a su lado la finesa.

—Cielos, mete usted las narices en los sitios más raros —le comenta al parecer de

muy buen humor. Lo toma del brazo y lo guía como si él fuese ciego, primero bajando

otras escaleras, luego por un corredor sin iluminar, atestado de cajas de todos los

tamaños, hasta llegar a un portón de barras que abre con facilidad. Están en la calle. Ella

le tiende la mano—. Así pues, tenemos una cita —le dice.

—No. ¿Qué cita tenemos?

—Espere en la esquina de Gorojovaya con la Fontanka esta noche a las diez en punto.

—No pienso estar allí, se lo aseguro.

—Muy bien, pues no vaya. Quién sabe, a lo mejor sí que va. ¿No tiene usted

sentimientos de familia? No pensará traicionarnos, ¿verdad que no?

Ella le ha hecho la pregunta en broma, como si él no tuviese realmente el poder de

perjudicarles en modo alguno.

—Se lo digo, ya sabe usted, porque hay quien dice que usted nos traicionará pase lo

que pase —prosigue—. Hay quien dice que usted es traicionero por naturaleza. ¿Qué

piensa al respecto?

Si tuviese un bastón, la golpearía. Pero solo con las manos, piensa, ¿en qué parte se

golpea un cuerpo tan redondo, tan obtuso?

—De nada sirve tener conciencia de la propia naturaleza, ¿no? —sigue ella en tono

de reflexión—. Quiero decir que la naturaleza siempre nos lleva adelante, sin que im-

porte gran cosa que nosotros lo sepamos o que lo desconozcamos. ¿De qué sirve colgar a

una persona si su delito está en su naturaleza? Sería como colgar al lobo por haber

devorado al cordero. Eso no cambiará la naturaleza de los lobos, ¿verdad que no? Y

colgar al hombre que traicionó a Jesús tampoco sirvió de nada, ¿a que no?

—A ese no le colgó nadie —replica él con irritación—. Se ahorcó él solo.

—Lo mismo da. No sirve de nada, ¿se da cuenta? Quiero decir que es igual que lo

cuelguen o que se ahorque él solo.

Algo terrible empieza a asomar al fondo de esta cháchara.

—¿Quién es Jesús? —pregunta con dulzura.

—¿Jesús? Cae la noche; son las dos únicas personas que hay en esa bocacalle fría y

desangelada. Ella lo mira con incredulidad—. ¿No sabe usted quién es Jesús?

—Cuando dice que yo soy Judas, ¿quién es Jesús?

Ella sonríe.

—No es más que una manera de hablar —dice. Y luego, como si hablase para sus

adentros, añade—: No entienden nada. —Vuelve a tenderle la mano—. A las diez en

punto en la Fontanka. Si no va nadie a reunirse con usted, es que algo ha ocurrido.

Él rechaza la mano que ella le tiende y echa a andar. A sus espaldas, oye una palabra

medio susurrada ¿Qué palabra es? ¿Judío? ¿Judas? Sospecha que es Judío. Extraordinario:

¿piensan entonces que esa palabra viene de ahí? ¿Y por qué ese fastidioso prurito que le

conmina a no tocarla? ¿Será porque ella puede haber conocido a Pavel, porque de hecho

lo ha conocido muy bien, carnalmente incluso? ¿Son las mujeres compartidas en común

por Nechaev y los demás? Le cuesta trabajo imaginar a esa mujer como propiedad del

común. Es más probable que sea ella la que tiene a los hombres en común. Incluso a

Pavel. Se resiste a esa idea, pero luego cede. Ve a la finesa desnuda, entronizada en un

lecho de cojines color escarlata, sus gruesas piernas separadas, sus brazos abiertos para

que se vean bien los pechos y un vientre rotundo, sin vello, a duras penas maduro. Y ve

a Pavel de rodillas, listo para ser cubierto y consumido.

Se sacude para librarse de la idea. ¡Envidiosas imaginaciones! Un padre igual que

una vieja rata gris se arrastra en pos de la escena amorosa, solo por ver qué queda para

él. Sentado sobre el cadáver, a oscuras, aguza el oído, royendo, atento, royendo. ¿Será esa

la razón de que las escuadrillas de la policía persigan tan vengativamente a la juventud

libre de Petersburgo, con Maximov, el buen padre, la gran rata, al frente de todas ellas?

Recuerda el comportamiento de Pavel después de su matrimonio con Anya. Pavel

tenía diecinueve años y se obstino sin embargo en no aceptar que ella, Anna

Grigoryevna, se acostara en lo sucesivo en el lecho de su padre. Durante el año en que

vivieron todos juntos, Pavel sostuvo la ficción de que Anya no era más que la compañera

de su padre, tal como una mujer ya vieja puede tener a una compañera, una persona que

se ocupa de la casa, hace la compra, se encarga de la colada. Cuando el anunciaba, quizá

después de una partida de cartas, que se iba a dormir, Pavel no permitía que Anya lo

siguiera de inmediato, la retaba a otras ondas («¡Solo los dos!») e incluso se negaba a

entender cuando ella, sonrojada intentaba retirarse («¡Esto no es el campo, no tienes que

madrugar para ordenar a las vacas!»)

¿Son siempre iguales entre padres e hijos esas bromas que enmascaran la rivalidad

más intensa que se pueda imaginar? ¿Y es esa la verdadera causa de su desolación a

saber, que como han desaparecido los cimientos sobre los que estaba edificada su vida, la

competición continúa con su hijo, y sus días han quedado vacíos de toda emoción? No,

no es la Venganza del Pueblo Sino la Venganza de los Hijos, he ahí lo que de veras

subyace a revolución, los padres que envidian a sus hijos y a sus mujeres, los hijos que

urden la trama para robar los ahorros de sus padres. ¿Es eso? Menea la cabeza con fatiga.-

[…]

(fuente https://docs.google.com/viewer?a=v&pid=sites&srcid=ZGVmYXVsdGRvbWFpbnxsaWxpYW5hZmFzY2lhbml8Z3g6NTQ4MDYxODA0ZGJjNzc2Mw )

Sergey Gennadiyevich Nechayev (RussianСерге́й Генна́диевич Неча́ев) (2 October 1847 – 21 November or 3 December 1882) was a Russian communist revolutionary and prominent figure of the Russian nihilist movement, known for his single-minded pursuit of revolution by any means necessary, including revolutionary terror. He was the author of the radical Catechism of a Revolutionary. Nechayev fled Russia in 1869 after having been involved in the murder of a former comrade. Complicated relationships with fellow revolutionaries caused him to be expelled from the International Workingmen's Association. Arrested in Switzerland in 1872, he was extradited back to Russia where he received a twenty-year sentence and died in prison.

The character Pyotr Verkhovensky in Fyodor Dostoevsky's anti-nihilistic novel Demons is based on Nechayev. Nechayev is often called a "Bolshevik before the Bolsheviks" and many other Russian revolutionaries were accused of Nechayevshchina by their opponents. The term was associated with authoritarianism, radicalism and sectarianism in the time that preceded the Russian Revolution of 1917.

Aged 18, Nechayev moved to Moscow, where he worked for the historian Mikhael Pogodin. A year later, he moved to Saint Petersburg, passed a teacher's exam and began teaching at a parish school. From September 1868, Nechayev attended lectures at the Saint Petersburg University as an auditor (he was never enrolled) and became acquainted with the subversive Russian literature of the Decembrists, the Petrashevsky Circle and Mikhail Bakunin among others as well as the growing student unrest at the university. Nechaev was even said to have slept on bare wood and lived on black bread in imitation of Rakhmetov, the ascetic revolutionary in Nikolay Chernyshevsky's novel What Is to Be Done?.

Inspired by the failed attempt on the Tsar's life by Dmitry Karakozov, Nechayev participated in student activism in 1868–1869, leading a radical minority with Pyotr Tkachev and others. Nechayev took part in devising this student movement's "Program of revolutionary activities" which stated later a social revolution as its ultimate goal. The program also suggested ways for creating a revolutionary organization and conducting subversive activities. In particular, the program envisioned composition of the Catechism of a Revolutionary, for which Nechayev would become famous.

In December 1868, Nechayev met Vera Zasulich (who would make an assassination attempt on General Fyodor Trepov, governor of Saint Petersburg in 1878) at a teachers' meeting. He asked her to come to his school where he held candlelit readings of revolutionary tracts. He would place pictures of Maximilien Robespierre and Louis Antoine de Saint-Just on the table while reading. At these meetings, he plotted to assassinate Tsar Alexander II on the 9th anniversary of serfdom's abolition. The last of these student meetings occurred on 28 January 1869, where Nechayev presented a petition calling for freedom of assembly for students. Two days later, he handed it to the police, intending to radicalize the students through prison and exile.

Nechayev's theories had a major influence on other Russian revolutionaries, like Pyotr Tkachev and Vladimir Lenin. He was the first to bring the theme of the professional revolutionary in Russia. Lenin's brother Aleksandr Ulyanov was part of an organization which based its program on Nechayev's. His other theories on how a socialist state would function, outlined in the "Fundamental Thesis" and "The Fundamentals of the Future Social System" among others, were identical to that of the Soviet Union and other Marxist–Leninist states. For instance, Lenin stated many times that Nechayev was a "Titan of the revolution" and that all of the communist revolutionaries must "read Nechayev". Many critics inside and out of the Soviet Union labelled his version of revolutionary socialism the one that was taking place in the Soviet Union itself, with Soviet politicians after the Stalin era admitting this themselves many times. He also influenced later generations of Russian revolutionary nihilists. -


posteado por kalais  6.4.2021 - ch