Donnerstag, 25. März 2021

 

Ramón Gómez de la Serna: inventor de Greguerías y otras humoradas.

 


Ramón Gómez de la Serna Puig (Madrid3 de julio de 1888​-Buenos Aires12 de enero de 1963) fue un prolífico escritor y periodista vanguardista español, generalmente adscrito a la generación de 1914 o novecentismo, e impulsor del género literario conocido como greguería. Posee una obra literaria extensa que va desde el ensayo costumbrista o la biografía (escribió varias: sobre Valle InclánAzorín y sobre sí mismo: Automoribundia) hasta la novela y el teatro. Su vida y obra es una ruptura contra las convenciones. Es así una encarnación con el espíritu y la actuación de las vanguardias, a las que dedicará un libro llamado Ismos. Su obra es extensa y su eje central son las greguerías: un género iniciado por él, como un conjunto de apuntes en los que encierra una pirueta conceptual o una metáfora insólita. Suelen ser de varios tipos: chistes, juegos de palabras, o incluso también apuntes filosóficos. Estuvo muy vinculado con las tertulias y los escritores de la Argentina, país donde residió y trabajó por períodos de diversa duración y donde falleció.

«Ramón», como le gustaba que le llamaran, escribió un centenar de libros, la gran mayoría traducidos a varios idiomas. Divulgó las vanguardias europeas desde su concurrida tertulia en el Café de Pombo inmortalizada por su amigo, el pintor y escritor expresionista José Gutiérrez Solana. ​ Escribió especialmente biografías en que el personaje reseñado suponía en realidad una excusa para la divagación y la acumulación de anécdotas, verdaderas o inventadas.

 

Greguerías

Las greguerías son textos breves semejantes a aforismos, que generalmente constan de una sola frase, y que expresan, de forma aguda y original, pensamientos filosóficos, humorísticos, pragmáticos, líricos, o de cualquier otra índole. Se considera un género creado por Ramón Gómez de la Serna.


La bufanda es para los que bufan de frío.

El café con leche es una bebida mulata.

La plancha eléctrica parece servir café a las camisas.

A veces el beso no es más que un ” Chewing-gum ” compartido.

Era tan celoso que resultaba proceloso.

El ventilador afeita el calor.

Al sentirnos mal tenemos sudor frío de botijos.

Los bebes con chupete miran al fumador con pipa como a un compañero de cochecito.

Las alpargatas tempraneras pasan dando bofetadas al suelo.

Se le pone otra hache a Sánchez y es Shakespeare.

El lápiz solo escribe sombra de palabras.

Al oír que dice el bruto “Yo solo me he hecho a mí mismo”, pensamos en lo mal escultor que ha sido.

El arcoiris es como el anuncio de una tintorería.

El sostén es el antifaz de los senos.

Lo que le da más grima al cuchillo es partir un limón.

Los negros son negros porque sólo así logran estar a la sombra bajo el sol de África.

El león tiene en la punta de la cola la brocha de afeitar.

Las pirámides hacen jorobado al desierto.

Al ombligo le falta el botón.

El gato rubrica todos sus pensamientos con la cola.

Cuando el martillo pierde la cabeza, los clavos se ríen.

El camello tiene cara de cordero jorobado.

El bebé se saluda a si mismo dando la mano al pie.

-o-o-

Los senos de auténtico Sèvres

En casa del anticuario apareció la fina mujer, cuya cintura se cimbreaba en la luz.

—¿Qué desea? ¿Me trae algún abanico?

El anticuario al verla sin ningún paquete, creyó que era una de esas que se sacan de no se sabe dónde un abanico, un abanico viejo, que llena de lentejuelas la tienda cuando ellas lo abren.

Ella acercándose más al anticuario le dijo: “Le traigo unos senos de verdadero Sévres”

—Venga, pase —le dijo el anticuario pasándola al despachito donde compraba las joyas más importantes.

Ella entró con la determinación de la que va dispuesta a todo y allí sacó sus senos y los enseñó al anticuario.

—¿De Sévres? … ¿De Sévres? —decía el anticuario sin dejar de darles vueltas como a los jarrones a los que busca la marca.

—Sí, mire usted la señal—y la mujer que tenía los más puros senos de Sévres, y que sabía dónde estaba el grabado frío como una cicatriz de la marca, le dijo: “Aquí está”.

El anticuario con su lupa se quedó asombrado de la autenticidad, y comenzó a contar como quien cuenta papeles de fumar los billetes que daba por ellos.

Y la mujer de los puros y verdaderos senos de Sévres salía de la tienda sin senos, lisa, como la que ha vendido la última joya que le quedaba de sus padres.

La cleptómana de cucharillas : Era poderosa y aristocrática, pero tenía la obsesión de las cucharillas. Es esa una cleptomanía corriente, sobre todo en los palacios reales, y por eso hubo reyes que cambiaron las de oro por otras de similor, para evitar que se llevasen costoso ”recuerdo de S. M.”. 

Poseía cucharillas de los mejores hoteles del mundo, de las casas más nobles —con el escudo en el agarradero–, y hasta algunas arrancadas a las colecciones napoleónicas. Un día, sin poder resistir mi curiosidad, le pregunté qué se proponía almacenando tantas cucharillas. Entonces la cleptómana me dijo en voz baja: 

—Vengarme del mundo. . . Dejarlo sin una cucharilla. . …Que muevan el café con tenedor. 

Sabe a mariposa: Llegó a la gran bodega el supercatador, y cuando le dieron a probar el caldo rubio del jerez nuevo, dijo sin dubitación alguna:

- Sabe a mariposa

Todos se quedaron perplejos porque el dictamen del supercatador era inapelable. Por si hablaba en un sentido simbólico, le preguntaron:

-¿Y eso qué quiere decir?

- Nada, no se alarmen - repuso el genio en distinguir sabores-. Eso quiere decir que ha caído una mariposa en la tinaja.

Dudando de tanta sutileza, subieron en una escalera para ver si se veía la mariposa ahogada, y, en efecto, una mariposa blanca se había ahogado en el néctar rubio.

Senos de las criadas: Los senos de las criadas son senos que dan origen a sentimientos sordos y enconados.

Son como animales domésticos, que corren por la casa, que andan sueltos por ella y la alegran un poco.

Eso que es visible, una urbanidad y una política hipócrita hace como que no lo ve. Animan la mañana sobre todo, y dan a la casa más ambiente casero, más sabor humano.

Parece que cantan en la criada de otra manera que canta su boca, y son la gracia rústica de su trajín.

Son senos silvestres y retozones. Son como la cebolla que condimenta el aire de la casa, la cebolla humana y sensual, la cebolla barata.

Sobre todo el empaque que tiene la casa se destaca el que son verdaderamente, indudablemente senos de mujer. Las señoras de la casa evitarían que se viese eso, pero no pueden. Es demasiado elocuente su presencia y tiene derechos más fuertes que todo el señorío Que domina aún el mundo. Su rebeldía es manifiesta y no puede menos de admitirse teniéndose que tragar la píldora la señora. Los señoritos y el señorío ven demasiado, y a veces los buscan, aunque son senos ingratos y sucios, de una imaginación roma, senos que no comprenden, senos descarados que abusan de su condescendencia sombría o que sufren el vilipendio del hombre más espantosamente desleal que es el señorito que niega a la luz del día sus cosas de la sombra.

Traspaso de sueños: De pronto dejó de tener pesadillas y se sintió aliviado, pues habían llegado ya a ser una proyección obsedante que provoca una obsesión en las paredes de su alcoba.

Descansado y tranquilo en su sillón de lectura, el criado le anunció que quería verlo el señor de arriba. Como para la visita de un vecino no debe haber dilaciones que valgan, lo hizo pasar y escuchó su incumbencia:

– Vengo porque me ha traspasado usted sus sueños.

– ¿Y en qué lo ha podido notar?

– Como vecinos antiguos que somos, sé sus costumbres, sus manías y sobre todo sé su nombre, el nombre titular de los sueños que me agobian a mí, que no solía soñar... Aparecen paisajes, señoras, niños con los que nunca tuve que ver...

– ¿Pero cómo ha podido pasar eso?

– Indudablemente, como los sueños suben hacia arriba como el humo, han ascendido a mi alcoba, que está encima de la suya...

– ¿Y qué cree usted que podemos hacer?

– Pues cambiar de piso durante unos días y ver si se vuelven a usted sus sueños.

Le pareció justo, cambiaron, y a los pocos días los sueños habían vuelto a su legítimo dueño.

El día 32 : Ya no van a quedar más hojas del almanaque.Era nuestra última fortuna. Dentro de un rato estaremos arruinados.

Nos detendremos antes de arrancar la última hoja.

¿Qué habrá dentro? ¿Un consejo? ¿Una máxima? ¿Una promesa?

Hay quienes dejan pegada esa hoja en el cartón. Mal hecho. Esos se quedan sin algo, han dejado prendido un boleto de opción; quién sabe qué mueble de regalo; quién sabe qué fotografía que el destino hace en esa hoja en blanco y envía a la Caja de jubilaciones (desde luego en esa hoja está el vale para la comadrona que ha de sacar con bien el próximo año).

Porque hay un secreto que voy a divulgar, y es que, entre el 31 y el 1 del año que comienza, hay un día que no se nota, que pasa desapercibido, que, como todo el mundo está preocupado, nadie ve: el día 32.

Desde la antigüedad existe ese día, que no es de non, porque es par y jacarandoso.

Es el día en que los desmemoriados -todos somos desmemoriados el 31- vuelven a adquirir la memoria; el día que se pasa con la cabeza en el hielo; el día en que muchos, que no saben jugar al ajedrez, se lo pasan jugando sobre el tablero; el día de cambiar el empapelado del comedor y, como se ha hecho en plena inconsciencia, sorprenderse al día siguiente de lo raro que resulta contemplarle rojo cuando ayer parecía amarillo. ¡Qué de cosas se hacen ese día 32!

Es un día sin cobradores y en cuyos balcones aparece el paisaje que hemos soñado, y quizá por eso nos sentimos tan bien y la vida es sueño.

Cuando me di cuenta de la existencia del día 32 fue un año en el que el día 1 del año siguiente se me presentó una amiga de una prima mía con la que cené el día 31 de aquel diciembre.

-Chulillo mío -me dijo-, ¡qué día el de ayer!

Yo me quedé sorprendido, sin saber lo que significaba aquello.

Me acordaba de que el día último del año había cenado en casa de mis tíos y había acompañado a aquella joven al domicilio, cuya dirección ella misma me dio.

No me acordaba de haber estado calamocano ni de propasarme.

Acepté aquel idilio, y cuando la oía hablar del día que pasamos juntos entre las gasas del balcón, lleno de cortinajes transparentes y con algo de nido, sospeché la existencia de ese día 32.

Claro que salí de ella otro día 32 del año siguiente, aprovechando que ese día nadie se acuerda de lo que sucedió. Como sucede invisiblemente, se puede tener una despedida invisible.

El día 32 es el día en que se comen pichoncitos en salsa de jerez y se repara una última vez en que está retratado en las cien y borlas que se hubieran hecho si la suerte hubiera soplado a más velocidad. ¡Qué bonitas novias y cuántos sombreros de galera alta he gastado!

Yo sonrío ya cuando arrancan la última hoja y creen que detrás no hay nada más que un papel con engrudo.

-¡Mañana, ya, primero de año!

-Sí, quizá.

-¿Cómo quizá?

Hago un guiño y así me burlo de una más de los engañados. Pero ¿cómo no comprende que no puede venir un año después de otro sin una tregua, sin el día de la bandera blanca y del armisticio?

Yo ya me preparo, elijo la mujer de ese día, miro en los escaparates de repostería lo mejor de lo mejor. Tengo una lista de vinos reservada para el día 32 y me cambio de narices, y en algunos trechos en que mi pelo clarea, logro que se espese, y en los catálogos de radiorreceptores elijo el mejor, y ese día oigo las estaciones superpolares, donde las focas tocan el violín como no ha habido ejecutante que lo haya logrado nunca.

¿Qué cómo se entra en el día 32?

Ése es mi invento.

Yo tengo un biombo de cuatro hojas amplias y altas y en una de ellas he abierto una puertecita.

¡Qué cuestión tuve con mi mujer cuando encargué esa puertecita de escape!

-Prefiero que llames a tu amigo el psiquiatra y que me interne por fin en un manicomio a que hagas una puerta en ese biombo.

Al fin la convencí, y por esa puerta, en la segunda hoja del biombo, me escapo cuando suenan las doce de las noche del día 31 y me sumerjo en el 32. Ella no recobra el conocimiento hasta que llega el que ella cree que es el día siguiente, y es el subsiguiente.

La amante de Santiago: Todos los amigos de Santiago estaban sorprendidos de aquella predilección suya por una mujer de aspecto tan vulgar.

No la soltaba, no la dejaba hablar con nadie, caminaba siempre de su brazo, incrustándose en ella.

Santiago, cada vez más pálido y con una cabeza mayor, pasaba frente a sus amigos de promoción como un viejo precoz, aunque su rostro tenía su redondez de siempre, su carallenismo del instituto.

Sus amigos gastaban bromas a su cabeza.

—Pero échate petróleo Gal...

—Pero chico, que te quemen las puntas...

—¿Qué puntas?

—Las de las orejas... y las de la nariz.

—¿Por qué no te echas simiente de esa planta que venden en la calle de Hortaleza para cubrir de pelo vegetal a esos tiestos de barro que imitan una cabeza de hombre?

—Sí hombre, debes conseguir tener pelo aunque sea pelo verde...

—Por qué no gastas por lo menos peluquín... Te sentaría bien. Parecerías mucho más joven de lo que pareces...

Santiago callaba y se veía que cada vez le eran más molestas aquellas bromas por como dejaba de asistir temporadas de dos y tres meses a la tertulia del café.

—No salgo apenas de casa. Allí me paso los días enteros. Esa mujer me hace feliz...

Era la primera vez que hablaba de aquella mujer y todos callaron para que continuase, para ver si decía algo más. Al ver que no volvía a rechistar, Juan le tiró de la lengua:

—¿Pero qué tiene esa mujer?

—Que es extraordinaria.

— ¿Extraordinaria por qué?

— Hay cosas que no se pueden decir, pero yo os juro que esa mujer es extraordinaria. No hay belleza
comparable con la suya. Las demás mujeres son rígidas, parece que se han tragado un bastón o un paraguas...

— ¡Hombre! Qué cosas más raras dices. ¿Qué es eso de trabarse un bastón o un paraguas? Se habrán podido tragar hasta una cucharilla ¡pero un bastón!

—No podéis comprenderme. Esa mujer además ha viajado mucho... muchísima... Ha estado hasta en esa ciudad que ya nadie podrá conocer, porque es como si hubiese desaparecido ¡Ha estado muchas veces en San Petersburgo!

—¿Y por qué ha viajado tanto? ¿Es una exploradora o una turista?

— Es una artista.

— ¿Artista de qué?

Santiago vaciló.

— ¿Artista de cante?-dijo para ayudarle uno de los
presentes.

—Sí... Artista de canto...

—¿Y por qué no nos invitas alguna noche para que la oigamos?

—Porque ha perdido un poco la voz y sobre todo porque ella ya no quiere dedicar su arte a nadie que no sea yo... Nadie la volverá a admirar como no sea yo. Nadie.

Cuando pronunció estas últimas palabras Santiago, lo hizo con ofuscación, como defendiéndola contra todos, como prohibiendo que nadie la tocase, como si alguien fuese a abusar de ella.

Muchas otras veces interrumpió la charia de todos Santiago diciendo como traspasado por el recuerdo.

—Me hace muy feliz esa mujer.

Todos le veían siempre con ella, divirtiéndola por todas partes. Era una mujer un poco amulatada, sinuosa, insinuante, flexible, con temblores de coquetería que hacían serpentear su espina dorsal. Se torcía sobre él y buscaba con los labios una patata frita del plato lleno que tenía a su lado Santiago. Les ofuscaba a todos con su flacura y su modo envolvente de enroscarse a Santiago, y tanto que muchas veces parecía haber casado de un lado a otro de su amante y si aparecía sentada a la derecha había momentos que parecía colocada a la izquierda.

Todos sus amigos, preocupados con aquella incógnita, comenzaron a indagar quién era: qué había sido aquella mujer que tan fuerte nudo había hecho alrededor de Santiago, que parecía unido a un bicho feroz que le absorbía durante todo el día y toda la noche.

Enrique llegó un día al café con la noticia fresca.

—¿Sabéis qué fué la amante de Santiago?

—¿Qué?—preguntamos todos.

— Contorsionista...

—¿Contorsionista?—preguntó alguno de los presentes sorprendido y sin atreverse a formular sus sospechas sobre aquellas voluptuosidades que indudablemente cautivaban a Santiago.

—Sí... Contorsionista...

Todos callaron durante un instante viendo las escenas escabrosas de aquella sensualidad, viendo como aquella mujer se aplicaba romo una ventosa a su hombre y hacía las curvas más insospechables.

Juan interrumpió la abstracción de todos diciendo:

—¡Mirad que ir a caer con una contorsionista! Acabará por matarle como esas enredaderas que trepan por los árboles y los secan...

—Pues todavía os traigo una cosa que comprueba más el hecho y que os va a parecer más curiosa: un programa de circo en que figura ella y están enlazadas en una especie de mesa revuelta las catorce posturas principales de su repertorio...

—¡Venga!... ¡Venga!... Enséñalo—dijeron todos, y
cuando el programa de circo fue colocado como un plano sobre la mesa, todos se levantaron y se acodaron a su alrededor.

—¡Y nos parecía un inocente! ¡Vaya un cucanda! Ha
ido más allá que todos nosotros. Hay que reirse de los economistas.

Todos la veían ya palpitante, sin la camisa verde sapo de la descoyuntada, estallándola los muslos en las flexiones más difíciles, por todos lados senos salientes que daban el pecho al amante y toda verde, de la carne verde de las contorsionistas.

¡En qué momentos más difíciles clavaría sus ojos en
los ojos de él! ¡Qué magníficas indiscreciones podría cometer!¡Qué vencidas todas las prohibiciones del mundo!

La postura décima de la del programa era la más escabrosa y la que más les preocupó. ¡Pobre Santiago obligado a una especie de juegos icarios del amor!

¡Cuántos besos nuevos e inconcebibles le daría! ¡Qué besos en la nuca sin dejar de estar delante de él! ¡Qué dos momentos más dispares no uniría ella!

Santiago que hasta aquel día había resultado ante todos un ingenuo del amor, ahora resultaba el más ducho de todos, el que podría enseñarles cosas nuevas.

¡Qué círculo vicioso más terrible el que formaría ella
alrededor de él!

—¿Debemos decirle que nos hemos enterado?—dijo
Juan rompiendo el silencio escabroso en que todos asistían al cinematógrafo de las posturas.

—No. Basta que él nos dijese que es artista de cante para que no se lo desmintamos... Se avergonzaría y de todas maneras no nos haría ninguna confidencia, así que es inútil. Callémonos...

Enrique se guardó el programa delirio y cuando aquella noche salieron todos del café, sentían la curiosidad más malsana, la curiosidad de aquel circo íntimo en que la contorsionista hacía perder la cabeza a Santiago y le iba dejando cada vez más calvo, con aquel queso rancio por fisonomía...

Hubieran buscado una contorsionista en la noche, pero sólo hay cinco o seis contorsionistas que han provocado pasiones fatales y que son intransferibles.

«Y entonces ella bajó el foco de la alcoba...»—pensaba cada uno al irse a casa, y veían los gestos de una cordialidad inusitada que prodigaba aquella mujer dotada de cierta divina inmaterialidad, la mujer que contravenía divinamente ciertas leyes humanas de una engorrosa rigidez, las leyes que la hacen permanecer tan lejos, tan altiva y tan impasible la cabeza o por el contrario tan baja... Ella sola podía dar dignidad a todos los gestos...

Todos condujeron a su casa la amargura de no poder competir con el amigo que nunca les diría la verdad de aquel idilio, cuya unión era más entrañable que ninguna, suprimidos todos los obstáculos del ángulo y de la recta.

Revolución: Cuando la revolución está en su crepiteo más sangriento es cuando se oye gritar:

—¡A matar los pavos reales!

No sería una revolución completa y tan digna como debe ser si no se oyese ese grito que es el ex libris revolucionario:

—¡A matar los pavos reales!

Entonces la multitud se desparrama por palacios y zoológicos y no queda un pavo real vivo y con plumas. Entonces —sólo entonces— comienza la contrarrevolución.

Negro condenado a muerte:

Aquel negro había tenido la avilantez de amar a una blanca y eso, en la pulcra yanquilandia, no se perdona.

Los jueces, que por algo se lavaban los dientes cuatro veces al día, pronunciaron una terrible sentencia condenatoria. El negro sería ejecutado por tres veces con macabra saña.

La noche de capilla fue aterradora para el pobre hombre empavonado, tan terrible que, cuando le llevaron a matar en la madrugada de ojos pitañosos, se había vuelto blanco.

Así como en la noche de la capilla última ha habido condenados que han encanecido por completo aun habiendo entrado pelijóvenes, el negro se había convertido en blanco.

En vista de eso, los jueces se reunieron en consejo urgente y como, al perder el color, el delito se había convertido en falta, optaron por casar a la pareja de blancos.

Récord de viajes en avión: Su locura era la de ser el turista aéreo que más viajes de ida y vuelta había hecho, visitando todos los aeropuertos del mundo.

-Salgo para Siracusa, la semana que viene estaré en Timor y dentro de quince días habré vuelto por vía Nueva York...

En esos giros y contragiros por los siete cielos del mundo, un día al descender en el campo de aterrizaje de Lisboa se encontró con que le esperaba él mismo; o se había adelantado o estaba ya para volver a subir en el mismo avión.

El gato que vuela: El gato que vuela no lo suelen ver más que los trasnochadores impenitentes, y eso si no pierden de vista la perspectiva de los tejados. El gato que vuela no es que vuele seguido en el cielo de la madrugada, porque entonces sería un gran murciélago, sino sólo hace una cosa: que salta de alero a alero atravesando la calle, como si volase. Como los naturalistas nunca andan por las ciudades de cuatro y media a cinco de la madrugada, no han podido anotar ese salto maravilloso —más vuelo que salto— que engatuña el cielo delirante en el entrevero de la noche y el día.-

(fuente https://albalearning.com/audiolibros/gomez/elgato.html )



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